Ahora habrá que prepararse para enfrentar saña y
sarcasmo si en la nueva Constitución no quedara ninguna referencia explícita a
los ideales del comunismo. Pero de donde este no se debe excluir es del
pensamiento revolucionario, de las aspiraciones de un futuro plenamente
equitativo, aunque se prevea lejano.
Luis Toledo Sande / La Pupila Insomne
La Cuba
revolucionaria tiene la responsabilidad de actuar con el mayor tino y la mayor
voluntad de justicia. Sería iluso que intentara complacer a sus enemigos, dados
a encontrar o fabricar asideros para desaprobarla y calumniarla. Hasta la
acusan, por ejemplo, de no luchar contra la pobreza, sino contra la riqueza, a
pesar de todo lo hecho desde 1959 para transformar el país y librar de la
miseria a gran parte de la población que la sufría en zonas rurales y en
ciudades, con lo cual vino a cumplir el programa trazado en La historia
me absolverá, que el título del presente artículo recuerda con la alusión
al modo como allí expresó Fidel Castro su revolucionario concepto de pueblo.
Habrá quienes
—en el propósito de idealizar a la neocolonia— prefieran desconocer esa
realidad, y la preferencia puede hallar eco hasta en personas beneficiadas por
la Revolución al revertir la miseria que no solo se expresaba en el plano
material, con hambre, enfermedades, carencia de recursos para vivir con decoro.
Se daba igualmente en el espiritual, dañado por el analfabetismo y otros grados
de la ignorancia que afectaba sobre todo a los sectores más pobres. La Campaña
Nacional de Alfabetización, básica para el desarrollo de los gigantescos planes
educacionales acometidos desde el triunfo de 1959, fue una gran victoria
popular alcanzada a finales de 1961, año en que había enfrentado la invasión
mercenaria en Playa Girón.
Los logros en
el terreno de la educación marcharon junto con las grandes conquistas en la
salud pública, y unos y otros constituyen expresiones objetivas de la riqueza
de carácter colectivo que benefició a la población en su conjunto, en especial
a los más humildes. Ambos frentes deben reconocerse como estratégicos en todo
cuanto concierna al avance de la nación: sin un pueblo sano e instruido no hay
economía garantizada, ni equidad verdadera. Los logros en la educación, la
cultura y la salud, como los alcanzados en el desarrollo vial, industrial y agropecuario
—también índices de riqueza— han demandado esfuerzos e inversiones enormes en
medio de la hostilidad del imperialismo para derrocar a la Revolución.
En esa
hostilidad se inscribe el bloqueo económico, financiero y comercial que tiene
casi la misma edad de la Revolución y sigue vigente, y también hechos de
violencia armada, no únicamente la mencionada invasión, que el pueblo
uniformado aplastó en poco más de sesenta horas. Por gran parte del territorio
nacional se expandieron las bandas, también mercenarias,y asesinas, derrotadas
igualmente por el pueblo.
Las
agresiones las patrocinaba, CIA y cómplices mediante, el gobierno de la
potencia imperialista que en 1898 le arrebató a Cuba la independencia para
imponerle un régimen neocolonial, y que aun la ofende ilegalmente con una base
naval que viola su soberanía y desoye su voluntad. Desde esa base —cuya sola
presencia constituye una agresión permanente— se han segado a fuego vidas
humanas, y hace años incluye una cárcel donde las autoridades del imperio
cometen hechos repudiados por la humanidad.
A pesar de
todo lo que aquí se resume apretadamente, la Revolución significó un profundo
cambio de vida para la gran mayoría, que hasta 1958 había sido desfavorecida en
todos los órdenes. Exigir que la Revolución avance como si actuara en medio de
circunstancias favorables sería, cuando menos, un acto de ceguera, pero abundan
además las malas intenciones. Sostener que Cuba no ha luchado contra la pobreza
se ubica en infundios comparables con el que significa decir que nada ha hecho
por la emancipación de la mujer, o contra la discriminación racial, esa
herencia que vino de la esclavitud y se reforzó en una República sojuzgada por
los Estados Unidos, donde aun campea el llamado supremacismo, con la tétrica
estela del Ku Klux Klan.
