De
este proceso de difuminación de los conceptos y de la ubicación de las fuerzas
en el espectro político, ha resultado
una aparente despolarización y un corrimiento de las definiciones hacia el
centro. Así, ya casi no hay organizaciones ni de izquierda ni de derecha.
Sergio Rodríguez Gelfenstein /
Especial para Con Nuestra América
Desde
Caracas, Venezuela
En
la América Latina de hoy, las
tradicionales nociones de izquierda y derecha en política, asumen límites cada
vez más difusos, si nos atenemos a la conceptualización habitual utilizada para
definir tales nomenclaturas. Ello ha llevado a que el ex canciller mexicano
Jorge Castañeda hijo, uno de esos típicos renegados que pululan por nuestro
continente, haya acuñado la idea de que hay una “izquierda buena” y una
“izquierda mala”. Tal definición fue tomada por Arturo Valenzuela, ex
Subsecretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos de Estados Unidos y transformada en eje de la política exterior
de ese país hacia la región. Ese es el contexto sobre el cual se definen las
prioridades y, por tanto los viajes y vínculos principales en la agenda del
Presidente Obama respecto de los países al sur del Río Bravo
No
se trata de criticar per se. Sólo de
constatar hechos que ocurren en nuestra región y que obligan a mirar la
política en las circunstancias propias en que se desarrollan y considerando los
matices de cada caso.
Los
casos extremos son México y Chile. En el
país de aztecas y mayas, el
neoliberalismo llegó de la mano de los gobiernos priistas de Carlos Salinas de
Gortari y Ernesto Zedillo. El PRI otrora partido de la revolución mexicana
encarnó en la primera mitad del siglo XX, los ideales nacionalistas y de
solidaridad latinoamericana, así como programas de desarrollo social y
transformación educativa y cultural que surgieron de la Revolución de 1910 en ese país del norte de América, la
que se convirtió en el primer y más importante hito alternativo al sistema de
dominación en la historia del continente hasta el triunfo de la Revolución
Cubana. Después de ser desalojado del poder en el año 2000 y tras dos gobiernos
de la derecha fundamentalista del partido PAN, el PRI ha regresado al gobierno,
mimetizado de tal manera que parece un gobierno de continuidad de los que lo
antecedieron. Las recientes declaraciones del Canciller mexicano José Antonio
Meade antes de la vista del presidente Obama a ese país hubieran
avergonzado incluso a Salinas y Zedillo por su deleznable tono de subordinación
imperial. Cabe decir que este canciller fue Secretario de Energía y
posteriormente de Hacienda (ministro) en el anterior gobierno de derecha de
Felipe Calderón.
En
Chile, Estados Unidos fue capaz de construir el “modelo perfecto”: un sistema
neoliberal de democracia excluyente administrado por una “izquierda” encarnada en la Concertación de
partidos por la Democracia, que es el
consorcio de organizaciones políticas que hoy son oposición, pero que
usufructúan por igual del sistema creado por Pinochet. En el súmmum de la
realización imperial, Estados Unidos se puede ufanar de un régimen donde conviven los autores
intelectuales del golpe de Estado contra Allende, con las víctimas que este
macabro hecho produjo. Hasta los comunistas quieren hoy aliarse a tan exitosa
creación.
De
este proceso de difuminación de los conceptos y de la ubicación de las fuerzas
en el espectro político, ha resultado
una aparente despolarización y un corrimiento de las definiciones hacia el
centro. Así, ya casi no hay organizaciones ni de izquierda ni de derecha. Las
primeras buscando espacios en el “show”
de la democracia representativa ahora se llaman centro izquierda. A su
vez, los segundos se autodenominan centro derecha. Hasta Capriles, afirmo
-durante su fallida campaña electoral- ser de centro izquierda asegurando que
su modelo político era el de Lula.
