Los gobernantes democráticos fallaron
y fracasaron en producir una sociedad democrática y respetuosa de los derechos
humanos. Su democratización fue como la justicia a la “medida de lo posible”.
Una democratización a medias.
Juan Carlos Gómez Leyton / Para Con Nuestra América
Desde Santiago de Chile
Luego de leer "No
me lo pidan" de Paulina Veloso
(La Tercera, 05 agosto 2018), tengo el mismo convencimiento político de hace 30
años: solo la lucha social y política por la democratización integral y total
de las instituciones políticas y de los poderes del Estado, haría justicia a
los caídos durante la dictadura militar (1973-1990).
Nuestros muertos no merecían una
justicia en "la medida de lo posible" ni tampoco la miserable
democracia política que aquellos que violaron sistemáticamente los derechos
humanos, instituyeron. Esta no es nuestra democracia, es la de ellos, de
aquellos que hoy protegen a sus esbirros, asesinos y serviles lacayos.
Los responsables políticos de la impunidad y libertad de muchos violadores de los derechos humanos y de que nuestros desaparecidos sigan desaparecidos, son aquellos que durante 28 años fueron y han sido complacientes con las instituciones y políticas establecidas por los que avalaron y justificaron el "terrorismo de Estado" como una acción de defensa de los sagrados valores de la Patria, de Dios y de la propiedad privada.
Que hoy, a tres décadas de la derrota política del dictador, las instituciones políticas autoritarias sigan vigentes no es responsabilidad de ellos, sino de aquellos que asumieron la conducción política desde 1990 hasta la fecha, especialmente, de los gobiernos de la Concertación (1990-2010). Ellos cancelaron la lucha social y encerraron a los movimientos sociales populares en la jaula autoritaria de la Constitución Política de 1980. Los partidos políticos anti-dictatoriales se volvieron partidos conformes con la institucionalidad pinochetista. Los ejemplos sobran y la ciudadanía los tiene muy presente. Los partidos políticos, supuestamente, democráticos fueron financiados con dineros de un empresario pinochetista. La corrupción ética durante 28 años ha sido total entre aquellos que tenían la obligación de luchar por la verdad, la justicia y la reparación, no lo hicieron. Y, si hicieron algo, todo fue en la medida de lo posible y, sobre todo, haciendo enormes concesiones a las instituciones responsables de implementar el terrorismo de Estado durante 17 años.
Los gobernantes democráticos fallaron y fracasaron en producir una sociedad democrática y respetuosa de los derechos humanos. Su democratización fue como la justicia a la “medida de lo posible”. Una democratización a medias.
En efecto, la democratización que se
propusieron se redujo casi exclusivamente a las formas y prácticas del sistema
político. Nunca se propusieron la democratización del Poder Judicial, el
principal cómplice activo del terrorismo de Estado practicado por la dictadura.
Nunca se propusieron la democratización de las Fuerzas Armadas y de Orden.
Nunca se propusieron la democratización de las Universidades públicas, muchas
ellas siguen rigiéndose por decretos promulgados por la dictadura. Los
gobernantes elegidos democráticamente entre 1990-2010 y luego entre 2014-2018,
son políticamente responsables de lo que hoy nos ocurre como sociedad. Pues,
ellos dejaron que lo establecido por la dictadura cívico-militar siga vigente
38 años más tarde.
Si hoy vemos como los jueces de la
Corte Suprema, del Poder Judicial, les dan la libertad a los condenados por la
violación de los Derechos Humanos, no nos puede llamar la atención ni
sorprender, pues ellos son parte de ese poder que negó en su momento recursos
de amparos y negó protección y justicia a muchos de nuestros muertos y
desaparecidos.
El Poder Judicial desde el 11 de
septiembre de 1973 estuvo al servicio de la dictadura. Esta encontró entre los
jueces de la República de la época el mejor apoyo para su política de
exterminio político de los hombres, mujeres, niños y niñas que adherían y
apoyaban al gobierno de la Unidad Popular del Presidente Salvador Allende
(1970-1973).
Al Poder Judicial no se democratizo.
Solo gracias, a la presencia de algunos jueces, digamos democráticos, fue
posible hacer “algo” de justicia. Sin embargo, la estructura y la doctrina que
sostiene la justicia chilena ha sido, desde la instalación de la República,
profundamente conservadora, autoritaria, clasista, racista y patriarcal. Su
historia esta plagada de episodios jurídicos y políticos que lo prueban. El poder
judicial chileno no solo ha sido ciego sino también, silente, ante la violación
de los derechos humanos perpetrados por el Estado nacional a lo largo de los
208 años de vida independiente.
Políticamente, el poder Judicial
chileno ha sido antipopular, por excelencia, defensor acérrimo de los sectores
dominantes. Durante el gobierno popular y revolucionario de Salvador Allende,
bajo la presidencia de Enrique Urrutia Manzano (1972-1975), hicieron de la
Corte Suprema un opositor tenaz de las medidas impulsadas por el gobierno
popular. Ello explica, obviamente, que su actitud fue apoyar a la dictadura
militar. La misma actitud política pro dictadura y anti popular la mantuvo José
María Eyzaguirre (1975-1978) y, sobre todo, Israel Bórquez Montero (1978-1983).
Muchos de los actuales jueces son
herederos de las doctrinas jurídicas y política que esos ministros de la Corte
Suprema desarrollaron e impulsaron durante los 17 años de la dictadura. Los
jueces del poder judicial durante la dictadura fueron consecuentes con sus
posiciones políticas: eran genéricamente anti-izquierda, o sea, anti partidos
políticos que conformaban la Unidad Popular, sus militantes, adherentes y
simpatizantes eran el “enemigo interno” que había que exterminar. Y, ellos, no
los iban a proteger. Todo lo contrario, los dejaron morir, desaparecer,
torturar y exiliar.
Por tanto, que hoy los jueces de la
Corte Suprema, que no fue democratizada, sino que sigue siendo antipopular y
antidemocrática, otorguen la libertad condicional a los condenados por la
violación de los Derechos Humanos y que el gobierno del presidente Sebastián
Piñera y su ministro de justicia Hernán Larraín, vayan a propiciar un “proyecto
humanitario” destinado a favorecer a todos los condenados por crímenes de lesa
humanidad, no nos puede sorprender. Todo lo contrario, unos y otros tan solo
agradecen con estos actos jurídicos la labor prestada por aquellos hombres que
hicieron posible que Chile, como dijo la diputada de Renovación Nacional, fuera
de “salvado” del comunismo.
Por último, si, hoy el Poder Judicial
y el Gobierno del Estado de Chile, este en manos de los mismos que apoyaron a
la dictadura es responsabilidad histórica y política de aquellos que tranzaron
y acataron/sometieron a la institucionalidad política establecida por la
dictadura.
La sociedad chilena actual, no es
solo producto de la acción de la dictadura sino también de los gobiernos de la
Concertación y de la Nueva Mayoría.
La
libertad condicional de los cinco asesinos debe ser una bofetada en la cara a todas
y todos aquellos que han administrado el orden pinochetista desde 1990 hasta la
actualidad y debe ser también la oportunidad política para que los actores
políticos estratégicos democráticos puedan impulsar, conjuntamente con la
ciudadanía, la democratización del poder Judicial, para lograr la verdad, la
justicia y la reparación para todos nuestros muertos y detenidos desparecidos.
Ni perdón ni olvido, solo Verdad, Justicia y Reparación.
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