El hecho dominante en la vida nacional es la
desintegración de la vieja economía. Ese proceso va devastando toda la
institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior,
así como va haciéndolo –aunque a un ritmo mucho más lento- con las formas del
razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad.
Guillermo
Castro H. / Especial para Con Nuestra
América
Desde Ciudad Panamá
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Para cualquiera que nos
conozca, Panamá atraviesa por un período de transformaciones evidentes. Algunas
son más visibles que otras, sin duda, y es probable que sean estas últimas las
de mayor trascendencia para nuestros futuro. De todas ellas, la más importante
consiste, sin duda, en la transformación de nuestra República en un estado
nacional en el pleno sentido de la expresión, a partir de la década de 1990 y
al cabo de un largo período precedente de desarrollo semicolonial primero,
entre 1903 y 1936, y neocolonial después, entre aquel último año y 1979.
También es evidente un
proceso de crecimiento económico sin precedentes por su intensidad y su
duración, tras el cual subyace la transformación de una economía de enclave,
articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de los Estados
Unidos, en otra mucho más abierta, que se estructura a partir de una Plataforma
de Servicios Globales de creciente complejidad. Y a esto cabe agregar la
transformación de una sociedad de fuertes valores rurales y estrechos vínculos
entre los sectores populares y de capas medias profesionales de origen
reciente, en otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún
se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad.
En ese marco, también,
ha venido transformándose la actitud de los pobres de la ciudad y el campo ante
sus propios problemas, desde la aceptación más o menos pasiva de su condición
de marginalidad, hacia una creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores
condiciones de vida. Aquí, la formación de alianzas entre movimientos
indígenas, campesinos y de pobladores urbanos pobres, junto a la inscripción –
por primera vez en décadas – de un partido político que tiene sus raíces en un
sector del movimiento obrero, constituyen novedades del mayor interés.
De momento, sin embargo, estas
transformaciones en curso no parecen incluir la de nuestra capacidad para
percibirlas en lo más trascedentes de su significado. Por el contrario, lo que
se transforma con mayor lentitud entre nosotros es el pensamiento político
forjado entre las décadas de 1940 y 1970, en el que se confrontan hasta hoy un
populismo liberal y otro conservador, que comparten una concepción del mundo
organizada en categorías como pueblo y oligarquía, tradición y modernidad, o
atraso y progreso.
Por lo mismo, el planteamiento de los
problemas que encara Panamá en este momento de su historia encara una confusión
cada vez más evidente. Entre nosotros, por ejemplo, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no
cambia, y que el evidente incremento de la desigualdad constituye en un
problema administrativo de reparto, y no de relacionamiento social.
En realidad, lo que no se alcanza a percibir entre
nosotros es que el crecimiento económico y la desigualdad social son formas -
entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la
sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de
la vieja economía – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de
un enclave que hacía parte de una economía distinta a la nacional -, en otra en
la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su
contenido como en sus rutas.
Aquella economía fue definida como transitista, no porque
dependía del tránsito interoceánico – una actividad milenaria en el Istmo -,
sino por la forma en que esa actividad vino a ser organizada a partir del
momento en que el territorio que hoy habitamos fue incorporado a la formación y
el desarrollo del moderno mercado mundial, desde mediados del siglo XVI.
Aquella organización – aún vigente en lo más esencial – se
caracterizó por el control monopólico del tránsito por una potencia externa; la
concentración de la actividad del tránsito
por una única ruta, la del valle del río Chagres, y la de sus beneficios
en quienes controlaban esa ruta; el subsidio ambiental a la actividad así
concentrada a partir de un corredor agroganadero extendido a lo largo del
litoral Pacífico Occidental del Istmo, y la formación de una frontera interior
que marginó al litoral Atlántico y el Darién del proceso de formación nacional
hasta fecha relativamente reciente.
A esto cabe agregar, en lo cultural y lo ideológico la
formación y reproducción constante de una mentalidad característica en los
sectores dominantes, que considera a estos rasgos históricos como
consustanciales a la condición ístmica del territorio y al predominio del
tránsito como actividad económica, y no como elementos característicos de una
determinada fase de la historia de Panamá. Para esa mentalidad, por lo mismo,
el problema fundamental no era la organización transitista del tránsito, sino
el control de esa organización por una potencia extranjera. Y, así planteado el
problema, su solución no podía ser más evidente: nacionalizar y preservar el
transitismo, bajo el control del Estado que esos sectores controlan.
Así, a lo largo del siglo XX – cuando la organización del
tránsito alcanzó su forma transitista más extrema con la construcción y
operación de un Canal en el Istmo por un gobierno extranjero – se fue
constituyendo una situación en la que la zonas más prósperas de aquella
economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios
del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las
bananeras de la United Fruit Company en Bocas del Toro y Chiriquí, y la Zona
Libre de Colón.
Así la cosas, tendría que ser evidente que la integración
del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la
global a través de la formación de una Plataforma de Servicios Transnacionales
en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión
cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves. Por el contrario,
estos cambios tienen una singular trascendencia, en cuanto abren posibilidades
inéditas para el desarrollo del país.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. Si sigue siéndolo –
esto es, si sigue concentrando el tránsito y sus beneficios en un único
corredor interoceánico, subsidiado mediante la devastación ambiental y el
deterioro social del resto del país -, esa economía demandará una organización
social y política tan autoritaria como lo fue la antigua Zona del Canal. Si
opta por una nueva organización, que descentralice el tránsito y sus beneficios
mediante múltiples corredores interoceánicos e interamericanos, y fomenta su
capital natural mediante el fomento de su capital social, esa economía será
realmente nueva y le será natural sustentarse en una organización democrática
de su vida social y política.
