Que nos digan que hoy,
como nunca antes, la pobreza alcanza niveles históricos en Costa Rica, no puede
sino interpretarse como la consecuencia lógica y perversa de tres décadas de
desmantelamiento del Estado de bienestar, de descomposición del sistema
político y democrático, de claudicación de la clase política a emprender un
proyecto nacional orientado a satisfacer las necesidades de las grandes
mayorías.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La pobreza y la desigualdad amenazan la estabilidad social costarricense y su democracia. |
“Nunca como hoy ha habido tanta gente pobre en Costa Rica”: estas palabras, pronunciadas por
el director adjunto del Informe Estado de la Nación, así como los datos
dados a conocer en la presentación anual de los resultados de este estudio, uno
de los principales y más completos que se elaboran sobre la realidad
costarricense, está provocando la indignación de la ciudadanía y reacciones airadas
en las autoridades de un gobierno –el de la señora Laura Chinchilla- que
presume del crecimiento de la economía a tasas
del 5,7%, pero donde 1,1 millones de personas (de las 4,3 millones que habitan
el país) viven en condición de pobreza.
Contrario a la
exhuberancia idílica que sugiere la imagen
de ser el país más feliz del mundo,
como presenta y promociona a Costa Rica el discurso de la nueva identidad nacional, orientado a
“insertarnos” en el mercado mundial como un destino turístico y de atracción de
inversiones extranjeras, el informe Estado de la Nación nos muestra un panorama
de deterioro socioeconómico, aumento de la pobreza y de la desigualdad social,
y pérdida sostenida de la calidad de vida: uno donde los ingresos de los
hogares más pobres disminuyeron un 7,2% en 2011, mientras los ingresos de los
más ricos crecieron 1,2%; donde uno de cada tres niños y adolescentes (un poco
más de 481 mil) ya están inmersos en la pobreza y no logran satisfacer sus
necesidades más elementales (alimentación, salud, vivienda digna, agua potable,
electricidad); y donde la tendencia a la contracción de la inversión social
pública se mantiene.
Sin embargo, estos
datos y las realidades que describen, con todo el dolor humano que encierran,
solo pueden tomar por sorpresa a los distraídos; a los desinformados por la maquinaria mediática que promueve la
cultura del consumo; y en el peor de los casos, a aquellos que deliberadamente
optaron por mirar hacia otra parte, mientras crecían las fortunas de un grupo
privilegiado de la población (vinculado a los sectores más dinámicos de la
economía) y, al mismo tiempo, aumentaba la pobreza y la desigualdad en el país.
En efecto, desde hace
30 años, distintos análisis –oficiosamente ignorados por los medios y la intelectualidad
oficial- vienen advirtiendo sobre las modificaciones estructurales
derivadas de la implantación del modelo neoliberal, y sus consecuencias
socioeconómicas y culturales.
En 1992, cuando el
neoliberalismo presumía la victoria del pensamiento único tras la caída del
socialismo real, y los programas de ajuste estructural del FMI ya tenían varios
años de aplicación en el país (el primero se aprobó en 1985), el politólogo
Manuel Rojas Bolaños decía: “(…) los cambios siguen profundizándose, y una nueva Costa Rica comienza a emerger:
una sociedad más dinámica, más
competitiva, más eficiente desde el punto de vista productivo, con mayor bienestar para los más aptos para
jugar de acuerdo con las reglas del mercado - una especie de sociedad de
los «dos tercios» -; pero también una
sociedad con estratos sociales más rígidos y más distantes entre sí, sin
metas definidas de bienestar social, con un nivel de violencia cotidiana mucho
mayor que en el pasado, y, en general, con menor calidad de vida”[1].
Casi una década
después, en 2001, el economista Luis Paulino Vargas, observaba que las
condiciones de vida de los sectores populares costarricenses enfrentaban graves
problemáticas: por un lado, la “oscilación hacia la pobreza y, eventualmente,
la mendicidad”, que puede actuar como laboratorio “donde se generan los
especímenes de la delincuencia y la criminalidad”; y por el otro, la existencia
de una pobreza “sin futuro ni posibilidad de redención”, y de una frustración
que “se alimenta de las presiones al consumo (…) y del creciente vacío ético y
axiológico”[2].
Y a mediados de la
primera década del siglo XXI, en un texto que ganó el Premio Nacional de
Ensayo, el filósofo Manuel Solís expresaba así su balance de las reformas
neoliberales en Costa Rica: “se asoma la figura de una sociedad que se ha quedado sin centro, sin ejes económicos y
sociales sólidos, alrededor de los cuales girar con algo de consistencia, atravesada por múltiples fuerzas que luchan
por conseguir, conservar y ampliar posiciones y beneficios. (…) No nos
convertimos en una sociedad o una cultura del turismo, ni de la tecnología de
punta, ni de la maquila, a pesar del peso económico de estas actividades. (…) Una
cultura de la falta de centro, de la evanescencia de lo tangible, de la
incertidumbre, y de la frivolidad, sustituía la cultura del café”[3].
Que nos digan que hoy,
como nunca antes, la pobreza alcanza niveles históricos en Costa Rica, no puede
sino interpretarse como la consecuencia lógica y perversa de tres décadas de
desmantelamiento del Estado de bienestar, de descomposición del sistema
político y democrático, de claudicación de la clase política a emprender un
proyecto nacional orientado a satisfacer las necesidades de las grandes
mayorías. Y por supuesto, a la no menos
importante resignación cómplice de una sociedad que, una y otra vez, como en el
mito de Sísifo, insiste en tropezar en sus mismos errores –el principal: la
incapacidad de articular un proyecto alternativo con opciones reales de poder-,
y en tolerar la explotación y la desigualdad como condiciones casi “naturales”
para alcanzar la utopía del mercado.
¿Existen alternativas a
este imperio del neoliberalismo? Por supuesto que sí, y los procesos políticos
progresistas y nacional populares de América del Sur llevan más de una década
demostrando que no existe un único camino para alcanzar el bienestar de los
pueblos , que es posible avanzar en rutas posneoliberales.
Si nos atreviéramos a
mirar más allá de los estrictos marcos políticos impuestos por el “sentido
común” neoliberal, esa frontera del Darién ideológico que nos atrapa bajo la
égida de la hegemonía norteamericana, y rompiéramos por fin nuestro
aislacionismo autocontemplativo, quizás encontraríamos nuestro propio camino
para construir un futuro distinto.
NOTAS
[1] Rojas Bolaños, Manuel
(1992). “Costa Rica. Una sociedad en
transición”, en Nueva Sociedad,
nº 119, mayo-junio. Buenos Aires: Fundación Foro Nueva Sociedad. Pp. 16-21.
[2] Sancho, Mario y Vargas,
Luis Paulino (2009). Costa Rica: dos
visiones críticas. San José, C.R.: EUNED
[3] Solís Avendaño, Manuel
(2006). La institucionalidad ajena: los
años cuarenta y el fin de siglo. San José, C.R.: EUCR.
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