El legado intelectual,
ético y pedagógico de educadores como Simón Rodríguez, José Martí, Omar Dengo,
Paulo Freire y de tantos otros personajes ilustres de nuestra región,
constituye una fuente indispensable de conocimientos originales y creativos que
nos permitirán comprender a cabalidad el rol del docente en la escuela
latinoamericana del presente y del futuro.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Portada del libro de Rolando Pinto. |
Como lo explica el
autor, en América Latina “necesitamos legitimar una mirada sobre estos
principios [filosóficos y epistemológicos], que fundamentan la práctica
formativa, pero, esta vez, desde la historia, las identidades socio-culturales,
las tradiciones ético-políticas y pedagógicas que nos constituyen como
territorios latinoamericanos. Solo desde ese rescate de lo propio podríamos
entender las condiciones teóricas y políticas que nos impiden avanzar en el
desarrollo de una educación propia, que dé más calidad a los procesos y
productos formativos que desarrollamos con nuestras prácticas formativas”[1].
¿Cómo avanzar en ese
rescate de lo propio, sustento de todo proceso de construcción de nuevas
realidades en nuestros países? En nuestra perspectiva, una tarea prioritaria
para dar pasos en la dirección sugerida por Pinto es retomar la rica tradición
del pensamiento filosófico y pedagógico latinoamericano, para repensar desde
allí las tareas prioritarias y las dimensiones de la función docente. Es decir,
se trata de abocarnos individual y colectivamente a la tarea de rastrear, y de identificar, las principales ideas
pedagógicas que han estado vinculadas a las luchas emancipatorias de nuestros
pueblos, a lo largo de ya varios siglos.
En esa tarea, no son
pocos los ejemplos que tenemos a la mano, aunque los relatos y políticas
oficiales muchas veces se empeñen en invisibilizarlos o incluso negarlos en
nuestros sistemas educativos. Aquí queremos referirnos a cuatro casos: el
venezolano Simón Rodríguez, el cubano José Martí, el costarricense Omar Dengo y
el brasileño Paulo Freire, toda vez que en ellos encontramos la lucidez
intelectual y la solvencia ética y moral que les permitió a estas figuras articular
una crítica profunda y coherente al sistema y estado de cosas dominante en su
época. Una crítica en la que lograron ubicar a la educación y al maestro -o docente- como agente
transformador de las distintas estructuras de opresión y dominación.
En la primera mitad del
siglo XIX, Rodríguez (1769-1854), maestro del Libertador Simón Bolívar, logró perfilar una
sensibilidad y un modo de pensar la cuestión de la cultura, la educación y la
organización de los nuevos países que, al poner en primer plano la reflexión
desde la América hispana, trascendió las circunstancias inmediatas de los convulsos
años de la independencia de la corona española. Luces y virtudes es el gran emblema que sintetiza el pensamiento
pedagógico de Rodríguez, y bajo su alero, despliega sus tesis sobre la
educación popular y democrática como condición imprescindible para forjar
naciones originales. “Se ha de educar a
todo el mundo –dice- sin distinción
de razas ni colores. No nos alucinemos: sin
educación popular no habrá verdadera sociedad”[2]. Y en otro momento afirma: “La América debe considerar hoy la lectura de
las obras didácticas (especialmente las que tratan de la sociedad) como uno de
sus principales deberes. Si, por
negligencia, da lugar a la internación de errores extranjeros, y permite que se
mezclen con los nativos, persuádase que su futura suerte moral, será peor que
la pasada”[3].
En la segunda mitad del
siglo XIX, José Martí (1853-1895) toma la estafeta dejada por Simón Rodríguez. Como bien explica
Armando Hart, son tres los ejes fundamentales del ideario pedagógico martiano:
uno es la vinculación del estudio con el trabajo; otro, el papel formador del
trabajo en la conciencia y la personalidad integral ser humano; y el
tercero, “la función socialmente crucial en nuestros pueblos de la enseñanza”[4].
Estas ideas se sintetizan de modo pleno en un artículo de Martí titulado Maestros ambulantes, del año 1884, en el
que relaciona las condiciones de vida de la población rural y campesina,
mayoritaria en la América Latina de su tiempo, con el sentido transformador que
confería a la educación: “¡Urge abrir escuelas normales de maestros
prácticos, para regarlos luego por los valles, montes y rincones, como cuentan
los indios del Amazonas que para crear a los hombres y a las mujeres, regó por
toda la tierra las semillas de la palma moriche el Padre Amavilca!”[5].
En ese mismo texto, el
Apóstol cubano plantea la que puede ser considerada como la fórmula de su
pensamiento pedagógico: “Los hombres son
todavía máquinas de comer, y relicarios de preocupaciones. Es necesario hacer de cada hombre un antorcha”[6]. Martí se refiere aquí al fuego del
conocimiento, que será el que haga arder la conciencia y la inteligencia de
cada persona, y también alude, de un modo indirecto pero imposible de ignorar,
a la misión de los docentes: en última instancia, los encargados de iniciar la
combustión del saber y de la transformación, primero, de la realidad inmediata
de la persona, y después, de la sociedad como un todo.
En las primeras décadas
del siglo XX, no fueron de menor calado las contribuciones –también críticas-
de los intelectuales de lo que en la América Central, y específicamente en
Costa Rica, se conoció como la nueva
intelectualidad nacionalista y antiimperialista. Una figura representativa de
este movimiento fue el educador Omar Dengo (1888-1928) quien, como ya lo había
hecho Martí, asumió un importante liderazgo en el desarrollo de los procesos
políticos costarricenses de esos años (la cuestión obrera y las luchas por la
democracia), tanto a nivel de las ideas y la práctica pedagógica, como de la
participación política como tal.
