Desde 2007 se impuso un
nuevo modelo económico que recuperó al Estado regulador; dio hegemonía a los
intereses generales sobre los privados; potenció a diversos sectores económicos
antes relegados y estabilizó el crecimiento.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / El Telégrafo (Ecuador)
El 15 de enero (2014)
se cumplieron siete años del Gobierno del presidente Rafael Correa. Para las
derechas y otros opositores, se ha entronizado el ‘correísmo’: una dictadura
del siglo XXI, populista, totalitaria, represiva, antidemocrática, que ha
sometido todos los poderes del Estado a su caudillo. Son puros calificativos
sin bases empíricas ni fundamentos históricos. Para algunas izquierdas
tradicionales, se consolidó una nueva hegemonía burguesa, de simple
modernización capitalista, con un gobierno autoritario, criminalizador de la
protesta social. En esta visión se ha impuesto el reduccionismo conceptual, que
reviste la realidad con abstracciones teóricas.
Pero, si se toma la
realidad por lo que es y no por lo que se imagina, el Gobierno de Correa
inauguró un nuevo ciclo histórico que superó al ciclo 1979-2006, en el que fue
construido un modelo empresarial de desarrollo, un Estado-de-Partidos, se
desinstitucionalizó al Estado nacional y se agravaron las condiciones de vida y
de trabajo.
Desde 2007 se impuso un
nuevo modelo económico que recuperó al Estado regulador; dio hegemonía a los
intereses generales sobre los privados; potenció a diversos sectores económicos
antes relegados y estabilizó el crecimiento. Acompañaron a la economía las
políticas sociales, con lo cual mejoraron sustancialmente las condiciones de
vida y trabajo. Se fortaleció la nueva institucionalidad del Estado, ceñida a
la Constitución de 2008, así como la democracia y los derechos generales, con
lo cual ha existido estabilidad y gobernabilidad. En materia internacional se
condujo al país en términos de soberanía, dignidad y latinoamericanismo.
Ecuador ha pasado a ser un referente entre los gobiernos de la Nueva Izquierda.
Pero también han comenzado a evidenciarse ciertos límites del proyecto político: una economía todavía primario-exportadora, que aún no asume la democratización de los factores de la producción (mandato constitucional) y que demanda garantizar a futuro la sostenibilidad de la inversión pública; un poder ciudadano electoral al que, sin embargo, le falta organización y movilización capaces de sustentar los cambios en el largo plazo; la afirmación de una nueva clase política y una tecnoburocracia, afincadas en la institucionalidad estatal, a la que le han vuelto incuestionable e inobjetable; y un reformismo radical al que comienza a faltar la profundidad revolucionaria, si realmente se quiere edificar el Socialismo del Siglo XXI.
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