Desconectado
del drama ciudadano, el gobierno flota a la deriva en el espacio sideral.
Estamos solos, convencidos de la inutilidad de las gestiones oficiales y
atenidos a los escasos recursos del resuelve individual.
De un
tiempo para acá, como que se ha disparado el morbo puertorriqueño. Las notas
rojas de los medios recogen incidentes cada vez más grotescos y siniestros.
¿Será esa proliferación de atrocidades un efecto secundario del huracán? ¿Será
que la crisis de la deuda ha hecho estallar un volcán de pus social? ¿O será
este brote de infamias otra simple expresión del salvajismo de la especie?
A
diario, desfilan ante nuestros ojos las escenas de un “reality show” de horror.
Mujeres tiroteadas frente a sus hogares. Cadáveres achicharrados en baúles de
automóviles. Parejas encañonadas a la salida de un cine. Invasiones domésticas
por gangas encapuchadas. Tomas de rehenes en habitaciones de hoteles.
Violaciones a mansalva en cualquier rincón. Sin olvidar la mala racha de
“carjackings” y los atropellos descarados de peatones en las carreteras.
La
erosionada noción de “ley y orden” ha dado paso a un ambiente de impunidad. A
falta de policías, patrulla el maleante. A falta de estadísticas, se descuentan
los delitos. A falta de investigaciones, se caen los cargos. La semana pasada,
un agente emigrado a la Florida nos ofrecía por radio un consejo escalofriante:
“Arranquen a comprarse un rifle superpotente y matricúlense en un club de tiro
que no hay más na”.
Desconectado
del drama ciudadano, el gobierno flota a la deriva en el espacio sideral.
Estamos solos, convencidos de la inutilidad de las gestiones oficiales y
atenidos a los escasos recursos del resuelve individual. De vez en cuando, un
reportaje publicado en Estados Unidos destapa algún asunto embarazoso que
desata el pánico gubernamental. Surgen amagos de ímpetu y aspavientos de
indignación. Pero, al fin y al cabo, la inercia gana la partida y todo se queda
igual.
El caos
alcanza dimensiones absurdas. El ejemplo más concluyente es el escándalo del
conteo de muertos durante el período posmariano. Escándalo solo superado por el
del tapón fúnebre de Ciencias Forenses y sus furgones rebosantes de cuerpos
descompuestos. Ya mismo aparecen los pobres patólogos importados a intentar
organizar ese revolú macabrón. Ojo, señores, hay que evitar morirse en la casa,
no vaya uno a recalar en una de esas morgues ambulantes empaquetado y congelado
por la eternidad.
Lo
insólito ha terminado por suplantar a lo “normal”. Bendito, hasta los animales
juegan su papel en esta sórdida serie criminal. Una mascota es asesinada a
machetazos por su dueño. Una extraña reencarnación del chupacabras desangra a
diecisiete gallos. Los caimanes hipermultiplicados en las aguas del río La
Plata siembran el terror en los vecindarios. Y los recién legalizados perros
pitbulls cooperan en el robo de celulares y supervisan atracos en los
restaurantes de comida rápida.
Ni en
la playa se puede bajar la guardia. Imagínese por un instante que usted está de
pasadía familiar. De pronto, a pasos de su caseta, un individuo rabioso golpea
y jamaquea a su compañera a plena vista de los presentes. Mudos y pasmados ante
el abuso, los espectadores no reaccionan. ¿Llamaría usted al 911? ¿Saldría en
defensa de esa mujer tendida en la arena como una muñeca rota? El desenlace de
un gesto solidario es incierto. Usted podría recibir insultos, resultar
lesionado, perder la vida en el intento. Y pocos son los que tienen el valor y
el arrojo del senador Juan Dalmau.
Riesgos
de otra índole acechan. Imagínese ahora que usted va a cenar con su hija en una
pizzería de su pueblo. A su regreso al carro, alguien lo detiene. Es un
policía, emperrado en hacerle la prueba de alcohol en el aliento. Confiado en
su sobriedad, usted accede. El policía le anuncia el resultado sin mostrárselo
y, cuando usted reclama, procede a encajarle y apretarle las esposas. El
arresto del líder ambientalista Arturo Massol en circunstancias similares ha
revivido ingratos recuerdos de aquella época oscura en que se fabricaban casos
para intimidar o desprestigiar a los disidentes políticos.
Experiencias
como las referidas producen un quiebre en la sensibilidad. El mundo conocido se
vuelve frágil, inquietante, peligroso. Si al asedio de lo imprevisto se suma la
inseguridad de las expectativas, la cotidianidad se convierte en sobresalto
permanente. Ante un horizonte tan cerrado, los protocolos de sobrevivencia
llegan a ser agobiantes.
Bueno,
tampoco es que sobren las opciones. No salir de noche, bunkerizar el hábitat,
mudarse a una urbanización amurallada. Socializar en las redes. Entregarse a
Netflix. Aprender artes marciales. Repetir a saciedad los mantras del
pensamiento positivo. Practicar yoga al arrullo de las balaceras. Contratar un
guardaespaldas. Convencerse de que existen peores sitios para vivir. O comprar
un pasaje de avión para ese país de ensueño donde el racismo crónico y los
locos armados también saben matar.
Sí,
ya sé. El coloniaje prolongado deforma la percepción. Lo bueno de ser pesimista
es que uno nunca sufre decepciones. Y que siempre cabe, contra todo instinto
sombrío, la posibilidad de una feliz equivocación.
* Ana
Lydia Vega es escritora puertorriqueña.
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