Colombia está
dando pasos tan grandes cada día en el camino de la paz, que no debería
sorprendernos que antes de las elecciones de 2014 se haya llegado a acuerdos
fundamentales sobre los temas de la mesa de diálogo y la sociedad haya cruzado
el Rubicón de su escepticismo, y emprenda la invención de nuevos espacios para
la convivencia.
William Ospina / El Espectador
La marcha del 9
de abril logró para la paz lo que el presidente Santos tanto esperaba de
algunos de sus asesores: ponerle pueblo al proceso, demostrar abrumadoramente
que la paz no es una estrategia de un gobierno que quiere reelegirse, ni una
solución desesperada de guerreros sin oxígeno, sino una necesidad imperiosa de
toda la sociedad y un deber histórico que ya no puede aplazarse.
El apoyo
internacional al proceso revela algo más: que la paz de Colombia no es una mera
necesidad de nuestro país, sino un asunto decisivo para la estabilidad de
América Latina y un paso para avanzar en la formulación de soluciones para las
encrucijadas de nuestra época.
Colombia es uno
de esos países que están en el corazón de todos los conflictos de la
modernidad: nos cruzan las rutas de la droga, de las armas, de la pobreza, de
las migraciones, del naufragio del modelo escolar, de la degradación totémica,
de la corrupción que carcome el organismo social y del colapso moral de la
política, pero también los caminos del agua, de la biodiversidad, de la
necesidad de un nuevo conocimiento donde dialoguen lo local y lo universal.
Necesitamos entrar de lleno en la discusión sobre los límites entre el
crecimiento y el equilibrio, sobre los desafíos del clima, sobre la necesidad
de inscribir el debate político en un horizonte cultural más complejo y más
comprometido con los problemas de la época.
Hace dos días,
una carta del excomisionado Luis Carlos Restrepo a su partido, el Centro
Democrático, ha afirmado que se necesita continuar con el proceso de paz con
las Farc y que el tema de una paz negociada debe ser también una de las
banderas de ese movimiento. Ello nos revela que la ardua labor de la mesa de La
Habana podría estar llevando al país a un nuevo escenario político.
Restrepo ha
dicho que su partido (que es, como se sabe, el del expresidente Álvaro Uribe),
“no está apostándole a un futuro de guerra, ni es ajeno a la posibilidad de una
salida concertada con quienes han tomado las armas en contra del Estado”. El
excomisionado incluso ha añadido en su comunicación que “es necesario un cambio
en las Fuerzas Armadas. Y decir sin temor que necesitamos un ejército más
pequeño y profesional. Que necesitamos una policía más vinculada con la
solución de los problemas cotidianos de los ciudadanos. Y una doctrina de
seguridad humana, que incorpore los elementos de la seguridad democrática, pero
vaya más allá, entendiendo el control territorial como parte de una política
social y cultural que pasa por una pronta e impecable aplicación de la
justicia”.
Las
contradicciones en el seno de la sociedad colombiana podrían estar empezando a
desplazarse hacia un escenario de debate democrático alejado de las soluciones
de fuerza y de exterminio que hasta ahora han hecho girar la lucha política en
el tiovivo de la guerra fratricida. Si la guerrilla persiste en su voluntad de
ingresar en el juego de la democracia, Colombia podría dar al mundo el ejemplo
de un esfuerzo de corrección, de un viraje de su rumbo histórico a pesar de
condiciones muy adversas, pese al tremendo trauma que representa un conflicto
de medio siglo y los niveles de descomposición social a que hemos llegado.
Nada revela
tanto esa situación extrema que padecemos como la noticia más estremecedora de
los últimos días: el modo como un jovencito de 19 años, crecido en el maltrato
y en la desesperanza, ha confesado haber sido utilizado desde la niñez como asesino
a sueldo por toda clase de intereses, en el corazón de tinieblas de esta
sociedad degradada.
La carta del
excomisionado, los crecientes diálogos entre sectores diversos de la sociedad
interesados en abrir caminos al proceso de paz, los foros sobre distintos temas
con que la sociedad se esfuerza por alimentar los diálogos de La Habana y las
declaraciones del fiscal sobre el marco jurídico para los acuerdos muestran
cómo el proceso sigue sumando voluntades. Bien decía Borges que “el infierno es
inhabitable” y que “nadie, en la soledad central de su ser, puede anhelar que
triunfe”.
También fue
Borges quien llamó al espíritu que alienta estos momentos supremos en que las
naciones se empeñan en la superación de sus tragedias, “el deber de la
esperanza”. Sólo que esa esperanza no puede limitarse a un mero gesto de
expectativa: tiene que traducirse en toda clase de iniciativas sociales.
Se diría que es
urgente aplicarnos a construir la paz antes de la paz, a brindar ejemplos de
convivencia, desafíos de la imaginación y del arte, y grandes hechos de
solidaridad y alegría colectiva que nos hagan sentir todo lo que podría
alcanzar Colombia si libera sus fuerzas creadoras. Nadie como los medios de
comunicación está en condiciones de convocar a ese afectuoso y dilatado
ejercicio de convivencia.
Hay momentos en
que hay que jugársela por un sueño de verdadera civilización. Y no hay un solo
colombiano que no necesite esa puerta de fraternidad y de libertad.
1 comentario:
"En Colombia muchos le temen a la Paz, pero más le temen a la verdad"
Del libro "Guerra y Paz en Colombia", autor costarricense Juan Félix Montero.
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