Mucho han
dicho y hecho los enemigos de Cuba para desacreditar una obra que, pese a los
obstáculos que se le han opuesto, ha sido el logro más alto de la nación cubana
en la búsqueda de la justicia social. Los empeños enfilados a denigrarla son
múltiples y abarcadores. Por un lado, se le acusa de no haber alcanzado la
equidad que ha de seguir siendo uno de sus propósitos rectores; y, por otro
—aunque a veces lo hacen las mismas voces que propulsan la anterior mentira—,
se le repudia lo que se califica, sin más, de lucha contra la riqueza.
La voluntad
de construir el socialismo implica oponerse a la riqueza ilícita, a la
concentración de medios de propiedad privada que podrían generar una fuerza
opuesta a los ideales socialistas. Los intereses de esa fuerza no serían los
del bienestar colectivo, social, que la Revolución ha defendido y mantiene en
la médula de su proyecto a pesar de las dificultades contextuales que enfrenta.
Ella no se desarrolla en condiciones idílicas, sino en un mundo marcado por
desmontajes del socialismo en distintos lares, y por el fomento de la
agresividad característica de un imperio que, aunque empeñado en no
reconocerlo, se sabe en decadencia y, por eso mismo, puede ser más peligroso
aun.
Quienes
protagonizan los ataques contra la Revolución Cubana —ya sean abiertos o
velados, y no se deben olvidar lo que en otras partes son las llamadas guerras
de baja intensidad o de cuarta generación, o los supuestos golpes blandos— no
abogan de veras por rectificar errores, contra los cuales la propia Revolución
es la primera en actuar, sino por el triunfo de otro modelo de sociedad. Para
ese modelo sería natural la acumulación de las riquezas, obtenidas de cualquier
manera, en pocas manos. Eso es lo que había en la Cuba anterior a 1959, donde,
por añadidura, los millonarios vernáculos estaban sometidos a la voluntad del
imperio, erigido como el propietario mayor, y es lo que abunda en los países
capitalistas. Contra esas realidades se desató el 26 de julio de 1953 una nueva
etapa en las luchas revolucionarias cubanas, que dio el triunfo de l959.
No hay por
qué asombrarse, pues, de que algunas voces que le impugnan a Cuba el no haber
podido alcanzar la equidad que no se ha logrado en ninguna parte del mundo,
sean también defensoras del desafuero de las riquezas. Por ese camino, y desde
la aspiración de que el país renuncie a los ideales de justicia social, también
proclaman que quienes trabajan en el sector estatal cubano—ya sean
profesionales de la enseñanza, de las ingenierías, de las ciencias en general,
del periodismo o de otras esferas— nunca llegarán a recibir salarios que les
haga llevadera la vida y les cree condiciones favorables para luchar
efectivamente contra las ilegalidades.
En este punto
sería aconsejable reflexionar sobre algunos hechos. Uno de ellos remite a una
expresión que fue familiar en la sociedad cubana, y hoy apenas se oye: “ser
pobre, pero honrado”. Ante el posible olvido parece necesario considerar
algunos elementos, y vale empezar por la insuficiente defensa o mala
administración de la propiedad social, que no tiene por qué ser fatalmente
improductiva, y en no pocos casos ha confirmado su eficacia, aparte de que a
ella le debe Cuba sus mayores logros. Añádase que la Revolución, con las
virtudes que debe mantener, se propuso que quienes vivían en la penuria
adquiriesen conciencia de esa realidad y la rechazaran para siempre.
Antes de
1959, como en busca de sufrir menos sus condiciones de vida, tal vez los más
pobres ni siquiera se planteaban qué eran las penurias: por lo general las
vivían como condena diaria del destino, y ya. La Revolución vino a cambiarles
la realidad material y los conceptos, y —acto de dignidad que ha de continuar
cultivándose— a establecer que nadie merece vivir en la miseria. Eso pudiera
explicar la existencia de grandes cualidades en el seno de la población, y
también de indeseables resquicios que violan el respeto a la propiedad social y
sus frutos, y minan la economía, con lo cual se erigen de hecho en enemigos de
la equidad que, en el socialismo, debe sustentarse en un principio no
plenamente justo, porque avala grados de desigualdad, pero es ineludible:
aporte cada quien según su capacidad, y reciba de acuerdo con su trabajo.