Incluso,
hace unos años, al finalizar la dictadura en Chile, un empresario creó un
partido de centro-centro y con él fue candidato presidencial. Esa postura la
han asumido en sus respectivos gobiernos,
Martín Torrijos en Panamá y la domesticada Michelle Bachelet en Chile,
que desarrollaron gobiernos en los que se preocupaban por mantener una escrupulosa actitud de no relacionarse
con los “extremos”. Es lo que en lenguaje popular se llama “no estar ni con Dios ni con el
diablo” o en otras palabras, también surgida de la sabiduría de los pueblos del
sur del continente, “no ser ni chicha ni limoná”. En cada caso las idiosincrasias
pagaron a los sostenedores de estas posturas. En el meridional y frío Chile,
Bachelet terminó su gobierno con un altísimo nivel de popularidad. En el Caribe
cálido del istmo, Torrijos condujo a su partido de la revolución democrática
panameño (PRD) a la peor derrota electoral de su historia.
En
Uruguay, el muy carismático Pepe Mujica llega todas las mañanas a trabajar en
su VW escarabajo. Uno de esos días, muy simpáticamente, junto a su ministro de
defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, conocido como el Ñato, también fundador
del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros le dieron el visto bueno a un
acuerdo militar con Estados Unidos, resistido y rechazado por importantes
sectores de la sociedad uruguaya, en particular del Frente Amplio que gobierna
ese país. Esta decisión no es óbice para que Uruguay tenga un activo papel en
el funcionamiento del Consejo de Defensa Sudamericano de Unasur, que entre
otras cosas llama a sus miembros a evitar las injerencias extra regionales en
materia de defensa y seguridad para construir una política militar de conjunto
con sus pares sudamericanos. Uruguay aún no
ha firmado un anunciado TLC con Estados Unidos. Esa tarea quedará para
el también miembro del izquierdista Frente Amplio, Tabaré Vázquez, posible sucesor de Mujica, si es elegido
presidente en los próximos comicios del país del Río de la Plata. Esta decisión
tampoco pondrá en riesgo su presencia en Mercosur, grupo que se ha fortalecido
creando políticas comerciales autónomas. Es curioso, el gobierno de izquierda
de Uruguay, asume la misma política que los de Chile y Colombia ambos
abiertamente de derecha.
En
se mismo ámbito de cosas interesantes y extrañas que ocurren en nuestra región,
me viene a la memoria lo sucedido en un casual encuentro en un avión con el hoy
presidente de Perú, Ollanta Humala cuando ambos viajábamos a la toma de
posesión de un mandatario latinoamericano. Entablamos una amena y sugestiva
conversación. Por mi parte, estaba ávido de conocer su proyecto político. Me
dijo que él lo definía como socialista y nacionalista y que por eso su partido
se llamaba de esa manera partido nacionalista del Perú. Le dije que eso me
parecía sumamente peligroso porque nacional socialistas eran los nazis. Afirmé
que era una mezcla muy “explosiva” para el Perú y para cualquier país de
América Latina. No dijo nada sobre su idea de socialismo, pero argumentó sobre
su concepto de lo “nacional”. Le dije que si bien el Estado nacional peruano
tenía como casi todos los de la región alrededor de 200 años de fundado, el
problema de la nación no se había podido resolver, sobre todo en aquellos
países que poseen una importante población originaria. Después, de una somera explicación del en ese
entonces pre candidato peruano, no pude encontrar respuesta a la pregunta de
qué nación quería construir, ¿la peruana?, ¿la quechua?, ¿la aimara? Sólo por la fuerza, los pueblos originarios
pueden aceptar igualar su ciudadanía peruana con su nacionalidad peruana. Desde mi punto de vista en los países
latinoamericanos y del Caribe, y sobre
todo en los que tienen importantes minorías étnicas, ciudadanía y nacionalidad
no son lo mismo. Finalmente, esa ha sido una imposición racista y reaccionaria
de las derechas que han gobernado por décadas.
Años
después Humala fue a una nueva confrontación electoral. Era el candidato de izquierda
en primera vuelta y, en segunda vuelta enfrentado a la hija de Fujimori, su
“orientación política” se consolidó, sólo que ganó con el apoyo de Álvaro
Vargas Llosa y Alejandro Toledo, ambos reaccionarios, neoliberales y aliados de
las causas más perversas en la historia de su país y de la región.
En
fin, son algunas veleidades de lo que se llama izquierda latinoamericana en el
poder. Es un signo de los nuevos
tiempos. Las cosas no siempre suceden como se desean. La realidad de la ejecución de la política dista mucho de
su retórica. Pero, ¿qué pasa con la derecha en la región? De eso hablaremos la
próxima semana.
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