A diferencia de hace pocas décadas, la fracción financiera
de las burguesías centroamericanas están tratando de consolidar una red
regional a través de bancos y otras instituciones financieras que tienden a
buscar oportunidades para entrelazarse y hacer negocios transnacionales.
Marco A. Gandásegui, hijo / ALAI
En
una conferencia reciente celebrada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias
Sociales (CLACSO) en México, planteamos que la región centroamericana está
experimentando transformaciones radicales. Situamos el análisis del Istmo en el
contexto de la crisis mundial. La crisis, a diferencia de lo mucho que se ha
escrito, presenta nuevas oportunidades que deben aprovecharse. Los cambios a
nivel mundial deben ser asumidos con cierta audacia.
En
el último cuarto de siglo XX, la región fue testigo de cómo la correlación de
fuerzas en la región se transformó con el triunfo de la Revolución sandinista y
la victoria del FMLN. Asimismo, cómo Panamá obligó a EEUU a levantar sus
estacas coloniales, evacuar sus bases militares y ceder la administración del
Canal de Panamá.
La región centroamericana se encuentra en una posición geográfica muy
particular. Se encuentra en la frontera donde se detuvo el avance geopolítico
de EEUU a principios del siglo XX. A pesar de que han pasado 100 años, la
correlación de fuerzas no se ha estabilizado creando constantes
enfrentamientos, inestabilidad política y conflictos sociales. Tanto la
economía “primarizada”, con su monoproducción exportadora, como la estructura
industrial, basada en la sustitución de
importaciones, y su diversidad de clases sociales, estaban atravesadas por una
abierta presencia norteamericana.
Los 6 países centroamericanos han emergido en el nuevo siglo con
economías financierizadas (aunque dependientes). La burguesía industrial y la clase
terrateniente han perdido su hegemonía, el mensaje revolucionario de la clase
obrera y los campesinos han perdido parte de su energía y las capas medias se
han marchitado. En cambio, las luchas centenarias de los pueblos indígenas por
la defensa de sus tierras y comunidades han adquirido un nuevo perfil.
El sector bancario y financiero han crecido a tasas excepcionalmente
altas mientras que los sectores productivos como la agricultura y la industria
se han estancado y entrado en recesión. Ha aparecido una nueva burguesía financiera
hegemónica que controla los gobiernos e intenta apoderarse de las instancias
ideológicas (educación, comunicación, religiosas e, incluso, de
entretenimiento).
Para romper la vieja hegemonía de la alianza agro exportadora–industrial,
la fracción financiera ha pactado con sectores progresistas en todos los países
de la región. En algunos casos con éxito, en otros con retrocesos. Los más
salientes son los casos de Nicaragua y El Salvador, donde gobiernan partidos
frentistas. También se destacaron, en su momento, los casos de Honduras (con el
Partido Liberal progresista de Zelaya) y en Panamá (con el caso del PRD,
antiguo brazo político de los militares nacionalistas). El golpe de Estado
contra Zelaya puso fin temporal a la experiencia en Honduras. La alianza del
PRD con el sector financiero entró en crisis con Martinelli.
En el pacto fueron incluidos en forma subordinada los trabajadores y
campesinos, cuya fuerza ha disminuido cuantitativa y cualitativamente. Las
capas medias, importantes para legitimar la nueva correlación de fuerzas,
constituyen el talón de Aquiles al no poder consolidar su posición en el nuevo
pacto.
A diferencia de hace pocas décadas, la fracción financiera de las
burguesías centroamericanas están tratando de consolidar una red regional a
través de bancos y otras instituciones financieras que tienden a buscar
oportunidades para entrelazarse y hacer negocios transnacionales. Al mismo
tiempo, se ha notado una disminución de la participación de la banca
norteamericana.
Se está produciendo una “integración” desde arriba que no necesita
pactos intergubernamentales o de la intervención de políticos profesionales. El
proceso de integración no requiere plazos para la negociación y menos la
intervención de otras fracciones de la burguesía (agrícola o industrial) y
menos de los trabajadores, campesinos, pueblos indígenas o capas medias.
A pesar de todo, la nueva clase hegemónica necesita el aparato del
Estado para imponer sus condiciones y disciplinar cualquier disenso sea de las
otras fracciones de la clase burguesa o de las clases subordinadas. A su vez,
“la guerra contra las drogas” implica una fuerte militarización de los países
de la región que favorece los intereses de EEUU. En cada país, el presupuesto
militar supera el 20 por ciento de los presupuestos nacionales. El papel
estratégico de la banca norteamericana en el lavado de dinero, producto de
transacciones consideradas ilícitas, está cambiando rápidamente.
El control del Estado es fundamental para subordinar a la población y,
especialmente, a los sectores organizados de los trabajadores. Hay áreas en que
todos los gobiernos de la región coinciden. Estos son el control de los
sindicatos obreros, de las asociaciones de trabajadores, de las cooperativas y
de los estudiantes. La política dirigida a la desindustrialización ha aminorado
el crecimiento de las organizaciones obreras. En el marco de este
debilitamiento cuantitativo de la clase obrera, los gobiernos han redoblado sus
políticas de flexibilización y desregulación. Mientras que las áreas
productivas se han estancado y están en recesión, crecen las inversiones en los
aparatos represivos (militar y de la policía).
El intercambio comercial entre los países de la región ha disminuido,
no hay inversión en infraestructura que promueva el comercio regional, tampoco
hay políticas sociales que busquen sacar ventaja de las sinergias regionales:
Salud, educación, seguridad social, entre otros.
15 de noviembre de
2012.
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