La politóloga belga Chantal Mouffe plantea la
necesidad de aceptar distintos modelos de democracia en un mundo multipolar y
destaca las recientes experiencias en América latina “que muestran que es
posible luchar contra el neoliberalismo”. También defiende la idea de
alternativa por sobre la de alternancia.
Javier Lorca / Página12
La politóloga belga Chantal Mouffe. |
En un mundo multipolar,
la democracia no puede ser un modelo único, exportado desde Europa y
Norteamérica al resto del mundo. “Hay que aceptar que va a haber distintas
formas de democracia, que corresponden a su adscripción en distintos contextos
históricos”, dice la politóloga belga Chantal Mouffe. En perfecto castellano,
modulado por una tonalidad francesa, Mouffe reivindica las experiencias
democráticas latinoamericanas, en las que observa no un rechazo al modelo
liberal-democrático occidental, sino una rearticulación de esas tradiciones
pero “con predominio de la soberanía popular”.
–¿Cómo caracterizaría las
diferencias entre las democracias europeas y las actuales experiencias
democráticas en Latinoamérica?
–En la medida en que uno
acepta, como es una tendencia importante hoy en las ciencias sociales, que no
hay una modernidad sino muchas trayectorias diferentes hacia lo que se puede
llamar modernidad, en la medida en que uno acepta la existencia de diferentes
modernidades alternativas, también hay que aceptar formas múltiples de
democracia. El modelo que es específico de Europa incluye una cierta
articulación del liberalismo y la democracia, es una articulación entre dos
tradiciones distintas, muy influenciada por la tradición judeocristiana y por
la reforma protestante. Es una articulación contingente, no necesaria. No es
legítimo pretender que ese modelo occidental sea aceptado por el resto del
mundo. En el caso de América Latina, uno no puede decir que la región no es
parte de Occidente, pero eso tampoco quiere decir que Latinoamérica deba
aceptar el modelo europeo. Creo que hay que pluralizar la idea de Occidente,
aceptar variaciones en su interior y hablar de Occidentes. En las experiencias
de las nuevas democracias de Sudamérica no hay un rechazo a la tradición
liberal, pero sí hay una articulación distinta entre las tradiciones liberal y
democrática.
–¿En qué consiste?
–En Europa, el elemento
liberal de las democracias se ha vuelto absolutamente dominante, mientras el
elemento democrático, el de la igualdad y la soberanía popular, ha sido
subordinado y, en algunos casos, eliminado. Si uno pregunta en Europa qué es la
democracia, responden Estado de derecho, respeto de los derechos del hombre,
separación de poderes, pero nadie va a hablar de soberanía popular y de
igualdad. Algunos teóricos hasta sostienen que todo eso se ha vuelto obsoleto.
No es sólo que la tradición liberal se ha vuelto hegemónica, sino que hay una
interpretación específica, neoliberal, de esa tradición. Esto es lo que ocurre
en Europa y en Estados Unidos, por eso es que muchos teóricos hablan de una
posdemocracia, de una democracia que ha perdido todo sentido democrático.
Contra los teóricos que consideran que el principio democrático y el liberal
van necesariamente juntos, yo defiendo la tesis de que hay una lucha entre esas
dos tendencias. En la historia europea, hubo momentos en que predominó el
elemento democrático y en otros dominó el elemento liberal, como ocurre hoy.
Ese predominio del componente liberal es lo que están poniendo en cuestión los
gobiernos latinoamericanos, que han puesto al elemento democrático como
elemento principal. El elemento liberal no ha sido eliminado, pero está
subordinado. Por eso es que en Europa no se entienden las experiencias
latinoamericanas y hay hostilidad hacia ellas, no sólo desde la derecha,
también desde la izquierda. ¿Por qué no puede aceptar a estas democracias
latinoamericanas? Tienen una cierta idea de que la democracia es el predominio
de los procedimientos liberales. Lo fundamental para entender a las democracias
latinoamericanas es que no se trata de un rechazo al modelo
liberal-democrático, sino de una rearticulación con predominio de la soberanía
popular.
–Usted ha criticado el
principio de alternancia en el poder y, en su lugar, ha defendido la necesidad
de que las democracias ofrezcan alternativas. ¿Cuál es su postura ante las
reelecciones presidenciales?
