A 23 años del asesinato de los jesuitas, si
queremos ubicar bien a los mártires en nuestra realidad y ubicarnos nosotros
bien ante ellos, hay que situarlos junto a los pobres y las víctimas. Ese fue
el lugar que escogieron los mártires de la UCA para realizar su misión desde la
vocación universitaria.
Carlos
Ayala Ramírez* / ALAI
Memorial a los mártires de la Universidad Centroamericana |
En la madrugada del 16 de noviembre de 1989 fueron
asesinados a tiros, en el campus de la UCA, seis sacerdotes jesuitas, una
cocinera y su hija de dieciséis años. Las víctimas: los padres Ignacio
Ellacuría, rector de la Universidad; Ignacio Martín-Baró, vicerrector; Segundo
Montes, director del Instituto de Derechos Humanos; Amando López, Joaquín López
y López y Juan Ramón Moreno, todos ellos profesores de la UCA; y la señora
Julia Elba Ramos y su hija, Celina Marisela Ramos.
Según el Informe de la Comisión de la Verdad, el
entonces coronel René Emilio Ponce, en la noche del 15 de noviembre de 1989, en
presencia de y en confabulación con el general Juan Rafael Bustillo, el
entonces coronel Juan Orlando Zepeda, el coronel Inocente Orlando Montano y el
coronel Francisco Elena Fuentes, dio al coronel Guillermo Alfredo Benavides la
orden de dar muerte al sacerdote Ignacio Ellacuría sin dejar testigos. Con ese
fin se utilizó una unidad del batallón Atlacatl que dos días antes había sido
enviada a reconocer y registrar la residencia de los sacerdotes.
“El mismo odio que terminó con monseñor Romero es
el responsable de esta nueva masacre” fueron las primeras palabras del
arzobispo de esa época, monseñor Arturo Rivera Damas, sobre los asesinatos. Y
posteriormente, durante su homilía en las honras fúnebres, lo calificó como un
duro golpe para la Iglesia (ellos habían dedicado parte de su vida a la
formación del clero), para la Compañía de Jesús (porque, a la luz del Concilio
Vaticano II, Medellín y Puebla, asumían la opción preferencial por los pobres)
y para la cultura del país (eran analistas agudos que dejaban al descubierto la
injusticia social y hacían propuestas para su transformación). Así, la historia
que nacía de esos días estaba configurada por el dolor y la desolación.
Pero ese dolor y esa desolación no apagaron la luz
de su causa ni la fuerza y vigor de su entrega a ella. En un pronunciamiento de
los estudiantes de la UCA, pocos días después del asesinato, se dice: “Queremos
dejar claro que sus muertes no han sido estériles, porque sus ideales están
encarnados en nosotros. Así como a la muerte de Jesús le sucedieron cientos de
apóstoles, nosotros estamos empeñados en trabajar con la inspiración cristiana
como fundamento de nuestras vidas, buscando la excelencia académica
comprometida con la verdad, la justicia y la opción preferencial por los
pobres”.
En ese mismo contexto y con igual espíritu, se
manifestaron tanto el cuerpo académico de la UCA como la Compañía de Jesús. La docencia
no solo reaccionó con inmenso dolor e indignación, sino que reafirmó su
compromiso de trabajar en beneficio de las mayorías populares desde el modo
propio de la Universidad. Los jesuitas, por su parte, exigieron que la
investigación del crimen fuera no solo exhaustiva, sino pronta y diligente.
Asimismo, asumieron el sacrificio de sus compañeros y de Elba y Celina como
semilla de nuevos compromisos en el horizonte de la paz en El Salvador.
Noviembre de 1989 fue para la UCA un mes de
profundo dolor. Pero, por paradójico que resulte, fue también el tiempo del
mayor homenaje en la línea del evangelista Juan: “No hay amor más grande que
dar la vida por sus amigos”. Es decir, la entrega total de un ser humano libre
y generoso, por amor, a un pueblo de pobres. En los años posteriores al
martirio, distintas universidades de Estados Unidos y de Europa han nombrado
doctores a los mártires de la UCA: doctores de la fe, de la justicia y de la
paz. Y ciertamente lo son en el sentido más propio del término, esto es, por su
ejemplaridad de vida.
El lema conmemorativo de este año, “Una vuelta a
los pobres por amor es una vuelta al Evangelio”, actualiza esta entrega
radical. Pero al mismo tiempo nos remite a una de las razones primordiales por
las que ha habido mártires, y que no debemos dar por obvia. Jon Sobrino lo
explica en los siguientes términos: “Si ha habido muchos y muy generosos
mártires, es porque muchas eran las víctimas a las cuales había que defender, y
grande la crueldad de la cual había que liberarlas”. De ahí que, para el
teólogo, si queremos ubicar bien a los mártires en nuestra realidad y ubicarnos
nosotros bien ante ellos, hay que situarlos junto a los pobres y las víctimas.
Ese fue el lugar que escogieron los mártires de la
UCA para realizar su misión desde la vocación universitaria. Su opción
—derivada de la inspiración cristiana— fue de esperanza y compromiso: “La
universidad debe encarnarse entre los pobres para ser ciencia de los que no
tienen ciencia, la voz ilustrada de los que no tienen voz, el respaldo
intelectual de los que en su realidad misma tienen la verdad y la razón, pero
no cuentan con las razones académicas que justifiquen y legitimen su verdad y
su razón”.
A 23 años de su martirio (un tiempo relativamente
corto), sigue dando qué pensar el tipo de universidad que nos dejaron. Aquella
que se entiende como una fuerza social al servicio de la verdad, la justicia,
la liberación y la humanización. Aquella cuyo fin esencial es la excelencia
universitaria y donde la academia es necesaria y sumamente importante, pero no
es la finalidad última. Llevar adelante ese modo de ser universitario es un
compromiso que requiere responsabilidad y creatividad, tanto institucional como
personal. Y en esa opción, la primera mirada —como en Jesús y en los mártires—
no se enfoca en el pecado de las personas, sino en el sufrimiento que padecen
sus vidas. Lo primero que toca su corazón es el dolor, la opresión y la
humillación de hombres y mujeres. De ahí, la necesidad ética y profética de
volver a los pobres por amor.
*Carlos Ayala Ramírez,
director de Radio YSUCA
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