Los pueblos de Nuestra
América viven en un estado de violencia que no podrá ser superada si no se logra una salida pacífica, basada en un
compromiso político de largo alcance que ponga bases sólidas de la
institucionalidad democrática.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra
América
Pasada la Guerra Fría y
ya bien adentrados en el siglo XXI, los cambios políticos se aceleran debido a los avances espectaculares de la ciencia y la tecnología especialmente
en la comunicación. Todo lo cual repercute en la práctica política. La
violencia parece generalizarse; de ahí la tendencia a acelerar la espiral
armamentista con fines geopolíticos pero de raíces económicas. Siendo conscientes
de los peligros que esta situación mundial representa para la paz y el
bienestar de los pueblos, considero que nuestra
prioridad debe ser la de promover
los procesos democráticos de inspiración popular como respuesta al actual
contexto de polarización. Los signos que
nos llegan de todos los rincones del planeta son contradictorios.
Lo que sucede en
Europa, específicamente en España, que
vive la mayor crisis de su historia
después del fin de la tiranía franquista, lo mismo que el caso de Portugal, es
un ejemplo que nos llena de esperanza. No así lo que pasa en el Centro
de Europa, donde el fascismo se ha incrementado peligrosamente, como lo
prueban las elecciones en Alemania y en Austria, lo mismo que en la antigua Checoslovaquia y
Hungría. La xenofobia tiende a asentarse en el poder en Italia y Polonia, por
no decir en los Estados Unidos, donde Trump
sigue dando muestras de una deshumanización con los inmigrantes que solo
se veía en los tiempos de la Alemania nazi. El fundamentalismo político y religioso
se acentúa en el Israel de Netanyahu. En todos esos procesos, los mayores
logros libertarios de las revoluciones democráticas que se dieron durante el ascenso de la
burguesía, parecen seriamente amenazados; por lo que su defensa se convierte
hoy en día en un deber prioritario en las luchas políticas y sociales de quienes sueñan con un mundo
mejor para las actuales y futuras generaciones.
Otro tanto sucede en el
Continente Americano, donde Trump da muestras de una actitud contradictoria que
revela que ciertamente no es un político medianamente racional, pues su mayor
preocupación no va más allá de asumir los retos del momento sin otra
preocupación que lograr un cuestionable
e histriónico éxito con más efectos mediáticos que logros reales. Este panorama
en el que los sucesos, los logros, las esperanzas y las amenazas se suman sin
solución de continuidad, constituye el contexto que nos permite sopesar lo que
espera Nuestra América; luego de un período particularmente ominoso, los
avances democráticos que parecían verse consolidados, se han visto seriamente
amenazados en un nivel de gravedad que amenaza propiciar un retroceso a tiempos que parecían superados. Por todas
partes brotan alarmantes signos de
actitudes y discursos de inspiración fascistoide. Tal es el caso de los países del Cono Sur,
como Brasil, Paraguay, Argentina y Chile. Pero en medio de este preocupante
retroceso de los avances democráticos, surge el triunfo de López Obrador en
Méjico que, junto a Brasil, constituyen los dos gigantes de Nuestra América. El
fin de la “dictadura perfecta” de que hablaba Vargas Llosa hoy muy callado
(¡?), es el retorno a los mejores valores e ideales de la dramática historia de
México. Espero que la política exterior y la acción diplomática del próximo gobierno
mejicano favorezca a las causas
populares especialmente en nuestra región centroamericana, la región más
violenta del mundo después del Medio Oriente.
Los pueblos de Nuestra
América viven en un estado de violencia que no podrá ser superada si no se logra una salida pacífica, basada en un
compromiso político de largo alcance que ponga bases sólidas de la
institucionalidad democrática. Para ello lo primero que se requiere es que
actores locales se sienten a negociar sin presión de fuera y sin otro objetivo
que buscar una paz justa y estable, que haga posible un mayor bienestar de sus
pueblos y la plena soberanía en sus decisiones y en el disfrute de sus ubérrimos recursos naturales. La solución
definitiva, realmente democrática y justa, sólo se dará cuando nuestros
pueblos, debidamente concientizados y patrióticamente organizados por
partidos y gobiernos revolucionarios
antioligárquicos y antiimperialistas, conformen estados nacionales sólidos,
logrando así hacer realidad la
construcción de nuestra segunda y definitiva independencia, esa formidable
utopía que forjaron nuestros próceres. Pero este ideal no se logrará ni a corto
plazo, ni de un solo salto. Se requiere pasar por etapas. El sujeto
histórico que está en condiciones
materiales y políticas para llevarlo a
cabo no serán sólo los fuerzas y movimientos populares, si bien estos deben
asumir el papel hegemónico; los sectores medios y las burguesías nacionales no
entreguistas están llamadas a ocupar un lugar imprescindible en esta etapa de la
historia de la humanidad construyendo un capitalismo de estado, como paso
previo para lograr en un futuro más lejano, pero no remoto, un sistema
socialista que se adapte en cada región y país a las condiciones materiales y
culturales que les son propias.