2
De momento, sin embargo, el hecho dominante en la vida
nacional es la desintegración de la vieja economía. Ese proceso va devastando
toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía
anterior, así como va haciéndolo –aunque a un ritmo mucho más lento- con las
formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad. Esto explica, por ejemplo, que nuestra intelectualidad tienda a percibir las
transformaciones en curso como un mero asunto de circunstancia y oportunidad,
en el mejor de los casos, o de simple desorden y desgreño, en el peor.
En esas circunstancias,
la primera reacción ha sido la de
resistir a esa devastación. Así, a mediados de
la década de 1990 una parte significativa del
movimiento popular salió a la defensa de lo que restaba de los derechos
sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976,
mientras un gobierno presidido por el PRD procedía a desmantelar el aparato de
Estado que había permitido ofrecer y sostener aquellos derechos. De manera semejante, los sectores democráticos de capas
medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad establecida a
partir del golpe de Estado de diciembre de 1989.
Aquellas tensiones de
fines del siglo XX parecieron encontrar alivio a mediados de la primera década
del XXI con el primer auge de la economía nueva, estimulado por la enorme
inversión de fondos públicos en las obras de ampliación del Canal y de
construcción de la infraestructura necesaria para facilitar su integración a la
economía interna del país. Ese auge se acercar a su límite con el fin de esas
inversiones, y entre los sectores dominantes empieza
a ser creciente la preocupación por las medidas que requiera hacer sostenible
el crecimiento sostenido que ha experimentado la economía nacional.
Esto es más
complejo de lo que parece a primera vista. No se trata, en efecto, de un
problema meramente económico, sino de un proceso que abarca tanto el conjunto
de la realidad nacional, como el de las relaciones internacionales de Panamá.
Los problemas inherentes a un proceso de tal complejidad no pueden ser
encarados asumiendo que la economía simplemente arrastra tras de sí en un
proceso único y lineal al resto de los componentes de la vida nacional. Por el
contrario, esos componentes – político, social, cultural, identitario,
ambiental – se transforman a distintas velocidades, a veces interactuando
sinérgicamente entre sí, a veces obstaculizándose unos a otros.
Así, el
crecimiento económico modifica la estructura social haciéndola cada más
inequitativa y excluyente. Esto, a su
vez, tensiona cada vez más las relaciones de los sectores más y menos
favorecidos entre sí, y con el Estado.
Esas tensiones, por su parte, erosionan los elementos de identidad
colectiva y comunidad de propósitos imprescindibles para la construcción de
consensos, lo cual hace cada vez más difícil el manejo de las contradicciones
que emergen del crecimiento económico, y así sucesivamente. Comprender esas
interacciones, y su incidencia sobre la velocidad de marcha y la orientación
del proceso de transformación en su conjunto, tiene aquí la mayor importancia.
Los
conflictos y contradicciones que se derivan de esa interacción se manifiestan,
en lo más visible, como rezagos que limitan la posibilidad de acercarse a un
modelo de desarrollo social para el crecimiento económico, capaz de procesar
sus propios conflictos y obtener de ese procesamiento la energía necesaria para
sostenerse en el tiempo. Así, algunos de
los factores de conflicto que operan al interior de las transformaciones en
curso en la vida nacional incluyen, por ejemplo, el que opone los procesos de
formación de fuerza de trabajo y los de formación y desarrollo de nuevas formas
de organización de la producción en el país, bloqueando la posibilidad de
ofrecer la educación - en sentido estricto de formación técnica y moral para
una sociedad distinta a la que tenemos – que demandaría un crecimiento
sostenible; la creciente tendencia a la concentración de la riqueza, que
contradice la necesidad de hacer mucho más inclusiva la vida productiva del
país, estimulando el desarrollo de formas de organización productiva
correspondientes a la creciente riqueza y diversidad de nuestras relaciones
económicas internacionales y, sobre todo, el conflicto entre una sociedad cada
vez más atrasada, y una economía cada vez más articulada a la complejidad del
mercado global.
3
En lo inmediato,
nuestro problema mayor radica en que quienes intuyeron la inminencia de este proceso de transformaciones -
no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio - no saben con
qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir. Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no
están en capacidad de defender, y todos claman por una Asamblea Constituyente,
que no se materializa porque aún no emerge un bloque social capaz de convocarla
y conducirla.
Y aun esto, sin embargo, se refiere más al aspecto principal
de las contradicciones que encaramos, que a la principal de esas
contradicciones: aquella que enfrenta al tránsito contra el transitismo o, lo
que es su equivalente en el terreno político, contrapone la esperanza imposible
de crecer sin cambiar, propia de los sectores dominantes en toda sociedad, y la
necesidad de cambiar para crecer, característica de períodos de transición
entre lo que fue y lo que aún no llega a ser. En una circunstancia así,
adquiere especial vigencia el viejo refrán que nos advierte que en política no
hay sorpresas, sino sorprendidos. Urge, por lo
mismo, identificar con verdadera claridad tanto la naturaleza del cambio que ya
está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura
que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos - como
la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de
encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del
país.
No estamos – como lo proclaman
quienes hoy reclaman para sí la conducción política del país – ante problemas
derivados de una mala gestión pública en los gobiernos de ayer, de hoy o de
mañana. Por el contrario, la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio
entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de
transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra
historia.
Esa nueva etapa se caracterizará por
lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió.
Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas
en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de
promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, puede llevarnos a una
situación mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación
de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel
riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en
sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.
Panamá, mayo 2013
Agradezco
a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus
comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas
ideas.
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