En términos de sus
contribuciones al pensamiento pedagógico latinoamericano, que aquí nos interesa
particularmente, cabe destacar un elemento común en las ideas de Dengo, a lo
largo de distintos episodios de su vida: la concepción de la pedagogía como
instrumental teórico de interpretación de la realidad social, y al mismo
tiempo, como práctica para subvertir, desde la educación, aquellos aspectos de
dicha realidad que impiden o detienen el bienestar del individuo y de las
grandes mayorías.
Dengo creía que el
maestro, el docente, no podía estar “en el Olimpo como los dioses”, sino “por
los caminos de su patria […] bajo los aleros de la aldea rodeado de campesinos
o en las esquinas de la ciudad ayuna de pórticos majestuosos”, dialogando
siempre “con el pequeño escolar, con el humilde trabajador, con el campesino de
mano firme, con la joven colegial, con el maestro, con el togado, con el
reportero cazador de noticia, con la madre de una niña que estudia en su
escuela, con el gamonal de pueblo”[7].
Para Dengo, no era
posible la educación ni la escuela entendidas como islas, desvinculadas del
ambiente social, sino como constructoras de puentes con el resto de la
sociedad. Y en ese escenario, atendiendo la finalidad de colectiva del hecho
educativo, el maestro debía cumplir una tarea de primer orden: “Preparar al hombre para el cumplimiento de
sus deberes en el campo que cada cual debe cultivar particularmente y
prepararlo para la siembra, el cultivo y la recolección, en el inmenso lote de
actividades y aspiraciones que al conjunto como conjunto le corresponde”[8].
Una última escala en
este breve recorrido por la historia de las ideas pedagógicas latinoamericanas
nos ubica en la América del Sur de la segunda mitad del siglo XX, cuando, en
medio de las distintas formas de explotación propias del sistema capitalista
mundial –la acumulación por desposesión, la alienación, el analfabetismo, las
brutales desigualdades sociales, el colonialismo
interno y el desarrollo
subdesarrollante-, emerge una
corriente nueva, liberadora, en las ciencias de la educación: la pedagogía del
oprimido del brasileño Paulo Freire (1921-1997).
En una de las épocas
más convulsas de la historia contemporánea de la región, Freire desarrolla una
pedagogía de la resistencia a la opresión. Además, con Freire y sus ideas
pedagógicas la condición del educador,
el ser docente, se coloca en un nuevo plano como agente de las transformaciones
sociales y de la liberación humana, en especial de los grupos sociales tradicionalmente
oprimidos.
En Pedagogía del oprimido, Freire sostiene que el docente necesario
para nuestra América es aquel que dialoga y que realiza la docencia en el
diálogo; dialogando, a su vez, ayuda a los otros a crear las condiciones para
el reconocimiento de su condición de oprimidos para abrir, juntos, los caminos
de su liberación, de su alfabetización, de sus posibilidades de ser, estar y
decir su palabra en el mundo. La suya es la tesis del diálogo en la educación
–y del diálogo de la educación- como
práctica de la libertad. Es decir, se trata de una exigencia existencial, que
debe formar parte del ser mismo del educador. Al respecto, decía el pedagogo
brasileño: “El hombre dialógico tiene fe
en los hombres antes de encontrarse frente a frente con ellos. (…) El hombre
dialógico que es crítico sabe que el
poder de hacer, de crear, de transformar, es un poder de los hombres y sabe
también que ellos pueden, enajenados en una situación concreta, tener ese poder
disminuido” [9].
¿Por qué volver a las
raíces del pensamiento pedagógico latinoamericano hoy, en el siglo XXI, en un
mundo deslumbrado por el vértigo de la inmediatez y desprovisto de anclas con
su pasado? ¿Será acaso un exceso de romanticismo latinoamericanista o, por el
contrario, se trata de un imperativo que se desprende de las grandes tensiones
culturales que recorren a nuestra región?
Si aceptamos, como
sostiene Rolando Pinto[10],
que uno de los grandes desafíos filosóficos y epistemológicos de nuestro tiempo
es aprender a ser docentes situados en América
Latina, entonces, el legado intelectual, ético y pedagógico de Simón
Rodríguez, José Martí, Omar Dengo, Paulo Freire y de tantos otros personajes
ilustres de nuestra región, constituye una fuente indispensable de
conocimientos originales y creativos que nos permitirán comprender a cabalidad
el rol del docente en la escuela latinoamericana del presente y del futuro.
Necesario es volver a
ellos, estudiarlos, analizarlos y vivir sus ideas hoy.
NOTAS
[1] Pinto, R. (2012). Principios filosóficos y epistemológicos del
ser docente. San José, C.R.: Coordinación Educativa y Cultura
Centroamericana / SICA. P. 15.
[2] Galeano, E. (2002). Memoria del fuego. Las caras y las máscaras.
México D.F.: Siglo XXI Editores. P. 161.
[3] Rodriguez. S. (1990). Sociedades americanas. Caracas:
Biblioteca Ayacucho. P.180.
[4] Hart, A. (2000). José Martí y el equilibrio del mundo.
México D.F.: Fondo de Cultura Económica. P. 138.
[7] Alfaro Rodríguez, M. y
Vargas Dengo, M. (2009). “Semblanza y liderazgo de Omar Dengo: vigencia de su
pensamiento”, Revista Electrónica Educare, vol. XIII, núm. 1, junio, 2009, P. 157.
Recuperado de: >
[8] ídem, p. 162.
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