–Acabo de leer un
artículo en Le Monde Diplomatique, donde José Natanson argumenta contra la
re-reelección y considera que hay que poner límites al poder del pueblo. Estoy
de acuerdo con que el poder del pueblo debe tener cierto marco, pero uno no
puede decir que países donde existe la posibilidad de la reelección indefinida,
como Venezuela, sean menos democráticos que países sin esa posibilidad, como
los europeos. En Europa se da una situación de alternancia: hay elecciones pero
el pueblo no puede realmente escoger entre proyectos distintos. Elegir entre
centroizquierda y centroderecha es prácticamente como elegir entre Coca Cola y
Pepsi Cola. A partir de eso trato de explicar la falta de interés en la
política representativa, la gente advierte que no hay diferencia. Desde mi
perspectiva, el criterio para saber si un país es democrático es si a la gente
se le da la posibilidad de escoger, si tienen alternativas y no simplemente
alternancia entre partidos distintos que, una vez en el poder, no hacen ninguna
transformación fundamental. El problema de la reelección lo veo como un
fetichismo de ciertos procedimientos liberales. También es algo muy reciente,
porque hasta hace poco un país como Francia no tenía ningún límite para la
reelección del presidente. Se dan situaciones absurdas, como en Chile, donde el
presidente puede tener un solo mandato. Michelle Bachelet era una persona muy
popular y podría haber sido reelegida, pero la normativa no se lo permitía: eso
sí que es una traba al poder del pueblo. La reelección puede ser una manera de
luchar contra el predominio del liberalismo sobre la democracia. Evidentemente,
eso no quiere decir tampoco que se deban abandonar todos los límites liberales.
–En su razonamiento, la
alternativa queda atada a la figura del líder que ejerce la presidencia, pero
también se podría pensar en que, dentro de un mismo espacio político, distintas
figuras encarnen esa alternativa. Para decirlo de otra manera, la reelección
indefinida ¿no promueve la debilidad de un proyecto al ligarlo a una sola
persona?, ¿no elimina un incentivo a que los partidos generen mayor democracia
interna y a que los gobiernos distribuyan el ejercicio del poder?
–Claro que, idealmente,
es mejor cuando no hay una sola persona de la que depende un proyecto, porque
eso siempre es muy peligroso. No es lo ideal. Pero cuando ése es el caso, no
veo por qué no puede admitirse la reelección de esa persona. Idealmente, hay
que crear las condiciones donde haya varias personas identificadas con un
proyecto. Pero, cuando eso no ocurre, sería absurdo poner en riesgo un
proyecto.
–¿Encuentra alguna
relación entre las diferencias de las democracias latinoamericanas y europeas y
los modos en que una y otra región están enfrentando la crisis del capitalismo
global?
–Lo que me parece muy
interesante de las experiencias de Sudamérica es que se está poniendo en
cuestión el modelo neoliberal: la ruptura con el FMI, la creación de
instituciones regionales, una apuesta al desarrollo de un modelo alternativo.
En Europa no parece haber interés en salir del neoliberalismo, y eso está
relacionado con esa situación de posdemocracia, donde no hay diferencias claras
entre centroderecha y centroizquierda. El problema fundamental es que se ha
creado una especie de consenso al centro –el modelo teorizado por Tony Blair,
por Anthony Giddens–, la idea de que después de la caída del Muro de Berlín ya
no hay antagonismos y que no hay alternativas al modelo neoliberal, un marco en
el cual los partidos de centroizquierda apenas pueden gestionar de manera un
poco más humana esa globalización neoliberal. Pero en esos partidos no se ve
ninguna tentativa de romper. Hay que reconocer que la Unión Europea no ayuda,
porque tal como existe es parte del modelo neoliberal. Todas las medidas que
está desarrollando la UE tratan de encontrar una salida neoliberal a una crisis
provocada por el neoliberalismo. Soy profundamente europea y no quiero romper
con la UE, pero creo que necesita un cambio muy profundo, para que empiece a
permitir el desarrollo de un modelo alternativo. Afortunadamente, en forma muy
reciente, en algunos países se está empezando a ver el nacimiento de partidos
políticos que se sitúan a la izquierda de los partidos socialistas, que quieren
llegar al gobierno –no son partidos de protesta– y desarrollar un modelo
distinto, como el Partido de Izquierda en Francia, Syriza en Grecia o Die Linke
en Alemania. Eso a muchos nos da esperanza de que pueda haber una puesta en
cuestión del modelo neoliberal. En esos partidos hay un enorme interés por lo
que pasa en América latina. Muchos creemos que hay que latinoamericanizar
Europa, hay que aprender de estas experiencias que muestran que es posible
luchar contra el neoliberalismo. Acá están más avanzados. Claro que han pasado
por experiencias muy dolorosas...
