Venezuela es hoy un modelo a escala para pensar los
nuevos escenarios de las confrontaciones políticas. APAS entrevistó a la
socióloga Maryclen Stelling para analizar en profundidad la compleja relación
entre medios, política y democracia en Latinoamérica. A continuación, la
primera entrega.
Ernesto
Espeche / Agencia Periodística del Mercosur (APAS)
Maryclen Stelling, directora del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. |
Maryclen Stelling es coordinadora del Observatorio
de Medios de Venezuela y Directora del Centro de Estudios Latinoamericanos
Rómulo Gallegos. Las herramientas aportadas por la sociología y un fuerte
compromiso con la causa bolivariana le permiten arribar, por un lado, a
reflexiones de gran nivel analítico y, por otro lado, a una mirada dinámica y
no conformista sobre el complejo y contradictorio desarrollo de la revolución
encabezada por Hugo Chávez.
El encuentro con APAS se concretó en Caracas, en la
sede del Centro de Estudios, en una calurosa tarde de octubre y pocos días después
de las elecciones presidenciales que relegitimaron el rumbo iniciado en 1999 y
profundizado en los últimos años a partir de la asunción del Socialismo de Siglo
XXI como horizonte político.
El diálogo se concentró en la relación entre medios
de comunicación, política y democracia; en la dialéctica participación-representación
y en los desafíos de un proceso político rico y original.
-¿Desde qué ejes se produce conocimiento en el Centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos?
Hay un gran paraguas que contiene todas nuestras
investigaciones y actividades. Ese marco está delimitado nuestras áreas
estratégicas: la unidad latinoamericana y caribeña, los procesos de
emancipación, resistencia y contrahegemonía, las prácticas culturales, el
desarrollo endógeno y el buen vivir.
- ¿Cómo
llegaron los medios a constituirse en verdaderos actores de poder en Venezuela?
Desde finales de la década de 1980 y durante toda
la década de 1990 se produjo una fuerte fractura de nuestras credibilidades y
legitimidades; una fractura del sistema financiero y bancario; y también una
fractura ética y de valores. En ese contexto, los partidos políticos fueron
perdiendo toda credibilidad, la abstención se convirtió en la segunda fuerza
electoral. Así nos adentramos a la década de los noventa con múltiples
fracturas.
En esa dinámica de deslegitimidad de las
instituciones principales, los medios de comunicación social comenzaron a
asumir un papel preponderante: asumieron, fundamentalmente, funciones
políticas. Mientras, los partidos quedaron reducidos a la mínima expresión y se
convirtieron en una suerte de pobres máquinas electorales.
Imperaba, por esos años, lo que se conocía como la
ley del péndulo: se votaba alternativamente por los social-cristianos y por los
social-demócratas; en cada caso la victoria de uno sobre otro era una especie
de voto castigo. Por eso, creo, la creciente injerencia política de los medios
es más una consecuencia de la dinámica social que el resultado de un plan
maquiavélico. Hay, además, una complicidad de la ciudadanía porque aceptamos
esas reglas de juego que afirmaron la politización de los medios de
comunicación.
- Sin
embargo, ese escenario es común a gran parte de América Latina y fue uno de los
rasgos distintivos de la fase neoliberal.
El común denominador es la decadencia del sistema
democrático representativo y la ausencia de credibilidad en un sistema que
beneficiaba sólo a algunos sectores. Sin embargo, en Venezuela, a diferencia de
Argentina o Brasil, no existen grandes grupos económicos -esas 300 familias
dueñas de un país-. Existe, más bien desde siempre, un capitalismo de Estado;
es decir que el principal capitalista es el propio aparato estatal. Por eso,
los grupos económicos siempre han girado en torno del Estado para beneficiarse
de sus conexiones con el gobierno de turno.
Luego del desencanto que produjo en la sociedad la
segunda gestión de Carlos Andrés Pérez -que firmó un acuerdo con el Fondo
Monetario Internacional (FMI) en perjuicio, claro, de las grandes mayorías-
llegamos, en el año 1989, a lo que se conoció como el “Caracazo”.
- ¿Cuál
es el valor fundacional del “Caracazo” como acontecimiento histórico?
Se lo conoce como el primer grito en Latinoamérica
contra el neoliberalismo salvaje. Fue una gran movilización contra el
“paquetazo” del FMI, hubo quema de neumáticos y de vehículos del transporte
público, sobre todo en las “ciudades dormitorio”, llamadas así porque albergan
a personas que viven en las afueras de Caracas pero viajan todos los días a la
Capital por trabajo. Por eso el aumento del precio del transporte fue uno de
los principales detonantes.
- ¿Cómo
se conjugan esas revueltas sociales basadas en la pérdida de credibilidad con
la tan mencionada tradición democrática en venezolana?
