Es perturbador
verificar que el poder económico alemán se ha convertido en fuente de una
ortodoxia europea que beneficia unilateralmente a Alemania, al contrario de lo
que ésta quiere hacer creer.
Boaventura de Sousa Santos / Página 12
En la reciente
reunión entre el secretario del Tesoro norteamericano, Jacob Lew, y el superministro
alemán Wolfgang Schäuble quedó demostrado que el fundamentalismo neoliberal hoy
domina más en Europa que en los Estados Unidos. Ante la recomendación realizada
por Lew para que Europa atenúe el énfasis en la austeridad y promueva el
crecimiento económico, el ministro alemán respondió desabridamente que “nadie
en Europa ve una contradicción entre consolidación fiscal y crecimiento” y que
“debemos detener este debate que nos dice que tenemos que optar entre
austeridad y crecimiento”. Demostrar que hay alternativas a los dictados del
nacional-austeritarismo alemán y que son políticamente viables es el mayor
desafío que enfrentan las sociedades europeas en la actualidad. El desafío es
común, aunque su concreción varíe en cada país.
La historia
europea muestra de manera muy trágica que no es un desafío fácil. La razón
alemana tiene un lastre de predestinación divina que el filósofo Fichte definió
bien en 1807, cuando contrapuso al alemán con el extranjero de esta forma: el
alemán es al extranjero como el espíritu a la materia, como el bien al mal.
Ante esto, cualquier compromiso es una señal de flaqueza y de inferioridad. El
propio derecho tiene que ceder ante la fuerza para que ésta no se debilite.
Cuando a comienzos de la Primera Guerra Mundial, hace casi un siglo, Alemania
invadió y destruyó Bélgica bajo el falso pretexto de defenderse de Francia,
violó todos los tratados internacionales, dada la neutralidad de aquel pequeño
país (las agresiones alemanas tienden históricamente a tomar como primer blanco
a los países más débiles). Sin ningún escrúpulo, el canciller alemán declaró en
el Parlamento: “La ilegalidad que practicamos debemos procurar repararla en
cuanto hayamos alcanzado nuestro objetivo militar. Cuando se está amenazado y
se lucha por un bien supremo, cada cual se gobierna como puede”.
Esta arrogancia
no excluye cierta magnanimidad, siempre que las víctimas se porten bien. En la
nota que la Cancillería alemana le envió a la Cancillería belga el 2 de agosto
de 1914 –un documento que quedará en la historia como un monumento a la mentira
y la felonía internacional– constan las siguientes condiciones: “3. Si Bélgica
observa una actitud benévola, Alemania se compromete, de acuerdo con las
autoridades del gobierno belga, a comprar con dinero contado todo lo necesario
para sus tropas y a compensar los daños causados en Bélgica por las tropas
alemanas. 4. Si Bélgica se comporta de un modo hostil a las tropas alemanas y
si, especialmente, plantea dificultades a su marcha... Alemania estará
obligada, con gran disgusto suyo, a considerar a Bélgica como a un enemigo”. Es
decir, si, como diríamos hoy, los belgas eran buenos alumnos y se dejaban
utilizar por los intereses alemanes, su sacrificio, aunque injusto, recibiría
una hipotética recompensa. De lo contrario, sufrirían sin compasión ni piedad.
Como sabemos, Bélgica, inspirada por el rey Alberto, decidió no ser buena
alumna y pagó por eso el elevado precio de la destrucción y las masacres, una
agresión tan vil que se conoció como la “violación de Bélgica”.
Dada esta
superioridad über alles (sobre todos), humillar la arrogancia alemana siempre
ha implicado mucha destrucción material y humana, tanto de los pueblos víctimas
de esa arrogancia como del pueblo alemán. Claro que la historia nunca se repite
y que Alemania es hoy un país sin poder militar, gobernado por una democracia
bien consolidada. Pero tres hechos perturbadores obligan a los demás países
europeos a tener en cuenta la historia. En primer lugar, es perturbador
verificar que el poder económico alemán se ha convertido en fuente de una
ortodoxia europea que beneficia unilateralmente a Alemania, al contrario de lo
que ésta quiere hacer creer. También en 1914 el gobierno imperial pretendía
convencer a los belgas de que la invasión alemana era para su bien, “un deber
imperioso de conservación”, y que “el gobierno alemán lamentaría vivamente que
Bélgica considerara (a la invasión) como un acto de hostilidad”, como está
escrito en la infame declaración ya mencionada. En segundo lugar, son
perturbadoras las expresiones de prejuicio racial de la opinión pública alemana
en relación con los países latinoamericanos. Traen a la memoria al antropólogo
racista alemán Ludwig Woltmann (1871-1907), quien, disconforme con el genio de
algunos latinos (Dante, Da Vinci, Galileo, etc.), intentó germanizarlos. Se
cuenta, por ejemplo, que le escribió a Benedetto Croce para preguntarle si el
gran Gianbattista Vico era alto y de ojos azules. Ante la respuesta negativa,
no se desconcertó y replicó: “Sea como fuere, Vico deriva evidentemente del
alemán Wieck”. Hoy todo esto parece ridículo, pero viene a la memoria, sobre
todo, teniendo en cuenta un tercer hecho perturbador. Una encuesta realizada
hace poco más de un año entre estudiantes de escuelas secundarias alemanas
(jóvenes de entre 14 y 16 años) reveló que un tercio no sabía quién fue Hitler
y que el 40 por ciento estaba convencido de que, desde 1933, los derechos
humanos siempre fueron respetados por los gobiernos alemanes.
* Doctor en
Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y
de Wisconsin (EE.UU.).
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