Hacia finales
de este siglo China será el nuevo hegemón, sustituyendo a Estados Unidos como
líder del mundo, siendo la única duda si habrá guerra nuclear durante el
proceso. Resulta curioso que buena parte de las izquierdas del mundo observen
con simpatía o neutralidad este ascenso que tiende a convertir a China en una
nueva forma de imperialismo.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Los modos
como viene ascendiendo China en el escenario global son diferentes a los que
mantuvo Estados Unidos en una etapa similar, en particular en los primeros años
del siglo XX, cuando intervino militarmente en sus zonas aledañas o patio
trasero, en particular en el Caribe, México y Centroamérica. Por el contrario,
China se está convirtiendo en superpotencia sin violencia ni guerras, lo que marca
una diferencia notable; según las reiteradas declaraciones de sus dirigentes,
seguirá por el camino de la paz.
En segundo
lugar, la historia de China es bien diferente a la de las potencias hegemónicas
anteriores, Estados Unidos, Inglaterra, Países Bajos y Venecia. El país del
dragón sufrió invasiones de las potencias coloniales durante el siglo XIX y de
Japón en el siglo XX, lo que nos habla de una sociedad que sufrió los embates
del colonialismo y el imperialismo.
En contraste,
desde 1823 cuando la Doctrina Monroe proclamó que América Latina era
la esfera de influencia de Estados Unidos, la potencia ascendente realizó
50 intervenciones militares en la región, la mitad de ellas en la primera parte
del siglo XX. El objetivo era derrocar gobiernos que Washington consideraba
enemigos e impedir que personalidades o partidos contrarios a sus intereses
llegaran al poder.
La tercera
cuestión es que en su historia China nunca fue una potencia imperialista y se
limitó a defenderse más que a conquistar territorios. Fue un imperio
relativamente frágil y con graves problemas de orden interno, que debió
abocarse a resolverlos sin la capacidad de proyectarse hacia el exterior.
Sin embargo,
debemos atender otras razones que apuntan en sentido contrario.
La primera es
que China se ha convertido en una gran potencia presente en todos los rincones
del planeta, en una gran exportadora de capital con poderosos monopolios
estatales y privados, orientados por el Estado. Aunque en China no existe aún
una oligarquía financiera, como en los países occidentales, que representa el
dominio del capital financiero sobre el productivo, se registra una fuerte
tendencia en esa dirección, toda vez que el capitalismo chino se orienta por la
misma lógica que el capitalismo global.
Sin embargo,
la tendencia al predominio del capital financiero y a proteger las cuantiosas
inversiones en el exterior mediante formas por ahora diplomáticas de
intervención, se registran más allá de la voluntad declarada de sus
gobernantes. El ascenso pacífico de China mediante iniciativas como la Ruta de
la Seda y el plan Made in China 2025 para convertirse en líder tecnológico mundial,
están chocando con la respuesta de Washington que ha declarado una guerra
comercial.
El país
asiático está forzado a meterse en esa guerra, del mismo modo que debe
insertarse en el sector financiero global para internacionalizar su moneda, ya
que debe jugar con las reglas vigentes. A lo largo de este largo proceso de
ascenso, China va modificando su perfil, construyendo unas fuerzas armadas cada
vez más poderosas con capacidad de intervenir en todo el mundo, como lo
demuestra la rápida construcción de una flota de portaviones y cazas de quinta
generación.
La segunda es
que la cultura china es profundamente conservadora, con un sesgo patriarcal muy
potente. Sobre esta base está construyendo un gran Estado para el control de su
población, que llegará a instalar hasta 600 millones de cámaras de vigilancia
en su propósito de formar parte de lo que William I. Robinson denomina como “Estado policiaco
global”.
El
capitalismo digitalizado chino necesita sobrepasar a Estados Unidos en la
revolución industrial en curso, basada en la robótica, la impresión en 3D,
el Internet de los objetos, la inteligencia artificial, el aprendizaje
automático, la bio y nanotecnología, la computación cuántica y en nube, nuevas
formas de almacenamiento de energía y los vehículos autónomos. China ya es la
principal fuerza pro-globalización, que agudiza las tendencias hacia el Estado
policial global.
Por último,
creo que resulta imprescindible analizar la relación de la cultura política
china con los movimientos antisistémicos del mundo. Las tres fechas que los
movimientos celebramos en todo el mundo (8 de marzo, 1º de mayo y 28 de junio),
nacieron por las luchas populares en Estados Unidos y en países europeos, lo
que debe hacernos reflexionar.
No pretendo
insinuar que en China no existan tradiciones revolucionarias. La revolución
cultural orientada por Mao Tse Tung es un buen ejemplo. Pero esas tradiciones
no están jugando un papel hegemónico en los movimientos. Estamos ante un recodo
de la historia que nos impone buscar referencias, profundizando las luchas.
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