Someter nuestros saberes
a la crítica de los “condenados de la Tierra”, aceptar que ellos y ellas tienen
otros saberes no menos ni más valiosos que los nuestros, supone un doble
ejercicio: de humildad y de compromiso. Humildad para aceptar las limitaciones
de nuestros mundos y saberes, para estar dispuestos a aprender de lo diferente
cuando sus portadores (y portadoras) son gentes comunes del color de la tierra.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
En principio todos
estamos contra el colonialismo y contra el patriarcado. Todos defendemos la
necesidad de la descolonización y la lucha antipatriarcal, tanto en el
pensamiento crítico como en la actividad concreta. Es casi imposible encontrar
personas, por lo menos en la izquierda y en los movimientos, que defiendan el
machismo y el eurocentrismo colonialista. Sin embargo, las cosas no son tan
sencillas cuando se trata de aceptar que el otro, y la otra, son sujetos
autónomos. Sobre todo si son indios, negros y pobres.
El colonialismo se nos
cuela en el alma y en el cuerpo alentado por inercias tan invisibles como el
propio patriarcado. Las opresiones, a diferencia de la explotación, no pueden
medirse como se mide la tasa de ganancia o la plusvalía. Son relaciones que nos
atraviesan, nos modelan, están tanto fuera como dentro de nosotros y, por lo
tanto, no se pueden combatir sin involucrarse integralmente. Sin embargo, la
opresión es tan estructural como la explotación capitalista y sus efectos no
son menos dañinos.
El sociólogo
puertorriqueño Ramón Grosfoguel recupera parte del análisis de Frantz Fanon,
quien divide el mundo en dos: “la zona del ser y la zona del no ser”. El
complejo entramado de jerarquías de poder puede, en última instancia, reducirse
a dos jerarquías que son las que determinan las demás. La opresión racial es el
nudo que permite distinguir ambas zonas. Mientras en la zona del ser se
reconoce la humanidad de las personas, en la del no ser esa humanidad es
negada.
Pero lo fundamental es
cómo el sistema gestiona los conflictos en cada zona: “En la zona del ser se
usan regulación y emancipación y en la zona del no ser utilizan violencia y
desposesión”, señala en una notable entrevista titulada “¿Cómo luchar
decolonialmente?” ( Diagonal, 1/4/13). De esa afirmación deduce la
necesidad de “teorías críticas diferenciadas que den cuenta de las experiencias
histórico-sociales diferenciadas entre zona del ser y zona del no ser”.
Por lo tanto, pretender
aplicar las lógicas emancipatorias nacidas en las luchas de los oprimidos de la
zona del ser, o sea las concepciones revolucionarias del norte, a la zona del
no ser, es tanto como actuar colonialmente. La izquierda blanca aplica un
aparato teórico antiesencialista que cuestiona las identidades –dice
Grosfoguel–, imponiendo de ese modo su cosmovisión, que necesariamente aplasta
o desplaza las cosmovisiones no occidentales. “Para un oprimido arriba de la
línea de lo humano (proletario, mujer, queer, nacionalidad, occidental,
etcétera), la violencia es una excepción en tu vida”.
No puede existir una
teoría revolucionaria única para todo el mundo, ni una sola estrategia válida
en todo tiempo y lugar. Por otro lado, es evidente que los “afortunados de la
Tierra” y los “condenados de la Tierra” no están divididos por fronteras
nacionales y que a menudo viven en un mismo Estado-nación. Las crisis también
los afectan de modo diferente, entre otras cosas porque “hay un 80 por ciento
de la población de la humanidad que ha estado viviendo en crisis por 500 años”.
Grosfoguel dice que
quienes somos blancos y nacimos en la zona del ser no debemos pretender que lo
entendemos todo, que nuestras ideas y visiones no son universales, que debemos
ser más humildes y estar dispuestos a reconocer la particularidad y limitación
de nuestro marco conceptual. Quienes nos formamos en el marxismo, ¿estamos
dispuestos a aceptar la carga de colonialismo que supone aplicar ciertas
categorías y estrategias ante cualquier situación y en relación con todos los
sujetos?
Ciertos conceptos, formas
organizativas y modos de hacer nacidos en el combate de la clase trabajadora
occidental no deben ser aplicados en toda circunstancia, a riesgo de actuar de
modo patriarcal y colonizador. Cuando la Internacional Comunista trasladó a
China el mismo esquema de acción nacido en Europa, y promovió las
insurrecciones obreras de Cantón y Shanghai, en 1926 y 1927, cosechó la
indiferencia de las mayorías, que no se mostraban dispuestas a aceptar la
“dirección” del proletariado. Fue Mao quien dio un giro a la lucha
revolucionaria china al colocar al campesinado en el centro de la acción y de
los modos de hacer la guerra.
En América Latina nos
encontramos con pueblos que siempre tuvieron una relación de exterioridad con
los estados y aún siguen viviendo y soñando por fuera de la relación estatal.
Sienten el Estado-nación como herencia colonial y ni siquiera están cómodos
dentro del molde del Estado plurinacional que, dicen, pretende refundar los
viejos estados coloniales. Los kataristas bolivianos que suelen expresarse,
entre otros, a través del periódico Pukara, sostienen un importante
debate sobre la actualidad del colonialismo, al igual que los historiadores
mapuches.
¿Estamos dispuestos a
revisar los sentidos comunes heredados, como hizo Marx en su intercambio con
los populistas rusos, de quienes aprendió que la comunidad rural podía ser el
hilo conductor de una transición hacia el socialismo sin pasar por el
capitalismo, como pensaba en ese momento toda la izquierda europea? La
actualidad de esa polémica estriba en una ética radical que le permitió a Marx
aprender de los pueblos “atrasados”.
Someter nuestros saberes
a la crítica de los “condenados de la Tierra”, aceptar que ellos y ellas tienen
otros saberes no menos ni más valiosos que los nuestros, supone un doble
ejercicio: de humildad y de compromiso. Humildad para aceptar las limitaciones
de nuestros mundos y saberes, para estar dispuestos a aprender de lo diferente
cuando sus portadores (y portadoras) son gentes comunes del color de la tierra.
Compromiso porque a esos
saberes no se accede en los lustrosos salones de la academia, ni en las cómodas
butacas de las instituciones. Asimilar esos saberes requiere compartir los
dolores y las fiestas, las caminatas y las celebraciones de los de más abajo,
en sus territorios y en la medida de sus tiempos. Desde tiempos remotos a esa
actitud la llamamos militancia.
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