La
violencia no es nueva en la historia de los seres humanos, ni tampoco la
dificultad de atravesar el período de la adolescencia. Lo que
resalta como altamente preocupante es la ecuación que se va estableciendo –cada
vez con fuerza más creciente– entre juventud y violencia. Crece el desprecio
por la vida, y las nuevas generaciones absorben cada vez más violencia. ¿Por
qué? Y más aún: ¿qué hacer?
Marcelo Colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
El paso de la niñez a la edad adulta, en ninguna
cultura y en ningún momento histórico, es una tarea fácil. Es, definitivamente,
un pasaje duro que necesita de un cierto esfuerzo. Pero en sí mismo, ese
momento al que llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por
qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad de la especie humana, en
cualquier cultura, en cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en
absoluto, patrimonio de los jóvenes.
Según la Organización
Mundial de la Salud (OMS) la violencia es un creciente problema de salud
pública a nivel planetario que asume formas de lo más variadas. De acuerdo a
los datos de esa organización, cada año más de dos millones de personas mueren
violentamente y muchas más quedan incapacitadas para el resto de sus vidas.
La
violencia interpersonal es la tercera causa de muerte entre las personas de 15
a 44 años, el suicidio es la cuarta, la guerra la sexta y los accidentes
automovilísticos la novena. Por el número de víctimas y las secuelas que
produce, la violencia ha adquirido un carácter endémico y además se ha
convertido en un serio problema de salud en numerosos países, dice la OMS.
Además de heridas y muerte, la violencia trae consigo un sinnúmero de problemas
sanitarios conexos: profundos disturbios de la salud psicológica, enfermedades
sexualmente transmisibles, embarazos no deseados, problemas de comportamiento
como desórdenes del sueño o del apetito, presiones insoportables sobre los
servicios de emergencias hospitalarias de los sistemas de salud. Ampliando la
mira, podríamos decir que es un problema no sólo de salud: es multifacético
(educativo-cultural, político, social). Produce disfunciones sociales, crea
modelos de relacionamiento insostenibles, atrae otras desgracias humanas. La
violencia produce más violencia, y ese círculo vicioso aleja de la convivencia
armónica.
En ese marco se
inscribe la violencia juvenil, fenómeno que se expande en todo el mundo con
cifras alarmantes. El aumento de la drogadicción y de la delincuencia asociado
a las pandillas juveniles son síntomas que muestran la magnitud y profundidad
de un problema de adaptación e inserción de los jóvenes en el mundo de los
adultos. Los indicadores de violencia juvenil, además, se van expandiendo
peligrosamente también al mundo infantil, al punto de convertirse hoy en una de
las principales causas de muerte de la población entre los 5 y 14 años de edad.
A nadie sorprende ya que haya sicarios profesionales a una edad de 12 o 14
años.
La
violencia no es nueva en la historia de los seres humanos, ni tampoco la
dificultad de atravesar el período de la adolescencia. De todos modos, lo que
resalta como altamente preocupante es la ecuación que se va estableciendo –cada
vez con fuerza más creciente– entre juventud y violencia. Crece el desprecio
por la vida, y las nuevas generaciones absorben cada vez más violencia. ¿Por
qué? Y más aún: ¿qué hacer?
El
problema es especialmente complejo, siendo imposible entenderlo –y menos aún
aportarle alternativas de solución– a partir de un prejuicio criminalizador
donde los jóvenes son los culpables. En todo caso debemos partir de la premisa
que crece la violencia, y los jóvenes lo expresan de un modo más trágico, más
explosivo que otros sectores. Las armas que utilizan o las drogas que consumen
las producen adultos, no olvidarlo.
La
sociedad capitalista moderna, hoy expandida globalmente, ha representado
enormes avances en la historia humana. Los progresos técnicos de estos últimos
siglos son fenomenales y contamos hoy con una potencialidad para resolver problemas
que no se había dado en millones de años de evolución. También crece el avance
social; hoy día existen legislaciones racionales que favorecen como nunca las
relaciones humanas: ya no dependemos de los caprichos del emperador de turno,
existen sistemas de previsión y seguros, hemos avanzado en el campo de los
derechos humanos, se legisla cada vez más sobre la vida y la muerte. Pero el
malestar y la violencia continúan.
Si
bien existen cada vez más comodidades materiales, asistimos también a un
creciente vacío de valores solidarios, de desprecio de la vida (si no, no
serían causa de muerte tantos hechos violentos como se mencionaba más arriba, a
lo que habría que sumar el crecimiento imparable del consumo de drogas y de
armas). En las complejísimas sociedades urbanas de hoy, moldeadas cada vez más
por los medios masivos de comunicación –que ya avanzaron en la escala y no son
más el "cuarto poder", constituyendo hoy el corazón de lo que se ha
dado en llamar "guerra de cuarta generación"–, crecientes cantidades
de jóvenes se enfrentan a un malestar difuso, ausencia de perspectivas, a un
inmediatismo hedonista. Sin caer en visiones apocalípticas ni en moralismos
ramplones, y sin generalizar, vemos que una parte significativa de la juventud
–no toda, por supuesto, pero el fenómeno aumenta– se encuentra a gusto en
formas violentas de relacionamiento.
