Si Obama triunfa, y por los antecedentes, será casi un hecho que las relaciones interamericanas
mantendrán el doblez y el injerencismo disfrazado de 'poder inteligente' de los
últimos años. Si, por el contrario, es Romney quien triunfa, el panorama para
nuestra América será todavía más nefasto.
Andrés
Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El encuentro entre Obama y Chávez en Puerto España (2009), no pasó de ser una anécdota diplomática. |
Hace cuatro años, por
estas mismas fechas, Barack Obama se aprestaba a ganar con comodidad la
presidencia de los Estados Unidos, en unas elecciones marcadas por el hartazgo
de las guerras de rapiña imperial desatadas por George W. Bush en Afganistán e
Irak, en el marco de su guerra terrorista
contra el terrorismo, y por supuesto, por el impacto de una crisis
económica que, poco a poco, mostraría su verdadero rostro de crisis del sistema
capitalista y, en un sentido mayor, de crisis de civilización.
En virtud de su muy
cultivada retórica y de la parafernalia del marketing político que lo respaldó,
el primer presidente afroamericano se presentaba al mundo como una promesa tras
el oscuro episodio de la era Bush. Palabras como cambio, esperanza y poder dominaron su campaña y sus
discursos en los mítines, mientras la obamanía
–expresión de la cultura política pop o de consumo- se apoderaba de la sociedad
global de masas. Y no faltaron presidentes, entre ellos algunos
latinoamericanos, que peregrinaron -serviles- a Washington para obtener su fotografía
con el nuevo mister president.
Ha pasado el tiempo y
muchos acontecimientos insospechados ocurrieron en este período: pese al
multimillonario rescate de los bancos y la élite financiera privada con fondos
públicos, la crisis recrudeció en Estados Unidos, donde la desigualdad en la distribución de la riqueza se
sitúa ya en los índices de 1928 (el 1% de la población controla
el 40% de la riqueza). Para sorpresa de la opinión pública mundial, y sin
mérito alguno del favorecido, Obama recibió el premio Nobel de la paz en 2009:
un reconocimiento que trocó en ironía macabra con el lanzamiento de nuevas
campañas imperialistas en Libia y Siria (Irán será el trofeo de caza del
vencedor de las elecciones del próximo 6 de noviembre), y más aún cuando, en el
auge de la llamada Primavera Árabe, los Estados Unidos realizaron una defensa
cínica y a ultranza de sus aliados en las
petromonarquías sauditas, campeonas en la violación de derechos humanos.
Semejante expediente lo
coronan dos de las decisiones más controversiales del presidente Obama: la
ejecución sumarísima de Osama Bin Laden, viejo aliado devenido en terrorista y
diablo de ocasión; y el respaldó con
armas, dinero y logística al derrocamiento de Muammar Gadafi y su asesinato a
manos de combatientes mercenarios. En las oficinas de la Casa Blanca, todavía
resuenan los ecos de la risa perversa de Hillary Clinton celebrando la muerte del líder libio, en un episodio que,
como lo expresó el analista argentino Atilio Borón, puso en evidencia la putrefacción moral del imperio.
También hace cuatro
años, y atendiendo la solicitud de un
periódico costarricense, elaboramos un artículo sobre los que, desde nuestro
punto de vista, constituían los principales desafíos de la agenda
latinoamericana del presidente Obama, si efectivamente el mandatario electo
quería que su gestión fuese algo más que un dato en el historial del gatopardismo (“cambiar para que nada
cambie”).
En esa ocasión,
enumeramos los desafíos como preguntas: ¿pondría fin a la política guerrerista
hacia América Latina, manifiesta en el Plan Colombia II, el Plan Mérida, la
reactivación de la IV Flota y la aplicación de la doctrina de guerra preventiva
-bajo la forma de la doctrina Uribe- como ocurrió en Ecuador en el 2008? ¿Atendería el presidente la recomendación de
los 400 académicos estadounidenses que le solicitaron iniciar un proceso de
diálogo con Cuba? ¿O recrudecería el bloqueo criminal contra ese país?
¿Cómo manejaría la
contradicción entre la defensa de los
intereses estadounidenses, con la construcción del socialismo del siglo XXI
en los países del bloque andino? ¿Se atreverá a renegociar los tratados de
libre comercio, y abrir con ello una vía de acción política para los
movimientos sociales de México y América Central? ¿Competiría la política de
cooperación internacional estadounidense con los fondos solidarios del esquema
del ALBA, o la multimillonaria inversión hecha por Brasil, en los últimos años,
en prácticamente toda América del Sur? Y de hacerlo, ¿qué principios
inspirarían esta cooperación?
Hoy, a las puertas de
una nueva elección, cuando el presidente Obama y el candidato del Partido
Republicano, Mitt Romney, se disputan el poder formal de la mayor potencia
bélica del planeta, es claro que esas interrogantes quedaron sin solución y,
más bien, se mantuvo y profundizó el estado de cosas establecido por las dos
administraciones del halcón Bush.
América Latina no figuró
como prioridad formal de la política exterior del gobierno de Barack Obama. No
obstante, de manera informal y solapada cuando así fue necesario, la Casa
Blanca y el Departamento de Estado continuaron sus tradicionales prácticas de
desestabilización y conspiración contra los procesos políticos progresistas y
nacional populares de la región: dos golpes de Estado en Honduras y Paraguay;
maniobras desestabilizadoras en Bolivia, Ecuador y Argentina; y una feroz
campaña mediática, dirigida especialmente contra Cuba y Venezuela, nos hicieron
recordar que el precio de la independencia y el fortalecimiento de la unidad
regional es todavía muy alto. Y que el imperialismo no cederá un ápice en esa
batalla.
Algunas encuestas
sugieren un empate técnico entre los dos candidatos, hasta antes de la
devastación del huracán Sandy. Resta por ver lo que sucederá en los próximos días. Si Obama triunfa, y por los antecedentes,
será casi un hecho que las relaciones interamericanas mantendrán el doblez y el
injerencismo disfrazado de poder
inteligente de los últimos años. Si, por el contrario, es Romney quien
triunfa, el panorama para nuestra América será todavía más nefasto, pues el
republicano no ha tenido ningún reparo en proclamar a viva voz sus intenciones:
destruir a la Revolución Cubana y a la Revolución Bolivariana.
En definitiva,
cambiarán o no los métodos, pero los objetivos de dominación sobre América
Latina se mantendrán intactos. Para eso
debemos estar preparados.
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