Gradualmente se
incorporan al mundo cosas que no proceden de la tradición ni de la memoria,
sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por renunciar a todo lo
conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus espectáculos e
innovaciones, en sus mercados sin descanso y en la prisa inexplicable de sus
muchedumbres.
William Ospina / El Espectador
Es extraño que una
especie que lleva un millón de años en este planeta, que hace cuarenta mil años
inventó el lenguaje y el arte, que hace quince mil ya construía poblados, que
hace diez mil en Ecuador y en Mesopotamia cultivaba la tierra para obtener
alimentos, que hace nueve mil empujaba ganados por el África, que hace seis mil
ya tenía ciudades, que hace cinco mil ya andaba sobre ruedas, que hace cuatro
mil quinientos producía seda con los capullos de los gusanos, guardaba reyes en
pirámides y sistematizaba alfabetos, que hace cuatro mil años ya levantaba
imperios, todavía tenga que preguntarse cada día cómo educar a la siguiente
generación.
Casi todas las culturas
anteriores supieron transmitir sus costumbres y sus destrezas, porque sus
filosofías y religiones siempre creyeron en el futuro; pero en nuestro tiempo
cunde por el planeta una suerte de carnaval del presente puro que menosprecia
el pasado y desconfía del porvenir. Tal vez por eso nos atrae más la
información que el conocimiento, más el conocimiento que la sabiduría. Los
medios se alimentan de esa curiosa fiebre de actualidad que hace que los
diarios sólo sean importantes si llevan la fecha de hoy, que los
acontecimientos históricos sólo atraigan la atención mientras están ocurriendo:
después se arrojan al olvido y tienen que llegar otras novedades a saciar
nuestra curiosidad, a conmovernos con su belleza o con su horror.
En la política, la mera
lucha por el poder termina siendo más urgente que la responsabilidad de ese
poder; nadie les pide cuentas a los que se fueron y lo imperativo es decidir
quiénes los reemplazarán. Los liderazgos personales eclipsan en todo el mundo
la atención sobre los programas, el debate sobre los principios. Los líderes se
preguntan de qué manera recibirán los electores tal o cual promesa, si se
decepcionarán de ellos por proponer esto o aquello, y la tiranía de lo
conveniente reemplaza principios y convicciones.
Nadie habría pensado en
otros tiempos que los pastores sólo pudieran decir lo que está dispuesto a
escuchar el rebaño, y la palabra liderazgo va perdiendo su sentido de
orientación y de conocimiento para ser reemplazada por la mera astucia de la
seducción, por todos los sutiles halagos y señuelos de la publicidad.
Ello no significa que
sean los pueblos los que ahora deciden: poderes cotidianos gobiernan sus
emociones, modelan sus gustos y dirigen sus opiniones. Fuerzas muy poderosas
gobiernan el mundo, y pasa con ellas lo que con las letras más grandes que hay
en los mapas: resultan ser las menos visibles, porque las separan ríos y
montañas, meridianos y paralelos. ¿En qué consiste esta aparente seducción de
las multitudes, que sólo quiere decirles lo que están dispuestas a oír, aunque
se gobierne a sus espaldas y no siempre a favor de sus intereses?
Nietzsche decía que
cualquier costumbre es preferible a la falta de costumbres. Nuestra época es la
de la muerte de las costumbres: cambiamos tradiciones por modas, conocimientos
comprobados por saberes improvisados, arquitecturas hermosas por adefesios sin
alma, saberes milenarios por fanatismos de los últimos días, alimentos con
cincuenta siglos de seguro por engendros de la ingeniería genética que no son
necesariamente monstruosos, pero de los que no podemos estar seguros, porque
más tardan en ser inventados que en ser incorporados a la dieta mundial antes
de que sepamos qué efectos producirán en una o varias generaciones, todo por
decisión de oscuros funcionarios que no siempre pueden demostrar que trabajan para
el interés público. El doctor Frankenstein es ahora nuestro dietista y el
Hombre Invisible toma decisiones delicadas que tienen que ver con nuestra salud
y con nuestra seguridad.
Tenemos a veces un
sentimiento que no tenían las generaciones del pasado: el de estar viviendo en
un mundo desconocido. Mientras el maíz que comíamos era el mismo que comieron
nuestros antepasados durante milenios, no teníamos por qué sentir esa
aprensión. Mientras los alimentos obedecían a una dieta largamente probada por
abuelos y trasabuelos, podía haber confianza en el mundo.
Nos preguntamos si
pasaron los tiempos en que se podía hablar del ser humano utilizando las
palabras de Hamlet: “¡Qué obra maestra es el hombre!, ¡Cuán noble por su
razón!, ¡cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos ¡cuán expresivo
y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!, en su inteligencia,
¡qué semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los
seres!”.
Gradualmente se
incorporan al mundo cosas que no proceden de la tradición ni de la memoria,
sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por renunciar a todo lo
conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus espectáculos e
innovaciones, en sus mercados sin descanso y en la prisa inexplicable de sus
muchedumbres. El mundo ya no parece estar para ser conocido, sino sólo para ser
retratado, las ideas no piden ser profundizadas y combinadas, sino ser
transmitidas; una manía no de la sentencia, sino del eslogan, parece apoderarse
del mundo, y la humanidad tiende a verse arrojada a un hipermercado que sólo
pertenece momentáneamente a quien pueda pagarlo: por último refugio los centros
comerciales, por último alimento del espíritu los espectáculos, por toda
escuela las pantallas de la televisión, por toda religión el consumo, por todo
saber la opinión.
El último hombre bien
podría ser aquel que, al preguntarle por sus ambiciones, contestó: “He vivido
como todos, quiero morir como todos, quiero ir a donde van todos”.
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