La
entrada en escena del zapatismo, en el contexto del fin del siglo XX, también
fue una impugnación profunda de las formas y contenidos de la democracia
liberal representativa que, tras la caída del socialismo real en Europa del
Este, se presentaba al mundo, junto al capitalismo neoliberal, como el único
camino a seguir.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La
irrupción del movimiento zapatista y del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) en México, en 1994, constituyó un acto de rebeldía e
impugnación de la violencia y la represión contra los pueblos indígenas; del
colonialismo interno y del racismo solapado –pero latente- en las elites y la
sociedad mexicanas; y del neoliberalismo y los tratados de libre comercio a la
medida de los grandes capitales (no es casualidad que el tratado entre Canadá,
Estados Unidos y México –TLCAN- entró en vigencia aquel año).
Con los
indígenas del sureste mexicano, y la enigmática figura del Subcomandante
Marcos, también ascendían al primer plano del debate y la reflexión algunos de
los viejos problemas latinoamericanos como la cuestión indígena y campesina, la
tenencia de la tierra y la pluralidad cultural, que el excesivo y anestésico optimismo de la
globalización pretendía dejar en el olvido.
Precisamente,
en el momento cumbre del neoliberalismo mexicano, en los estertores de la que
había sido la primera revolución de nuestra América en el siglo XX, el México
que pretendía nacer al Primer Mundo de
los países desarrollados contemplaba “una revolución inédita en toda
América Latina: declaraba no buscar la toma del poder y declaraba la guerra al
ejército mexicano; pedía la renuncia de[l]
[presidente Carlos] Salinas y declaraba buscar las condiciones para la
democracia real; reclamaba los derechos de los indígenas desarrollando una
presencia en los medios de comunicación, con un discurso novedoso que despertó
profundas simpatías”[1] en todo el planeta.
Para el
intelectual mexicano Pablo González Casanova, el zapatismo aparece “como un
movimiento posmoderno extraordinariamente original y creador”, entendiendo por posmoderno “un movimiento histórico que
ocurre y aprovecha las experiencias históricas de los proyectos anteriores
socialdemócratas, nacionalista-revolucionarios y comunistas, para no cometer
los errores que aquéllos cometieron”, los elementos de la revolución
tecnológica, y que se lanza a una relectura del “ proyecto universal desde el
proyecto local y nacional y que sin caer en las generalizaciones del saber
único, tampoco se queda en los particularismos, por hermosos que sean y por
útiles que resulten para una acción concreta”[2].
La
entrada en escena del zapatismo en el contexto del fin del siglo XX también fue
una impugnación profunda de las formas y contenidos de la democracia liberal
representativa que, tras la caída del socialismo real en Europa del Este, se
presentaba al mundo, junto al capitalismo neoliberal, como el único camino a
seguir: la etapa final de la evolución social y del desarrollo económico.
Tal
impugnación, con todo y representar un momento de ruptura y de avance creativo
sustancial en las luchas sociales y la búsqueda de alternativas en América
Latina, mantenía su horizonte de significado afincado en los ideales políticos
de la modernidad liberal, en muchos sentidos inconclusa y truncada en nuestra
región. En uno de sus primeros comunicados públicos tras el alzamiento de 1994,
el EZLN expresaba lo siguiente:
“La boca de nuestros fusiles callará para que nuestra verdad
hable con palabras para todos, los que con honor pelean, hablan con honor, no
habrá mentira en el corazón de nosotros los hombres verdaderos. En nuestra voz
irá la voz de los más, de los que nada tienen, de los condenados al silencio y
la ignorancia, de los arrojados de su tierra y de su historia por la soberanía
de los poderosos… Iremos a exigir lo que
es derecho y razón de las gentes todas: libertad, justicia, democracia, para
todos todo, nada para nosotros”[3].
