Urge, cada vez
más, identificar la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los
rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo
distorsionan, acentuando sus peores rasgos -en lo que hace a la inequidad
social y la desesperanza política-, y limitando la posibilidad de encauzarlo en
una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.
Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra
América
Desde Ciudad
Panamá
El planteamiento de los problemas que encara Panamá en
este momento de su historia debe encarar una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, se da por sentado que la
economía crece en una sociedad que no cambia. Así,
el incremento de la desigualdad se constituye en un problema administrativo, y
no de relacionamiento social: por lo mismo, su remedio no está en la
transformación de la sociedad, sino en un mejor reparto de lo producido
mediante las llamadas “políticas públicas”, que han venido a convertirse en el
fetiche de primera instancia en el debate del tema.
En realidad, el crecimiento -y la desigualdad- son
formas -entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de
transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste
en la transformación de la vieja economía transitista –en la que la actividad
del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía
distinta y distante a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte
de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.
El transitismo propició en Panamá la formación de una
economía rural atrasada. Las
zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos
que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su
territorio: la Zona del Canal, las bananeras, y la Zona Libre de Colón. La integración del Canal a la economía interna, como la
inserción de la economía local en la global a través de la formación de la
Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que
puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de
transitista organizada en enclaves.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. De momento, está aún en formación, y su
desarrollo va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y
reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo –aunque a un ritmo
mucho más lento- con las formas del razonar propias de la cultura asociada a
aquella institucionalidad. En el plano cultural, por ejemplo, esto se expresa
en la crisis de dirección en el sistema educativo, que a su vez expresa la
crisis de identidad y propósito en la vida social.
La primera reacción, naturalmente, ha sido la de
resistir a esa devastación. Una parte significativa del movimiento popular
salió así a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados
durante el período torrijista populista de 1972 - 1976, como los sectores
democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la
institucionalidad restaurada por el golpe de Estado de diciembre de 1989. Todo
eso, sin embargo, va de salida.
Los que intuyeron la inminencia de ese cambio -no para
conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio - no saben con qué
sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir.
Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya
no están en capacidad de defender.
Todo apunta aquí a confirmar que a lo real hay que
estar, no a lo aparente, y que en política lo real "es lo que no se
ve", como lo advirtiera José Martí.
Urge, cada vez más, identificar la naturaleza del
cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos
de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores
rasgos -en lo que hace a la inequidad social y la desesperanza política-, y
limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con
los mejores intereses del país. Ante este desafío, la vieja cultura nos dice
que estamos ante un problema de mala gestión pública. Eso no es cierto: la mala
gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y
la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una
etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa será recordada por lo mucho peor o
mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las
cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su
carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y
previendo a tiempo lo que trae de amenaza, la etapa nueva puede llegar a ser
mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la
sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y
abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus
expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.
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