El contexto
internacional incide de manera directa en la coyuntura que actualmente viven
las pequeñas naciones que configuran el Istmo Centroamericano, cuya importancia
política mundial no radica en la
explotación de materias primas estratégicas, como el petróleo como fuente de
energía, o los cereales en su condición de producto perecedero indispensable para la alimentación. La
inconmensurable importancia de Centro América - nunca será demasiado insistir
en ello - radica en su posición geográfica, que la convierte en un foco de
interés geopolítico mundial comparable
tan sólo con la Cuenca del Mediterráneo. El tener costas en el Mar Caribe y
estar ubicado en las cercanías del Canal de Panamá, la vía interoceánica más
importante del planeta, hace que, desde la
llegada de Colón a estas tierras, la voracidad de las grandes potencias
coloniales e imperiales, las hayan convertido en teatro de innumerables
guerras. Para nadie es un misterio que quien domina el Mar Caribe domina por
ello las dos Américas, de manera similar lo que se da con el Mar Mediterráneo,
pues quien controla sus aguas domina
Europa, el Medio Oriente y el
África al Norte de Sahara.
A lo anterior hay que
añadir – y no es poca cosa - que en el mar patrimonial de México hay petróleo,
cuya cercanía con el más voraz de sus consumidores, como son los Estados
Unidos, lo hace aún más apetecible. Además, las regiones consideradas por el Imperio como su patio
trasero, se han convertido en las
últimas décadas en el corredor obligado por donde transita la cocaína que
consume un sector nada despreciable de la sociedad norteamericana, considerada
por ello en el mayor y mejor cliente de los mercaderes de la droga, cuyo mayor
productor y distribuidor es Colombia. Para tener las manos libres y consolidar
su tradicional política imperial, los Estados Unidos necesitan desintegrar los estados nacionales
de las repúblicas vecinas del Sur,
especialmente de la más grande en población y territorio y la más
cercana geográficamente, como es México. Víctima por excelencia de la voracidad
territorial del insaciable Tío Sam,
México ha sido escenario a inicios del
siglo pasado de una revolución de inconmensurable trascendencia en todo el
continente, que culminó con la creación de su estado nacional; en las últimas
décadas los partidos tradicionales, el PAN y el PRI, han sumido a ese país en
una espeluznante espiral de violencia. Otro tanto ha pasado en Guatemala,
Honduras y Colombia. La descomposición del estado nacional ha creado en la región un vacío de poder que han
aprovechado los poderosos y sangrientos carteles de la droga, con el apoyo de
los militares locales y la complicidad activa
de la DEA, para convertirse en la práctica en un estado paralelo. Para
garantizar sus intereses económicos y geopolíticos, el Imperio ha ocupado
militarmente la región mediante la base de Palmerola en Honduras, dos bases en
el Canal de Panamá y seis en Colombia. Por su parte, los gobiernos títeres llevan a cabo un exterminio sistemático de dirigentes populares.
Es dentro este contexto
regional, por no decir mundial, que
debemos analizar la crisis actual que
sacude a Nicaragua. En la última década el gobierno de Daniel Ortega había
logrado una estabilidad política poco
habitual en la turbulenta historia de la Patria de Sandino; lo cual se tradujo en
un crecimiento económico de un 5,3%, el más alto de la región después del de Panamá. En los últimos meses, algunos desaciertos de
Ortega dieron motivo o pretexto para iniciar una protesta sobre todo de
sectores medios urbanos, liderados por grupos estudiantiles de universidades
privadas. Pronto esa protesta, normal en
el mundo actual, se convirtió en una revuelta que alcanzó a otras ciudades y
tuvo repercusión en otros sectores sociales, demostrando con ello que la
sociedad civil incubaba un descontento real que el gobierno de Daniel Ortega no
parecía haber detectado a tiempo. La reacción del gobierno no se hizo esperar
revistiendo un carácter de una violencia desmedida. Ortega debió, desde el
primer momento, haber dado prioridad a
la creación de un ambiente propicio al
establecimiento de un diálogo nacional en torno a la elaboración de un proyecto
país, que trascendiera la coyuntura actual y pusiera las bases de la
consolidación de una institucionalidad democrática, que debió haberse forjado a
inicios del siglo pasado, pero que la caía de Santos Zelaya en 1909 por mandato
imperial, hizo imposible.
La lección que debemos
aprender con todo lo que actualmente sucede dentro y fuera de nuestras
fronteras, es que la consolidación de un estado nacional que posibilite la
construcción en una democracia directa y popular, debe ser la tarea
impostergable de todos los países de Nuestra América, especialmente de los
nuestros situados en el traspatio inmediato de un imperio en decadencia
sacudido por contradicciones internas irresolubles y, por ello mismo, generador de una agresividad rayana en el
suicidio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario