¿Sí tendrá de verdad el
Gobierno la voluntad de alcanzar la paz negociada, que todos sabemos necesaria
y que las comisiones de La Habana se esfuerzan arduamente por hacer avanzar
desde hace más de un año?
William Ospina / El Espectador
Me lo pregunto porque
este gobierno se ha especializado en enviar señales ambiguas. Un día dice que
hay que dialogar, al siguiente que hay que dar de baja a todos los jefes de la
guerrilla; un día son interlocutores en el proceso de rediseñar y modernizar el
campo colombiano y al siguiente son criminales sin entrañas; un día el jefe
negociador por el Gobierno nos dice que se avanza con buena voluntad y con buen
ritmo, pero enseguida el ministro de Defensa declara que este sí es el año en
que se los va a derrotar militarmente.
Santos pareciera que
tiene la idea de que gobernar es desconcertar a la opinión pública, que nadie
sepa a ciencia cierta lo que el gobernante está pensando ni pueda prever su
siguiente paso. El primer sorprendido con ese estilo fue Álvaro Uribe, quien
vio a su heredero convertirse de repente en el adalid de políticas distintas y
a veces contrarias a la suya. Después los gobiernos vecinos, que vieron cómo
uno de sus principales adversarios se convertía en su aliado entusiasta. Y
llevamos tres años de sorpresas cuyo común denominador son virajes bruscos,
cambios de opinión y decisiones desconcertantes.
Todo eso al nivel del
discurso y la comunicación mediática, pero el país no deja de ser el de
siempre, el de la guerra sin cuartel, la economía egoísta, el desempleo, la
miseria, el empobrecimiento de las clases medias, la trivialización de los
dramas populares y la irresponsabilidad estatal.
Casi todo lo que dice
el Gobierno parece más bien maquillaje político: cifras de reducción de la
pobreza que no se deben a la creación de empleo sino al cambio del sistema de
medición; índices de crecimiento económico que no se traducen en disminución
sino en incremento de la inequidad; una defensa de los recursos naturales que
no protege nada; una estrategia de devolución de tierras que nunca sale de los
titulares, que parece convencida de su propia imposibilidad y que apenas cumple
con dejar constancia de sus buenas intenciones; un proceso de paz que no
vincula a la comunidad, que no abre horizontes de reconciliación, que no ofrece
nada consistente a las víctimas.
Ojalá me equivoque,
pero la política de paz del gobierno Santos podría terminar siendo no más que
una estrategia para mantener neutralizados a los críticos del guerrerismo a
ultranza y para asegurar la reelección de un gobierno que no tiene nada que
mostrar en casi ningún campo. Los paros agrarios fueron una triste prueba de
insensibilidad ante los hechos y de irresponsabilidad en el cumplimiento de las
promesas.
Qué duro sería para
Colombia que al cabo de seis o siete años todo derivara en una nueva ruptura
del proceso, y que el Gobierno hubiera logrado mantener mientras tanto acallada
a la crítica, y a la expectativa a sectores de opinión que pudieron hacerle
exigencias reales a la administración.
Este gobierno no se
caracteriza por su pacifismo, ni por su sensibilidad social, ni por su afán
modernizador, ni por su estrategia educativa, ni por un proyecto de reformas
convincentes, en un país tan necesitado de cambios que despierten esperanza y
gestos que convoquen a los ciudadanos al compromiso y a la acción.
Y si señalo como
responsable al Gobierno es porque nadie puede esperar, ni es concebible, que
sea la guerrilla la que marque la dinámica de esa negociación, ni lidere los
temas de la política, ni le abra horizontes de convivencia y de progreso a
Colombia. El Gobierno representa a las mayorías electorales (aunque sabemos de
qué manera se elige en Colombia), y administra el tesoro público y tiene la
legitimidad suficiente para tomar decisiones.
Pero tenemos más bien
la impresión de que nos gobiernan una mezcla de astucia y cinismo, no la
generosidad ni la grandeza de propósitos. La paz que se respira en las
carreteras se debe más a la política de Uribe que a la de Santos; los subsidios
que reciben algunos sectores populares también se deben más al anterior
gobierno. Y en cambio muchas de las grandes cosas que este gobierno anuncia se
parecen al estilo de las vallas que llenan las carreteras y que algún
caricaturista ha señalado como la manera más rápida y barata de cambiar la
infraestructura del país: el Photoshop.
¿Por qué no sabemos en
qué va el proceso de paz? ¿Por qué tenemos que reelegir a un gobernante que no
ha mejorado en nada la dramática situación de millones de personas, ni en la
salud, ni en la educación, ni en las obras públicas, ni en el empleo, ni en la
productividad, ni en los horizontes del progreso personal y familiar? ¿Por qué
tenemos que confiar a ciegas en un proceso de paz que el propio Gobierno se
encarga de desprestigiar cada vez que le ponen los micrófonos al frente? ¿Cómo
quieren que el proceso nos lleve a una verdadera reconciliación (y no veo qué
otro fin podría tener un proceso de paz verosímil) si todo el día muestran a
sus interlocutores en la mesa como a monstruos a los que hay que abatir?
Para eso, más sincero
resulta el discurso de Álvaro Uribe, que no se anda con eufemismos, que declara
de frente que no está interesado en diálogos sino en derrotar por la fuerza a
esos grupos insurgentes. Allí por lo menos no hay una discordia tan grande
entre lo que se hace y lo que se predica.
El guerrerismo es malo, pero para la salud del país puede ser más peligrosa la esquizofrenia.
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