La
democracia no puede quedarse inactiva. Así como se reaccionó a la presión de
golpes militares en otro momento histórico y se dejó atrás la doctrina de la
seguridad nacional, habrá que inventar, reglamentar e imponer los dispositivos
institucionales para el control social (colectivo y plural) del accionar de
medios hegemónicos, así como de fiscales y jueces abanderados de la acción
política facciosa.
Roberto
Follari / Página12
No es
todo el Poder Judicial ni mucho menos, pero con un sector influyente basta. Lo
demuestran Brasil, Ecuador, la Argentina. Si se quiere desestabilizar un
gobierno popular, o satanizar una postura popular que se enfrenta a un gobierno
del establishment, la persecución a la corrupción (real o inventada, poco
importa) es el mecanismo ideal. La población cree que el Poder Judicial es la
justicia, y no entiende de procedimientos jurídicos. Si lo ilegal proviene de
los guardianes de la legalidad, no lo percibe. Acusar, allanar, perseguir,
enjuiciar y encarcelar a políticos que hayan formado parte de gobiernos
populares funciona con gran eficacia, pues a la vez sirve como mecanismo de
desprestigio público y de disciplinamiento personal con alcance social.
Acusar
de corrupción es la exitosa fórmula para encorsetar la democracia, fórmula
obviamente sospechosa de provenir desde organismos de estrategia del Norte. La
corrupción encuentra fácil condena social, y ahoga la discusión propiamente
política. Ya no se discutirá qué gobierno o modelo de país es mejor, sino dónde
están los corruptos. El sector cómplice dentro del Poder Judicial hará la parte
jurídica y dirigirá la policial, mientras la TV (y otros medios,
secundariamente) se encargarán de repetir imágenes hasta el cansancio, que
humillen a estas personas, y que testifiquen –ya sea reales o muchas veces
supuestos– hechos de corrupción.
Ese
apoyo mediático es decisivo. La población cree que basta “ver para creer”.
Ellos vieron los bolsos de López, aunque no sepan cómo llegaron a estar allí.
No vieron, en cambio, el intento de arreglo de Macri con el Correo. Este último
implica 400 millones de dólares, las bolsas de López 9 millones. Pero las
imágenes ominosas de un ex funcionario en un monasterio, repetidas hasta el
hartazgo, obvian toda reflexión. La población cree que sabe quiénes son los
corruptos.
Para
peor, la población también cree saber que los hechos –muchas veces
inexistentes– de corrupción bastan para explicar las situaciones económicas o
políticas. Creen que la escala social es como la personal, y que 10 millones de
dólares cambian el rumbo de un país, cuando la deuda pública asumida por el
actual gobierno argentino en menos de tres años es de más de 100.000.000.000 de
dólares (cien mil millones). La corrupción es siempre detestable, pero no
explica nada sobre los grandes rumbos de la economía y la política. Sin
embargo, los operativos judicial-mediáticos “nos dicen” por cuáles hechos de
corrupción estamos mal, y así reemplazan la explicación conceptual/racional por
la verba primitiva del “se afanaron todo”.
Se
deslegitima la política –gran negocio para la derecha, que opta por el
automatismo del mercado–, y a la vez se sataniza a lo popular dentro de ella.
La corrupción de las derechas es habitualmente mucho mayor, en tanto es
estructural: sus miembros gobiernan mientras son dueños de las empresas que
licitan con su gobierno. Están de los
dos lados del mostrador. Pero esa corrupción es menos visible: no sólo porque
“los diarios no hablarán de ti”, sino porque los empresarios ya llegan ricos al
gobierno, y su potenciado enriquecimiento se hace menos perceptible desde el
llano, aun cuando pueda ser más cuantioso que el de cualquier político
profesional.
Esa
es la nueva forma de secuestro de la democracia: unos pocos fiscales y jueces
por un lado, suficientemente ligados –en su caso– al gobierno neoliberal de
turno. Una feroz campaña de ataque a los miembros de los partidos populares,
sobre todo si ya dejaron el gobierno, enjuiciándolos por pretendida corrupción.
Un cuidadoso silencio judicial sobre la corrupción de las derechas, excepto en
casos secundarios o que no afecten su poder. Y un copioso y espectacularizado
apoyo mediático a las denuncias, convirtiendo en demonios a los adversarios
políticos, y sometiéndolos a un tratamiento conforme a si lo fueran.
Los
procedimientos judiciales podrán tergiversarse, mientras la protección
mediática todo lo garantiza: no se hablará de esas anomalías de procedimiento
sino de la intrínseca y extrema maldad y corrupción que serían propias de los
políticos del campo popular, presentadas con zócalos, informaciones y
comentarios avergonzantes y vejatorios. Eso durante todo el día, a toda hora,
todos los días. Un bombardeo letal de imágenes y palabras en los medios, los
cuales están cuidadosamente autopresentados como “independientes”, contra la
pecaminosa tendenciosidad adscripta a los otros medios –siempre minoritarios–
que apoyan a lo popular.
Esta
es la receta. Nos es familiar a quienes la padecemos día a día en nuestros
países. No necesitamos la ratificación por quienes nos informan de que es una
estrategia diseñada en los Estados Unidos: la aparición simultánea y análoga en
diferentes sitios de la región lo deja claro.
Sólo
resta advertir que esto es una lesión brutal al sistema político, y una
agresión frontal a la democracia. Nadie votó a los medios (menos aún a sus
escasísimos propietarios), la ciudadanía no votó a los jueces. Se está
secuestrando a la democracia con actores que operan orquestadamente para
digitar gobiernos, actores que birlan la representación obtenida por el voto, y
cuya performance es arrasadora para el ejercicio de la voluntad social
mayoritaria.
La
democracia no puede quedarse inactiva. Así como se reaccionó a la presión de
golpes militares en otro momento histórico y se dejó atrás la doctrina de la
seguridad nacional, habrá que inventar, reglamentar e imponer los dispositivos
institucionales para el control social (colectivo y plural) del accionar de
medios hegemónicos, así como de fiscales y jueces abanderados de la acción
política facciosa.
No se
hará en unos días, ni en unos meses. Pero hay que tomar plena conciencia de la
situación, y empezar a construir metódicamente en ese sentido. Hay que hacerlo
aquí y en otros países del subcontinente, e incluso de todo el orbe. O se puede
poner en caja por vías institucionales a los encubiertos enemigos de la
representación popular, o ellos seguirán reemplazando la elección de los
ciudadanos por el antojo de sus exclusivos intereses sectoriales.
* El
autor es Doctor en Filosofía, Universidad Nacional de Cuyo.
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