–Al comprender al
conflicto como inherente a la política y al considerar al consenso racional
como imposible, usted plantea que la tarea de la democracia es transformar los
antagonismos (la confrontación amigo-enemigo) en agonismos (adversarios que se
reconocen derechos). ¿La responsabilidad de esa transformación se la atribuye a
la sociedad y sus organizaciones en su conjunto? ¿O en particular al poder del
Estado?
–Evidentemente, el Estado
tiene un rol importante, pero también los partidos políticos, que son parte de
la sociedad. La política necesariamente implica un nosotros y un ellos. Lo
específico de la política son los conflictos que no se pueden resolver nunca de
manera racional, poniéndose de acuerdo, por eso es que he criticado el modelo
deliberativo. En la sociedad siempre hay sectores enfrentados. El conflicto
tiene que ver con relaciones de poder, con la hegemonía. Esto es lo que la
perspectiva liberal no quiere reconocer. El marxismo lo reconocía, pero lo
limitaba a la lucha de clases, que no es la única forma posible de antagonismo.
Entonces, el objetivo de la democracia no es encontrar los procedimientos para
poner a todo el mundo de acuerdo, porque eso no es posible, sino encontrar cómo
manejar el conflicto. Si el conflicto se da de manera antagónica, en una
confrontación amigo-enemigo, donde no se reconoce la legitimidad del oponente y
se trata de eliminarlo, sobre esa base no es posible organizar una sociedad
democrática. Por eso es que muchos liberales creen que tienen que negar la
dimensión del conflicto para pensar la democracia. Yo creo que el conflicto se
puede dar también bajo la forma del agonismo, que no elimina el conflicto sino
que en lugar de plantear una relación amigo-enemigo plantea una relación de
adversarios. Si bien hay una lucha hegemónica, esa lucha se da bajo ciertos
procedimientos democráticos. La tarea fundamental de una política democrática
es crear todas las instituciones y los procedimientos para permitir al
conflicto manifestarse de una manera agonística. Si eso no existe, el conflicto
aparece bajo formas violentas. Por eso creo que hay responsabilidad de los
partidos, que tienen que considerar a los otros como adversarios, no como
enemigos a eliminar. Pero también es necesario al nivel del Estado que existan
los canales que permitan esa expresión. Para tener una lucha agonística, es
necesario que de los dos lados haya reconocimiento agonístico.
–¿Cómo analiza, desde esa
perspectiva, casos como los de Venezuela o Argentina?
–El caso de Venezuela es
particularmente interesante en ese sentido, porque parece que se está dando un
movimiento del antagonismo al agonismo. Durante toda una primera etapa, la
oposición no admitía a Hugo Chávez y lo trataba como enemigo, intentaron darle
un golpe de Estado: ése es un trato antagonista. Ahora –si no es una maniobra–
parece haber un cambio: aceptaron entrar en las elecciones, Henrique Capriles
no propone destruir todo lo que hizo Chávez y reconoce muchas cosas; parece
estar creando las condiciones para lo que llamo un consenso conflictual –porque
para que haya lucha agonística es necesario que haya una base común entre los
adversarios, el respeto por ciertas reglas del juego–. En el caso de la
Argentina, me parece que la situación es parecida a lo que era Venezuela antes
de Capriles, porque no hay un consenso conflictual. Desde la oposición no se
plantea una política de confrontación agonística con el Gobierno, me parece que
hay tentativas de deslegitimarlo y ponerle trabas a algunas medidas –como el
caso de la ley de medios–. No es una oposición constructiva, no parece proponer
ningún proyecto alternativo, sino solamente tratar de impedir lo que propone el
Gobierno.
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