La destitución del
alcalde Petro y el debate que ha despertado muestran que la dirigencia
colombiana sigue muy satisfecha con la realidad que tenemos. Ni modo de
culparlos, porque de ese estado de cosas derivan su riqueza, su poder y su
soberbia. Pero al pueblo no le va igual de bien, y al país tampoco.
William Ospina / El Espectador
Es indiscutible que
Petro ha cometido errores de vanidad y de inexperiencia. Pero nadie puede
acusarlo de hechos criminales, y no es sospechoso del mal que carcome a
Colombia: la corrupción. Sin embargo, desde que fue elegido ya había una
campaña para impedir que se posesionara, todo el tiempo ha padecido maniobras
impacientes para despojarlo del cargo que le dio la ciudadanía.
Todos sabemos la razón.
En la Alcaldía de Bogotá suelen ponerse a prueba los futuros presidentes de la
República. No se podía permitir que alguien que pertenece con firmeza a la
oposición tuviera éxito en el segundo cargo más importante del país. Allí
comenzó una campaña insomne y laboriosa para desprestigiar al alcalde, un
esfuerzo vigilante para buscar su caída. No llevaba un año en el cargo y ya
estaba en marcha una campaña revocatoria, supuestamente por no haber cumplido
su programa.
Pero nada despierta más
resistencia en ciertos sectores que los intentos de Petro por abrirle camino a
su programa de gobierno. Porque difiere del modelo que se ha venido aplicando
en la ciudad hace mucho tiempo, y aunque la izquierda ha gobernado varias
veces, ninguno de esos alcaldes intentó contrariar el poder de las empresas que
manejan los grandes negocios metropolitanos: no ignoraban la resistencia que
están dispuestos a oponer al que quiera abrir camino a otros intereses de la
comunidad.
La decisión de Petro
con los servidores del aseo pudo ser una imprudencia, pero no es un delito. Los
grandes empresarios, advertidos de la voluntad de no renovar sus contratos,
resolvieron con toda intención no recoger las basuras, aunque es su deber legal
prestar el servicio hasta el momento en que se los reemplace. No se trataba de
combatir un servicio privado, sino de racionalizar un sistema que debe dar
frutos para la sociedad, cumpliendo la ley que ordena formalizar la labor de
los recicladores.
En las ciudades
modernas esperamos que salga agua del grifo, pero nunca nos preguntamos de
dónde viene limpia el agua y menos a dónde va después de que hogares e
industrias la contaminan y envilecen. Nos encanta no tener que pensar. Del
mismo modo nos gusta que los bienes de consumo nos lleguen sofisticadamente
empacados en cartones, celofanes y plásticos, pero miramos con desprecio a esos
seres anónimos “de rudas manos y de oscuros nombres”, que a medianoche, para
evitar que el mundo se hunda en un mar de desechos, pasan por las calles
reciclando nuestra basura.
A Petro también lo
persiguen por pensar en ellos, por recordarnos que les debemos respeto y
gratitud. Y a la maniobra de esas empresas que no quieren perder un negocio tan
jugoso, el procurador, que ha convertido su cargo en un tribunal de
arbitrariedades, no sólo añadió la destitución sino la muerte política del
alcalde por 15 años. Su mensaje para la democracia es que millones de electores
se equivocan siempre, pero un inquisidor iluminado por el rosario y la fe no
puede equivocarse jamás.
Es una caricatura
infame de la vieja república clerical que nunca acaba de irse, y esa torpeza
despertó la indignación de los ciudadanos, que se lanzaron a las calles a
demostrar que Colombia no es ya el país de Laureano Gómez y de sus cruzadas
intolerantes.
Todos saben que el procurador
se excedió porque actúa con espíritu sectario y fundamentalista. Todos saben
que su decisión es un mensaje para los diálogos de La Habana: que los
negociadores sientan que no hay garantías para los que se reinserten, que la
democracia mantiene zonas de sombra con las cuales se puede negar en el momento
oportuno la voluntad ciudadana.
Pero es extraño que
muchos que critican la decisión del procurador recomienden, sin embargo,
aceptar dócilmente la arbitrariedad, no poner objeciones, no expresar el desacuerdo.
Muchos han empezado más bien a hacer cuentas alegres con la alcaldía vacante, y
ya una legión de aspirantes hace fila ante la Registraduría.
El golpe del procurador
despertó a la democracia dormida, y los ciudadanos se lanzaron a la calle a
apoyar al alcalde. Entonces surgieron voces alarmadas que veían en los
discursos del alcalde llamados a la rebelión, y ciertos editoriales hasta
hablaron de una peligrosa polarización ideológica.
¿Es esa la democracia
que algunos sueñan? Que mientras en el país impere un solo discurso, el del
procurador, el de la vieja dirigencia, el de los empresarios que lo quieren
todo, en el país reina la armonía. Pero cuando aparece una voz disidente, otra
manera de pensar, otro modelo de ciudad deseable; cuando el país sale a las
calles a expresar su voluntad pacíficamente, eso se llama polarización
ideológica.
La verdad es que su
verdadero nombre es democracia: la posibilidad de que en el espacio de la
política se enfrenten posiciones distintas, para que ante ello la mayoría tome
sus decisiones.
Dos campañas
simultáneas se alzaron contra Petro: la destitución por un procurador sesgado y
omnipotente, y la revocatoria impulsada por quienes ni siquiera querían que se
posesionara. Las dos se han abierto camino a la vez, y Petro está enfrentando
varios tentáculos de la misma hidra.
Pero como la democracia
no puede seguir siendo un simulacro, nos falta otra vez la decisión de las
urnas. Y ya veremos si, después de que el pueblo decida, todavía Torquemada
quiere tener la última palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario