Cada vez que Estados
Unidos ha percibido un debilitamiento de la dominación y de su hegemonía, el “desarrollo” ha sido el recurso ideal para avanzar una
política de doble rostro: uno amable, para gobiernos y aliados políticamente
endebles, pero funcionales a sus proyectos; y otro rostro férreo, hostil e
injerencista, para aquellos gobiernos que avanzan procesos mucho más
autónomos, soberanos y preocupados por la justicia social y la redistribución
de la riqueza.
Más allá del surrealismo tropical que dejan, por ejemplo, las imágenes de una pequeña ciudad cuasi ocupada durante varios días por sus propias fuerzas de seguridad, como resultado de un operativo que incluyó el despligue de más de 1000 policías, agentes del servicio secreto de los Estados Unidos, el sobrevuelo invasivo de los helicópteros Black Hawk, el cierre de vías de tránsito público y el adoctrinamiento permanente de los medios de comunicación hegemónicos, la gira del presidente Barack Obama a Costa Rica –y también a México- no deja más que la constatación de un cambio en la retórica oficial, ahora dominada por el “desarrollo”. Sin acuerdos concretos ni declaraciones para firmar, la presencia de Obama en San José fue una puesta en escena del poder y sus oficiantes, minuciosamente diseñada para el teleconsumo masivo, y bajo un lema –“Unión en la prosperidad”- absolutamente inapropiado, por cínico, para ser propuesto en una de las regiones más desiguales y violentas del mundo.
Tanto en México como en
Costa Rica, el presidente Obama apeló a sus habilidades persuasivas para
instalar la idea de que la nueva prioridad de su gobierno es el comercio, las
inversiones y la cooperación, y no necesariamente la seguridad nacional y la
guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado. No obstante, la propia
prensa y los analistas estadounidenses reconocen que estos últimos seguirán
siendo temas prioritarios, a pesar del intento deliberado por relegarlos a un
segundo plano, probablemente ante el más que evidente fracaso de una estrategia
que solo en México dejó más de 60 mil muertos durante el último sexenio.
Por supuesto, no debe
pensarse que este giro discursivo implica transformaciones reales en la
política económica y militar imperialista de los últimos 15 años para México,
América Central y el Caribe, signada básicamente por los tratados de libre
comercio (favorables al gran capital extranjero), el aumento de la presencia
policial/militar (como lo demuestra la instalación de academias policiales,
bases militares y los convenios de patrullaje marítimo), y una descomunal
colonización cultural, con incidencia directa en la vida política de nuestras
sociedades. Todos estos, que son pilares
tradicionales de la dominación estadounidense en América Latina, se
mantienen invariables y con tendencia a profundizarse.
Por eso, el hecho de
que la administración Obama recurra ahora a un concepto tan desgastado y
polémico como el de “desarrollo” –con toda su carga ideológica, que remite a
los debates decimonónicos entre civilización
y barbarie- para reformular su política exterior en el continente, tiene un
trasfondo que supera, por mucho, el simple entusiasmo que despiertan las
promesas desarrollistas entre la desprestigiada y deslegitimida clase política
mexicana, centroamericana y caribeña.
Desde nuestra
perspectiva, apreciamos un paralelismo histórico: en la década de 1960, Estados
Unidos recurrió a la Alianza para el Progreso como propuesta económica para
contener la eclosión de movimientos políticos y sociales con propuestas
revolucionarias en América Latina, estimulados por el ejemplo triunfante de la
Revolución Cubana; sin embargo, aquel trato, que supuso un compromiso con la
pretendida defensa de los intereses
estadounidenses, también fue la mampara con la que se cubrieron las
verdaderas intenciones de Washington: poner fin a la ebullición emancipadora
y exterminar –literalmente- a dirigentes
políticos, líderes sociales y militantes de ese amplio arco de fuerzas sociales
que incluyó desde las organizaciones revolucionarias hasta los teólogos de la
liberación.
Medio siglo después, en
una coyuntura semejante en términos del rumbo político latinoamericano, y en
medio de una severa crisis económica interna, el presidente Obama quiere evitar –quizás tarde-
un mayor deterioro de la influencia estadounidense en la región, especialmente
a partir del ascenso de los gobiernos progresistas y nacional-populares en la
primera década del siglo XXI, y a la vez, procura garantizarse los espacios de
acumulación capitalista, así como los recursos naturales y humanos necesarios
para su explotación, frente a la competencia que representan las llamadas
economías emergentes, en particular la de China.
Es decir, cada vez que
Estados Unidos ha percibido un debilitamiento de la dominación y de su
hegemonía, el “desarrollo” ha sido el recurso ideal para
avanzar una política de doble rostro: uno amable, para gobiernos y aliados
políticamente endebles, pero funcionales a sus proyectos; y otro rostro férreo,
hostil e injerencista, para aquellos
gobiernos que avanzan procesos mucho más autónomos, soberanos y
preocupados por la justicia social y la redistribución de la riqueza. Como
muchos de los que hoy tenemos en América del Sur.
Político hábil y
aventajado en el arte del gatopardismo, el mandatario estadounidense sabe cómo
despertar ilusiones de cambio para que nada cambie. Engañarnos sobre el
imperio, caer de nuevo en la seducción del "progreso" y el "desarrollo", cederle al
imperialismo tan siquiera un tantito así,
sería el mayor error en esta hora de nuestra América.
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