En vez de una moraleja
ramplona, los maravillosos avances vividos por los pueblos de América Latina y
algunos de sus gobiernos, merecen el derecho histórico a la irreversibilidad de
sus procesos democratizadores, antineoliberales y anticapitalistas.
Modesto Emilio Guerrero / Miradas al Sur
Cinco elecciones
presidenciales cruzaron el continente en 2013 como si anunciaran mutaciones a
izquierda y a derecha, buscando una salida a los procesos de cambio. A la
elección de Nicolás Maduro en Venezuela, le siguió la de Rafael Correa por
tercera vez en la república de Ecuador, luego en Paraguay le tocó el turno al
empresario derechista Horacio Cartes, seguida por la del conservador Juan
Orlando Hernández en Honduras, para cerrar el año la sorprendente segunda investidura
de la socialdemócrata Michelle Bachelet al frente del destino presidencial de
Chile.
Fueron ocho meses de
espesuras y devaneos de una coyuntura latinoamericana que se debate entre
avanzar o retroceder, en una atmósfera ideológica continental sombreada por la
ausencia de Hugo Chávez como el pivote de lo nuevo y al mismo tiempo el signo
de la duda sobre el devenir.
Como suele ocurrir en
la complejidad de la vida política, algunas elecciones fueron tributarias o
complementarias de otras, como presagios de combinaciones inesperadas en las
alturas del poder. Esto vale para los cinco casos donde la disputa fue por el
sillón de la Presidencia, y para los dos que no lo fueron, pero determinaron a
sus ocupantes actuales o futuros. La primera en Argentina, unas votaciones
llamadas de medio término, encargadas de legitimar un poder legislativo que en
este país sirve para abrir la vía sin retorno a las plataformas de poder
nacional de donde nace, irremisiblemente, el próximo presidente o presidenta
del país. La otra elección no presidencial ocurrió en la siempre controvertida
Venezuela bolivariana. Allí fue más cruda y paradójica la prueba de los
resultados. Unos comicios limitados a resolver un poder tan municipal como
disperso se convirtieron, sin embargo, en factor decisivo para otear el destino
de la gobernabilidad y la figura presidencial, juntas.
La impronta entre el
primer proceso eleccionario, la elección de Nicolás Maduro en abril en
Venezuela, y el último, el ganado por Michelle Bachelet en Chile en diciembre,
fue la misma: un continente cargado de interrogantes sin respuestas seguras.
Una primera
aproximación simple nos indica que la derecha neoliberal proyanqui ganó dos
procesos presidenciales (Paraguay y Honduras), y que a favor de lo nuevo, tres
opciones identificadas con la palabra izquierda obtuvieron sendos triunfos.
Esta superficialidad se
desbarata cuando le contraponemos las tendencias más profundas, en cada país
señalado, como en el espacio regional.
El diminuto triunfo
estadístico de Maduro en abril fue cruzado a fuego por una derecha nacional e
internacional que creyó llegada su hora, y desató en las calles de Caracas y
otras ciudades asesinatos selectivos de militantes bolivarianos,
desabastecimiento programado a la chilena de 1973, una especulación
desquiciadora apoyada en una campaña internacional de desprestigio del joven
presidente. Al final del año, lo que se preveía como un desbanque gubernamental
irremediable (“Después del plebiscito de las Municipales, vamos por
Miraflores”, proclamó exultante Capriles Radonski a finales del mes de
noviembre), resultó lo opuesto. El triunfo chavista en las elecciones de
alcaldías y concejales fue tan contundente que la gobernabilidad se fortaleció
casi tanto como la imagen presidencial y la derecha quedó vulnerada por su
cuarta derrota en las urnas en 15 meses.
Sin embargo, el triunfo
bolivariano el 8 de diciembre no apagó la otra señal de la realidad. La derecha
venezolana, apoyada con fuerza desde el exterior, decidió ir por todo y en el
menor tiempo posible. La próxima batalla en votos será a mitad del período,
cuando sometan al presidente a un Referéndum Revocatorio, tan constitucional
como riesgoso.
El gobierno está
obligado a consolidar la nueva relación de fuerzas electoral en los terrenos complicados
de la economía, la institución y la vida social, o esperar una nueva batalla de
la misma guerra interminable contra el poder chavista.