Los desafíos
son serios, graves; pero a la Revolución no le queda otro camino digno que no
sea enfrentarlos con el ánimo de vencerlos o, en el menos satisfactorio de los
casos, dar la lección del mayor y mejor esfuerzo hecho en pos de cumplir los
reclamos insoslayables. Pero hay quienes vaticinan que el intento de aplicar
los ideales socialistas impide que en los dominios de la propiedad social se
tengan salarios justos.
Frente a
semejante campaña es aun más inexcusable que los resultados de la política
tributaria, pensada para favorecer el desarrollo de la nación y la distribución
de riquezas—y cuya eficacia peligra si no se erradica la corrupción en todos
los terrenos—, se expresen concretamente, y cuanto antes, en la elevación de
los salarios de quienes laboran en el ámbito de la propiedad social. Ese logro
dejaría sin argumentos a enemigos de la Revolución, y a personas confundidas
por las limitaciones que se han padecido y se padecen, pero lo más importante
es que propiciaría satisfacer las necesidades del pueblo y ratificarle razones
para la justa esperanza.
Se sabe que
en cuestiones sociales la voluntad de acción es imprescindible, aunque no baste
para vencer obstáculos. Propósitos como los defendidos en el presente artículo
pueden entorpecerlos las circunstancias de un mundo en que el imperialismo
sigue desplegando sus prácticas criminales y la injusticia social prospera,
hechos que lo agravan todo. Contra el logro de la equidad actúan no solo
tradiciones en que resulta difícil escindir hasta dónde llegan las justas
aspiraciones personales y dónde empiezan las ambiciones opuestas a la justicia
social, y ante eso leyes y educación están llamadas a desempeñar una función
primordial.
Todo puede
complicarse cuando entra en acción el ineludible mercado, que no es sensato
satanizar ni idealizar para saber —lo muestra la vida— hasta dónde puede llegar
si se le deja suelto. Al hablar hoy de enriquecimiento y de fuentes lícitas
para lograrlo, suelen mencionarse actividades en las que, por su naturaleza, se
desempeñan minorías: el deporte y el arte. En este último las ganancias no
siempre responden necesariamente a jerarquías cualitativas, ni benefician por
igual a todas las manifestaciones. Notables cantantes líricos y concertistas
pueden ganar muchísimo menos que algunos músicos de dudosa valía y discutible
importancia pero que medran en otras manifestaciones.
En el
deporte, no cabe obviar que frecuentemente las grandes ganancias obtenidas en
él se deben también más a la inserción de las prácticas deportivas en una
maquinaria mercantil de espectáculo y publicidad —en vez de contrataratletas
suele decirse comprarlos— que a la importancia intrínseca de dicha
práctica para el devenir humano. ¿Es más valioso un gol en el fútbol que una
exitosa operación de neurocirugía, por ejemplo? Y en la Cuba revolucionaria la
aceptación de tales contratos no fue un frutoespontáneo de la voluntad de la
Revolución: se debió a que, en el contexto internacional, bajo el influjo del
mercado, no fue posible mantener el modelo de deporte defendido durante décadas
y que el líder de la Revolución fue el primero en propulsar.
Es harto
compleja la realidad que tiene ante sí una nación guiada por la finalidad de
construir el socialismo sin ceder a las adversidades. Pero es tal el peso de
estas que dicha finalidad en sí misma es, dígase con José Carlos Mariátegui, un
acto de creación heroica. Cuando en condiciones que eran o parecían
más favorables para la edificación socialista, desde distintos ángulos —entre
ellos, y no era ni es de extrañar, el de sus enemigos más pertinaces— se le
criticaba a Cuba que expresase su voluntad comunista cuando aun no se divisaba
con certeza la posibilidad de que el socialismo triunfase.
Ahora habrá
que prepararse para enfrentar saña y sarcasmo si en la nueva Constitución no
quedara ninguna referencia explícita a los ideales del comunismo. Pero de donde
este no se debe excluir es del pensamiento revolucionario, de las aspiraciones
de un futuro plenamente equitativo, aunque se prevea lejano. Tal omisión sería
impropia en un país que, frente a tantos cambios de casaca y traiciones vistos
en el mundo, ha mantenido hasta el nombre de Partido Comunista para la
organización que se reconoce como fuerza política rectora. Se trata de
conceptos fundamentales para el cultivo de una cultura de la equidad cuya
defensa no puede dejarse para cuando la construcción del comunismo sea o
parezca fácil de lograr en un planeta que podría destruirse antes.
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