Hay
un estereotipo prejuicioso que liga jóvenes con infractores. Obviamente eso es
prejuicio, puro y descarado prejuicio. Pero lo que efectivamente sí sucede es que
cantidades cada vez más numerosas de adolescentes encuentran normal la
violencia. En ese horizonte no es tan quimérico ver la delincuencia –y si se
quiere: la integración de pandillas juveniles– como una consecuencia posible,
como una tentación incluso, siempre a la mano.
Las
pandillas son algo muy típico de la adolescencia: son los grupos de semejantes
que le brindan identidad y autoafirmación a los seres humanos en un momento en
que se están definiendo las identidades. Siempre han existido; son, en definitiva,
un mecanismo necesario en la construcción psicológica de la adultez. Quizá el
término hoy por hoy goza de mala fama; casi invariablemente se lo asocia a
banda delictiva. De grupo juvenil a pandilla delincuencial hay una gran
diferencia. Pero no hay ninguna duda –ahí están los datos hablando por sí
solos– que las pandillas con conductas delincuenciales crecen. Es un fenómeno
nuevo, de unas décadas para acá, que va de la mano de un aumento de ciertas
formas de violencia que inundan el mundo.
El
fenómeno se da más en los estratos sociales pobres, pero también puede verse en
capas acomodadas. En su génesis se encuentra una sumatoria de elementos:
necesidad de pertenencia a un grupo de sostén, dificultad/fracaso en su acceso
a los códigos del mundo adulto; la pobreza sin dudas, sin que sea eso lo
determinante. Pero en muy buena medida –quizá lo definitorio– se encuentra como
causa la falta de proyecto vital; y por supuesto eso es más fácil encontrarlo
en los sectores pobres, siempre expuestos a la sobrevivencia en las peores
condiciones. Jóvenes que no encuentran su inserción en el mundo adulto, que no
ven perspectivas, que se sienten sin posibilidades a largo plazo, pueden entrar
muy fácilmente en la lógica de la violencia pandilleril. Una vez establecidos
en ella, por distintos motivos, se va tornando cada vez más difícil salir. La
sub-cultura atrae (cualquiera que sea, y con más razón aún durante la
adolescencia cuando se está en la búsqueda de definir identidades).
Constituidas
las pandillas juveniles –que son justamente eso: poderosas sub-culturas– es
difícil trabajar en su modificación; la "mano dura" policial no
sirve. Por eso, con una visión amplia de la problemática juvenil, o humana en
su conjunto, es inconducente plantearse acciones represivas contra esos grupos.
De lo que se trata, por el contrario, es ver cómo integrar cada vez más a los
jóvenes en un mundo que no le facilita las cosas, que se les hace hostil, los
rechaza. Es decir: crear un mundo para todos y todas.
La
violencia es algo siempre posible en la dinámica humana; en los jóvenes –por su
misma situación vital– ello se potencia. Las sociedades capitalistas modernas,
las urbanas en especial, con su invitación/exigencia al consumo disparatado
(¿para qué hay que consumir tanto?), son una bomba de tiempo respecto a la
violencia si no democratizan las posibilidades reales para todos sus miembros.
La violencia estructural del sistema genera violencia interhumana igualmente
loca, sin sentido. Si, como dice Eduardo Galeano, "la televisión te hace agua la boca y la policía te corre a
bastonazos"; es decir: si los modelos de desarrollo social crean esta
locamente injusta realidad que es el mundo que vivimos, entonces uno de los
síntomas posibles de esa exclusión de base es la violencia por la violencia
misma tan fácilmente constatable en esos peculiares clubes que son las
pandillas juveniles.
Un
rubio "cabeza rapada" con su ropa negra, cadenas y estandartes nazis
en Europa, o un tatuado consumiendo crack en cualquier ciudad estadounidense o
latinoamericana –negro, rubio o latino, es lo mismo– hablan de la inviabilidad
de los modelos de desarrollo que el capitalismo ha forjado. ¿Por qué hay que
demostrar la valentía en peleas callejeras? ¿Por qué hay que consumir cada vez
más drogas y más fuertes? ¿Por qué se llega a un tal alto desprecio por la
vida? ("La naranja mecánica"
de Kubrick hace más de 30 años adelantaba lo que hoy puede verse cada vez más
comúnmente en Los Ángeles, San Salvador o Río de Janeiro).
Dato
curioso: en las experiencias socialistas –quizá, hay que reconocerlo, muchas de
ellas monstruos para olvidar y no repetir nunca jamás– no se da el fenómeno.
¿Son más felices ahí los jóvenes? No necesariamente; pero dentro de la humildad
de medios hay más posibilidades. Lo que queda claro es que cuanta más exclusión
se genera –violencia, sin dudas– más violentos son, para decirlo en términos
psicoanalíticos, los síntomas del retorno de lo reprimido.
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