No deja de sorprender que en
países como Costa Rica y Chile los discursos y las aspiraciones de sus
dirigencias políticas sigan rastreando El Dorado del "desarrollo" en medio de recetas y modelos neoliberales fracasados,
que en ningún lugar de la Tierra han conducido a la construcción de sociedades
más justas ni realmente democráticas, en el sentido más amplio y emancipador
que se le pueda dar a este concepto.
Andrés Mora Ramírez /
AUNA-Costa Rica
“Todas íbamos a ser reinas,
/ y de verídico reinar; /
pero ninguna ha sido reina
/ ni en Arauco ni en Copán...”
Gabriela Mistral
Portada del diario La Nación, del pasado4 de mayo. |
La utopía neoliberal, esa que
concibe el “desarrollo capitalista” como la etapa final de la evolución de las
formaciones sociales; al libre comercio y la apropiación privada de la riqueza
pública como el único camino posible hacia tal objetivo; y a la sociedad de
mercado como el espacio natural para la consolidación de la cultura del
consumo y la despolitización de los ciudadanos (sustituidos por el emergente ciudadano
consumidor neoliberal), todavía goza de buena salud en América Latina… para
desgracia de los pueblos que padecen tales aventuras modernizadoras.
A pesar de los rotundos
fracasos del neoliberalismo en nuestra América, que provocaron enormes fracturas
políticas, sociales y culturales en la región desde finales de los años 1990 y
principios del siglo XXI; a pesar de las crisis que hoy sacuden a los países
del sur de Europa; y a pesar, incluso, de la probada inviabilidad del
neoliberalismo no solo en términos socioeconómicos, sino también en el plano
civilizatorio, las oligarquías latinoamericanas y los nuevos grupos
político-empresariales asociados a los negocios globales, se aferran
dogmáticamente a su ideario.
Ayer fue Carlos Salinas de
Gortari, el presidente mexicano que a mediados de los años noventa auguraba el
ingreso triunfal de México al primer mundo, al exclusivo club de los países
desarrollados, a partir de la firma del TLC con Estados Unidos y Canadá, y la
aceptación del país como miembro de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico (OCDE) y de la Alianza Asia-Pacífico (APEC). No hace falta
detallar aquí los nefastos resultados que provocó esta política de apertura económica
y de entreguismo del patrimonio nacional, y que, en una perspectiva de
largo plazo, explican muchos de los problemas de desigualdad social, pobreza,
exclusión y violencia que afectan actualmente a la sociedad mexicana.
Hoy, a la vuelta de casi dos
décadas de aquella fiebre neoliberal del pensamiento único y el fin de la
historia, no deja de sorprender que en países como Costa Rica y Chile los
discursos y las aspiraciones de sus dirigencias políticas sigan rastreando El
Dorado del desarrollo en medio de recetas y modelos fracasados, que en
ningún lugar de la Tierra han conducido a la construcción de sociedades más
justas ni realmente democráticas, en el sentido más amplio y emancipador que se
le pueda dar a este concepto.
En el país centroamericano, el
gobierno de la presidenta Laura Chinchilla espera conocer a finales de mayo la
decisión de la OCDE sobre la solicitud de ingreso de Costa Rica como miembro de
ese foro. De paso por San José, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama,
en un gesto quizás excesivamente diplomático, declaró que Costa Rica es “un
candidato excepcional” para integrarse a esa organización. Estas palabras
bastaron para que La Nación, el
diario emblema de la derecha local, pusiera a volar sus delirios primermundistas con un titular de plana
completa: OBAMA IMPULSA A COSTA RICA AL CLUB DE LOS PAÍSES RICOS. Pomposa
declaración que ignora, muy a pesar de la fotografía de un sonriente Obama, que
Costa Rica es uno de los países latinoamericanos donde más ha crecido la desigualdad en el ingreso por hogar en la
última década, según informes del Banco Mundial.
Mientras tanto, en Chile, el
candidato del oficialismo para las próximas elecciones presidenciales, el
exministro de economía Pablo Longueira, no demoró en anunciar como bandera de
campaña la tesis de convertir al país suramericano en el primero en alcanzar el
estatus de “desarrollado” en América Latina. En tono desafiante, y con una
retórica muy semejante a la que se repite sistemáticamente en Buenos Aires,
Caracas, La Paz o Quito, acusó a la candidata del Partido Socialista, Michelle
Bachelet, de “presentar propuestas de miseria, demagogia y populismo” y sostuvo
que es una misión histórica de la derecha evitar que Chile corra “la suerte de
otros países latinoamericanos (…) No puede ser que un país que está a punto de
alcanzar el desarrollo se pierda esta oportunidad” (ámbito.com,
29-04-2013).
Bien vistas las cosas, ese presente de oportunidades que describen los
neoliberales, y los futuros a cuya rescate y salvación convocan a sus huestes,
se parece demasiado al pasado de explotación e injusticias que tantos dolores,
sufrimientos, sangre y luchas le ha cobrado a los pueblos latinoamericanos, y
que por fin, en el siglo XXI, se ha empezado a superar en algunos de nuestros
países.
Pero nada de esto entienden la
tecnocracia neoliberal ni las élites políticas, sean o no sean gobierno (nada
hay tan peligroso como los neoliberales desesperados en la oposición, como bien
lo saben en Venezuela): atrapados en sus propias profecías, y en las ceremonias
periódicas de autoconvencimiento que realizan sus
oficiantes, siguen viviendo, como decía Carlos Monsiváis, en un mundo “donde el
fin de la historia se confunde con el culto a Baal”, y en el que
“identifican la suerte de la minoría privilegiada con el único porvenir
concebible, en un orden donde la gloria del capitalismo persistirá siglos
después del Juicio Final”.
Así, alimentan de ejemplos esa
vieja vocación esquizofrénica de la cultura dominante en América Latina, que
nos lleva a buscarnos –sin remedio ni solución posible- en el espejo de las
experiencias y los modelos ajenos, y a enarbolar como arma de batalla el discurso
de la civilización –lo que ciertas élites y tendencias intelectuales imaginan
que son o pretenden ser- frente a la supuesta barbarie que representa
aquello que realmente somos: ese pequeño género humano, al decir de Bolívar, en
el que se acrisolan civilizaciones, culturas, identidades e historias, bajo la
tensión permanente de la opresión y la liberación, y no sobre los espejismos de
reinos del desarrollo en donde, parafraseando a la querida Gabriela
Mistral, nunca nadie reinó, ni en Arauco ni en Copán.
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