La tercera elección
sucesiva del presidente ecuatoriano Rafael Correa, junto con la magnitud
sorprendente de los votos sumados que obtuvo (57,17%) es, quizá, la alarma más
sonora y menos deseada por la derecha continental y el Departamento de Estado.
Correa tiende a convertirse, junto con Evo Morales, en la peligrosa muestra
repetida del récord marcado por Hugo Chávez: ganar, ganar y ganar las pruebas
electorales de la república burguesa. Más aún, ganarles siempre a los mismos
poderes políticos y fácticos internacionales, entre ellos el más sinuoso e
impune: los monopolios mediáticos comerciales.
Aunque el primer resultado
institucional favorable al exitoso presidente Correa es un respaldo
parlamentario jamás tenido por presidente ecuatoriano alguno, y sólo disfrutado
por Chávez en América latina, las tendencias más insondables lo muestran
sometido a dos fuerzas dislocantes de su gobierno y su sistema político. La
primera y la realmente peligrosa proviene de Estados Unidos, que ha decidido
avanzar en una conspiración para tratar de fragilizarlo antes de que sea tarde,
o sea que se vuelva irreversible, como tiende a ser el chavismo en Venezuela. A
los informes revelados por la revista mexicana Proceso en diciembre de 2012,
que señalan a la CIA y la NSA detrás de grupos del narcotráfico andino para
desestabilizar al gobierno de Quito, deben añadirse las acciones financieras y
judiciales de multinacionales como Chevron y otras como el Ciadi o el retiro de
la “ayuda externa de EE.UU.”, para desbancar la economía y la gobernabilidad
del país.
En otro lado de la
realidad ecuatoriana, es cada vez más evidente la ruptura del Presidente con
los principales movimientos sociales indigenistas, ecologistas, juveniles,
feministas, pero también con sectores clave de la vida académica y periodística
que antes lo apoyó. Su veto absoluto al derecho al aborto y la nueva Ley de
Universidades, son más que dos actos políticos, en realidad lo distancian
socialmente de varios sectores oprimidos y lo empujan al lado de fuerzas
conservadoras, a pesar de su frontalidad actual con EE.UU. El costo puede
tardar, pero llegará.
Michelle Bachelet ganó
con el compromiso de hacer tres reformas estratégicas: gratuidad total de la
educación a todos los niveles, una reforma tributaria radical que peche a los
ricos para financiar a los pobres y la clase media y una reforma constitucional
que demuela el sistema instituido desde 1973. A nadie le puede caber duda del
valor de este programa y la valentía de la señora Bachellet para embanderarse
con él.
La suma de esto y sus
derivados significa desmontar el sistema político y económico pinochetista.
Para lograrlo, Bachelet necesita de una fuerza social que no tiene y de un
proyecto y organización político-ideológico que no la sostiene. Chávez demostró
que las “relaciones de fuerza” son fuerzas vivas que se pueden modificar con
iniciativas políticas. Sólo falta saber si la nueva presidenta de Chile se
atreverá a tanto, luego de su primera prueba al lado de la Tercera Vía.
Es cierto que Honduras
y Paraguay, juntos o separados, no cuentan con entidad geopolítica propia para
modificar la situación latinoamericana a favor de Washington, la UE y la OTAN.
Pero ambos triunfos derechistas consolidaron dos situaciones reaccionarias, dos
derrotas a favor del más fuerte en la puja hemisférica de poder. Con ellos dos
avanzó dos pasos la Alianza del Pacífico y como se sabe, dos pasos de un
imperio pisan más fuerte que dos pasos de cualquier país oprimido.
Esta otra verdad
geopolítica es la que nos conduce al punto de partida en un análisis de
tendencia. El instituto de análisis estratégico de The Economist advierte que
Argentina, Bolivia y Venezuela son los tres países más proclives a “explosiones
sociales” durante 2014. Como hipótesis vale tanto como una contraria, lo que no
anula su valor hipotético.
En vez de una moraleja
ramplona, los maravillosos avances vividos por los pueblos de América Latina y
algunos de sus gobiernos, merecen el derecho histórico a la irreversibilidad de
sus procesos democratizadores, antineoliberales y anticapitalistas.
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