La pérdida de credibilidad se nos presentó casi sin
darnos cuenta porque estábamos convencidos de que, en el fondo, éramos la mejor
democracia de Latinoamérica. Las claras evidencias del deterioro institucional
coexistían con el orgullo generalizado de que no éramos un país violento y que
resolvíamos los conflictos de una manera diferente. Habíamos tenido décadas
atrás una dictadura muy corta, pero que no podía compararse de ningún modo con
las terribles dictaduras que se vivieron en el Cono Sur durante la década de
1970. Por eso estábamos anonadados, atónitos ante ese país en llamas que no se
correspondía con la idea que teníamos de nosotros mismos. Sucede que no
habíamos comprendido el deterioro que hacía años se venía instalado.
En ese momento, los medios jugaron un rol
importante y tuvieron que ver con la salida de Carlos Andrés Pérez.
El “Caracazo”, además, engendra a Hugo Chávez.
-¿En
qué sentido?
Chávez emerge en 1992 con un intento de Golpe de
Estado. Todavía no podíamos entender lo que eso significaba: era un militar que
actuaba al margen de las tradiciones democráticas. Entonces el Golpe se frustró
y allí fue cuando Chávez pronunció sus famosas palabras: “por ahora” y “yo
asumo la responsabilidad”. En ese momento preciso ocurre lo que yo llamo el
“nexo carismático”, es decir, el comienzo de una relación muy particular de un
líder con buena parte del pueblo. Aquel “por ahora” de 1992 fue un grito de
rebelión indefinida, o sea, “esto no acaba aquí”.
- Una
rebelión conjugada en un presente continuo…
Sí, eso fue. Yo siempre dije que todos tenemos un
Chávez (grande, mediano o chiquito) en nuestro corazón. Ese grito de 1992 marcó
la historia en un antes y un después. Estuvo dos años preso y allí fue visitado
por buena parte de la intelectualidad de izquierda para armar, en conjunto, un
proyecto de país. Pero él no era ningún improvisado, tenía una buena base
previa: formó parte de la primera generación de militares que recibieron en su
formación materias de contenido político. Además, y de modo paralelo, se fue
formando por su cuenta con la ayuda de su hermano que, dicen, era un hombre de
izquierda.
En la sociedad, mientras tanto, se fue gestando
algo así como una sociología vulgar que consistía en la creencia de que existía
un caos y un deterioro tan grande que sólo podría ser resuelto por una figura
con el carácter y la personalidad de un militar como Chávez.
- ¿Cuál
era, por entonces, el tratamiento que la prensa hegemónica hacía de Chávez?
La primera campaña de Chávez se la hacen desde El
Nacional. Su primer discurso luego de ser elegido lo da en El Ateneo, un lugar
administrado desde siempre por la familia Otero, dueña de El Nacional. El
diario logra, incluso, ubicar gente propia en el primer gabinete de Chávez,
aunque en una convivencia con el grupo de intelectuales de izquierda que lo
había acompañado durante su etapa en prisión. Los medios más poderosos lo
apoyaron y la clase media lo respaldó para llegar al triunfo. Veían en él una
salida contra el deterioro y una herramienta en la lucha contra la corrupción.
Pronto el discurso del nuevo presidente comienza a
sorprender y a desconcertar a muchos venezolanos y a los propios medios de
comunicación. Ya no habla de “pobres” sino de “dignificados” y se para desde el
antagonismo “inclusión-exclusión”. Comienza, entonces, a orientar su gobierno a
ese sector social, un sector que -hay que decirlo- no había votado por él.
Hace uso de sus poderes habilitantes para dictar 49
leyes fundamentales, entre ellas las normas del agua, la tierra –contra el
latifundio- y los hidrocarburos. Esta última establece una prohibición a la
privatización de Petróleos de Venezuela (PDVSA) y su renta se distribuye de
acuerdo a una función social. Previo a esto, algunos sectores impulsaban la
privatización de la empresa como había ocurrido con las empresas de energía de
otros países de la región.
Allí se inicia una paulatina desilusión de los
grupos económicos y de la clase media para con el presidente que habían apoyado
porque no estaba cumpliendo con las expectativas que había generado. Las
corporaciones se sienten traicionadas por Chávez. Por primera vez, un
presidente irrumpía contra intereses económicos que eran “sagrados”. Rompe con
el pacto no firmado que estipulaba que si una persona llegaba a la presidencia
debía co-gobernar con los grupos económicos. Ahí comienza otra historia; la
misma que hoy se inscribe en la batalla simbólica.
(*) El autor es director de
APAS y de Radio Nacional Mendoza. Doctor en Comunicación Social de la UNLP,
docente e investigador de la UNCuyo.
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