Hay muchos tipos de velo
y, en mi opinión, en Occidente tenemos el peor. Es el velo invisible. Ese velo
que no es, aunque sea.
Bárbara Márques Colom / Revista Pueblos
"Borrasca en azul", de Oswaldo Guayasamín. |
Es un día soleado en
Guatemala y como de costumbre me dirijo a casa de Doña María, “Cana María”, así
como la llaman en q’eqchi’, uno de los tantos idiomas mayas que se hablan en el
país. Allí desayuno todos los días, y esta mañana, como todas las mañanas, me
reciben con el suave palmotear de sus manos. Están torteando. Las tortillas son
indispensables en la dieta guatemalteca y en este momento también lo son en la
mía.
En Lancetillo se tortea
tres veces al día, una por comida. Son las mujeres las encargadas de llevar el
maíz al molino más cercano. Una vez molido lo amasan con sus dos fuertes manos
de color café. Es un constante vaivén de fricciones entre la masa y la piedra
que suelen usar para dicha labor, mientras se manosean las diminutas migas del
grano americano.
El comal (una especie de vasija hecha de barro) tiene que
estar lo bastante caliente para que la masa no se pegue. Las tortillas quedan
durante unos minutos calentándose mientras las mujeres las miman entre volteo y
volteo. Si observas como trabajan desde otra perspectiva, te parece todo una
bellísima forma de arte, un arte que lleva reproduciéndose entre generaciones
de mujeres desde hace cientos de años. La realidad es otra. Días y días de duro
trabajo del cual irremediablemente dependen para poder dar de comer a sus
familias. Degusto las tortillas acompañadas de huevos revueltos y un buen café
y me voy a bañar al río.
El agua del río,
fragorosa y arrolladora, puebla las plantas de mis pies y tiene la fuerza
matutina que le corresponde a una precedente lluvia nocturna intensa y
tempestuosa. Es indiscutible el hecho de que este lugar es mágico, no sólo por
la fuerza de su naturaleza, sino también por la riqueza que ésta desprende. No
tardan mucho en irrumpir la tranquilidad del nado unas cuantas niñas con su
tremenda energía impoluta y su maravillosa candidez, tan pura como el aire que
se respira. Sus risas y juegos me contagian de alegría siempre que las tengo
cerca. Rosa, “la chica del río”, así como la llamaba antes de saber cuál era su
verdadero nombre, siempre me dedica una dulce y tierna mirada, buscando en mí
una actitud afín. Así como con Rosa, mi amistad con otras tantas niñas de la
aldea fue forjándose a medida que iba pasando el tiempo. Era desconocido en mí
ese carácter infantil, esa niñez tan casta y desnuda. Sin embargo, a medida que
pasan los años, la fresca realidad de esas niñas que se convertirán en
adolescentes primero, y después en mujeres adultas, se volverá más inclemente y
encadenará a esa joven y chispeante frescura infantil en una dificultosa y
cruda existencia…
Un día hablando con Doña
María me dijo que en la aldea los hombres muchas veces no buscaban una esposa,
sino más bien una sirvienta, tal y como les habían educado en sus casas,
acostumbrados a ser atendidos por sus madres, con el consentimiento u
obligación del progenitor. Así le había pasado a ella. Su esposo había sido
educado frente a la sumisión total de la figura materna y por ello se
naturalizaba ahora en su propia familia. El problema no era tanto la
interiorización del rol masculino dominante por parte de su marido, sino más
bien la prolongación de dicho rol hacia su hijo pequeño. En otra ocasión, me
contó como el niño nunca quería comer a la hora del almuerzo y por eso debía
esperar hasta horas más tarde para servirle la comida en la mesa. Si se negaba,
el “Don”, su esposo, la regañaría y eso la atemorizaba. Siendo ella consciente
de tal sometimiento hacia su marido, no podía ahorcar tampoco ahora los hábitos
absolutos y despóticos tan enraizados cultural y socialmente que el cónyuge
reasentaba en su descendiente.
Las costumbres sociales
tienden a rechazar y condenar un hecho violento que tenga lugar en la calle,
pero en cambio toleran la violencia que se produce en el espacio privado. Estas
conductas sociales son características en las sociedades con patrones
culturales patriarcales y priorizan la privacidad del hogar en su tensión con
la responsabilidad pública del Estado.
El motivo que me ha
llevado escribir estas líneas, no ha sido otro que la indignación e impotencia
que me provoca la ya evidente opacidad que se sigue creando entorno a la
opinión pública sobre las desigualdades sociales por razones de género, y que
persisten todavía no sólo en realidades sociales tan lejanas como la guatemalteca,
sino también en la nuestra. Se sigue negando lo evidente, todo con el
consentimiento de algunos medios de comunicación y fomentado desde las más
altas esferas políticas. No se puede ni se debe intentar solucionar el problema
solamente con la denuncia o la crítica, ya que ello puede paliar el conflicto
pero no erradicarlo. Es necesario profundizar en el tema con una mayor
concienciación y movilización social, no sólo desde la calle, sino desde las
instituciones u organizaciones públicas. Llevar a cabo iniciativas que
paulatinamente logren un cambio en las pautas de comportamiento y en las
estructuras de poder establecidas.
Hay muchos tipos de velo
y, en mi opinión, en Occidente tenemos el peor. Es el velo invisible. Ese velo
que no es, aunque sea. Utilizando las palabras de Descartes, “Cogito ergo sum”,
o lo que es lo mismo, “Pienso, luego existo”, deduzco que solamente nos queda
aprender a pensar otra vez. Pensar de nuevo para que la dulce y fresca sonrisa
de unaniñano desaparezca durante el arduo camino a su vida adulta, como viene
sucediendo a tantas mujeres generación tras generación, mientras que seguimos
sin querer ver la imperiosa necesidad de un cambio que no sólo es posible sino
necesario.
Bárbara Marqués Colom es
licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Barcelona. Actualmente
cursa el Máster de Cooperación Internacional Descentralizada: Paz y Desarrollo
de la UPV/EHU.
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