Lo que ha
ocurrido en Venezuela, y que puede llevar a una escalada de violencia criminal como
amenaza ese sector de la oposición que se refugia en el terrorismo, es tan solo
el anticipo de lo que vendrá para el resto de nuestra América allí donde
movimientos sociales, partidos políticos o nuevos gobiernos desafíen el status
quo. Es otra de las vías de profundización de la restauración neoliberal
conservadora.
El actual
momento político, y especialmente cultural, que vive América Latina, no invita
a ser particularmente optimistas sobre el futuro y las posibilidad de construir
democracias populares y participativas. Allí donde se mire, en el centro o el
sur de nuestra geografía, se abren camino a empellones la intolerancia, la
violencia y el exterminio del otro como forma de resolución de los conflictos,
el rancio conservadurismo y los discursos del odio que hace apenas unos lustros
creíamos superados, como un oscuro capítulo en la dolorosa historia de nuestros
pueblos.
Pero la
realidad nos muestra otra cosa. Vivimos tiempos convulsos, acelerados, donde
los acontecimientos se precipitan y se confrontan proyectos políticos y
visiones de mundo entre los que no se vislumbran espacios de conciliación: el
intento de magnicidio contra Nicolás Maduro en Venezuela; la crisis política y
de violencia desatada en Nicaragua, sin visos de solución en el corto plazo; la
amenaza fascista y de continuidad del golpe de Estado que se dibuja en Brasil
de cara a las elecciones presidenciales de octubre (mientras Lula da Silva
sigue prisionero del régimen de Michel Temer); o las tensiones sociales,
económicas y culturales que mantienen en vilo a la Argentina, son ejemplos
claros, y por cierto no los únicos, de la complejidad que caracteriza nuestros
días.
En ese
cuadro de situación, sobre todo por lo que revela en términos de la decadencia
moral y política de sus protagonistas -y de su falta de escrúpulos y la
desesperación que conduce sus actuaciones-, el ataque perpetrado contra el
presidente Maduro no puede ser tomado con frivolidad ni minimizarlo, como han
pretendido algunos gobiernos y grupos mediáticos de la región.
Igualmente,
preocupa que analistas y opinadores a sueldo, periodistas (como el infumable Jaime Baily), políticos y empresarios, desde la
comodidad de su "exilio" en Miami, hagan apología del terrorismo con
total impunidad, presumiendo de conocer de antemano los planes para acabar con
la vida de Maduro y otras figuras del gobierno y el ejército venezolano. En el clímax de su cinismo, advierten sin
reparos que hechos como este se repetirán en las próximas semanas, como parte
del repertorio de la guerra de cuarta generación que se lleva adelante contra
la Revolución Bolivariana. Otro tanto cabe decir de figuras de la oligarquía
colombiana, como el expresidente Álvaro Uribe, quien horas antes
del fallido ataque exhortó a empresarios de Estados Unidos para que exijan al
gobierno de Donald Trump una intervención en Venezuela. Y todo esto, acompañado
del silencio cómplice de los presidentes que conforman el llamado Grupo de Lima
y del Secretario General de la OEA, que obedecen ciegamente el guión
establecido desde Washington.
¿Nos
encontramos, entonces, en un callejón sin salida, en el que las aspiraciones de
transformación -reformistas o revolucionarias- que animaron la irrupción de los
procesos políticos posneoliberales de principios del siglo, colisionarán
inevitablemente con el muro conservador, regresivo y antidemocrático del orden
oligárquico y neoliberal que se niega a morir? ¿Hemos llegado a un punto
de no retorno, de victoria o derrota sin puntos medios, en el que aquellos
procesos que todavía sobreviven, como los de Bolivia y Venezuela, y los que
puedan emerger en otros países en los próximos años, tendrán que optar
por la radicalización emancipadora en todos los ámbitos o la resignación y el
lamento por lo que pudo ser y no fue?
Porque, ¡qué
duda cabe!, lo que ha ocurrido en Venezuela, y que puede llevar a una escalada
de violencia criminal como amenaza ese sector de la oposición que se refugia en
el terrorismo, es tan solo el anticipo de lo que vendrá para el resto de
nuestra América allí donde movimientos sociales, partidos políticos o nuevos
gobiernos desafíen el status quo. Como los golpes de Estado de nuevo cuño, que
se empezaron a ensayar en Honduras en 2009 y se consolidaron en Brasil en 2016,
el terrorismo del que se regodea una parte de la derecha latinoamericana
anuncia otra de las vías de profundización de la restauración neoliberal
conservadora.
Condenar enérgicamente estas acciones es un imperativo ético para quienes pensamos que es posible construir un futuro distinto al que impone el capitalismo neoliberal como única alternativa. Impedir que el terror señoree una vez más la vida de nuestros pueblos es un deber y una responsabilidad histórica en esta hora de nuestra América, en la defensa de las exiguas pero necesarias y perfectibles democracias latinoamericanas.
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