La
cuestión de la democracia se instala en el centro del discurso y las propuesta
del EZLN, pero en un sentido radical: de restitución del poder al pueblo, a los de abajo. No es el reclamo por la
democracia de las formas y procedimientos, sino la democracia como proceso de
liberación de las mayorías. Por eso, para Susan Street la radicalidad del pensamiento
zapatista no reside tanto en su ubicación revolucionaria en el espectro
ideológico ni en su renuncia estratégica de “la toma del poder”, sino en:
“la adopción y expresión de una política del hombre donde a su
vez se expresa la necesidad vital de la democracia –la necesidad de las
mayorías pobres de constituirse en sujetos democráticos-, donde la democracia
es coincidentemente una forma de gobierno y un modo de vida”[4].
Para esta
autora, un elemento distintivo del pensamiento zapatista es que “propone una
nueva racionalidad democrática (la argumentativa/dialógica), profundamente
arraigada en los sentidos culturales (diversos y conflictivos) de las mayorías
– de su presente y pasado indígena mesoamericano- capaz de contrarrestar o por
lo menos combatir la racionalidad instrumental”[5].
Más
claramente aún, el zapatismo logra establecer, desde su irrupción en el mapa
político regional y mundial, un vínculo entre, por un lado, el imaginario emancipador liberal; y por el
otro, las formas de organización y el ejercicio del poder propias de la
cosmovisión indígena chiapaneca. Así, la concepción de democracia zapatista
sintetiza tanto contenidos universales como locales, y se convierte en:
“expresión de una simbiosis entre ciertos sectores sociales (el
campesinado indígena sin tierras[6]) y cuadros o activistas
con experiencia en luchas populares más amplias que las chiapanecas. (…) Esta
construcción del sujeto democrático concebida como la interacción entre líderes
y bases (en contexto y relaciones determinadas) depende de la idea de la
democracia como interpelación. Y esta idea es parte inherente de la “democracia
maya” o la “democracia indígena”, entendida como la gestión colectiva,
comunitaria, del consenso a través del convencimiento del otro en diálogo,
donde se privilegia lo que se vive en el proceso: los valores y los
sentimientos de “la voluntad mayoritaria” construidos entre sujetos cuyas
prácticas responden a una racionalidad dialógica”[7].
Un
aspecto central en la propuesta democrática zapatista, y que introduce una
mirada crítica al modo de ejercer el poder en Occidente, es el concepto de mandar-obedeciendo, que “contiene la
versión indígena de principios tales como la transparencia en los actos
públicos, la revocabilidad de los elegidos o nombrados y la denuncia como deber
cívico”[8], y supone, en sentido
amplio, una reinterpretación de la soberanía popular desde la cultura indígena.
Walter Mignolo,
por su parte, identifica tres dimensiones claves para la comprensión del
movimiento zapatista y, en esa misma medida, para ponderar sus aportes a la
construcción de alternativas que emergen de las condiciones de existencia
específicas de cada comunidad, pueblo y grupo social. Una es la dimensión cultural, producto del
encuentro entre intelectuales urbanos e intelectuales indígenas en la selva
Lacandona, en la década de 1980, de cuyo diálogo y reflexiones deriva un
movimiento nuevo, que no es marxista-leninista ni indigenista-milenarista, sino
que apuesta por su propia representación. En palabras del Subcomandante Marcos,
es la negativa a que “el zapatismo se convierta en una doctrina universal, como
la del (neo)liberalismo o el (neo)socialismo”[9].
Otra es la dimensión política, donde la noción
de democracia, como se indicó antes, es desplazada del discurso y las prácticas
liberales tradicionales. Aquí, el zapatismo:
“acentúa el problema, más que la palabra: y el problema es la
forma de gobierno que respete el principio de “gobernar obedeciendo”. Pensar la
“democracia” desde este principio implica desmontar el concepto liberal de
“democracia” sobre el cual se asentará luego su definición socialista,
cambiando el contenido pero no los términos de la definición”[10].
Finalmente,
Mignolo destaca la dimensión ética,
que revindica la dignidad humana frente a la racionalidad económica neoliberal.
El movimiento zapatista recupera para los indígenas la “conciencia crítica y la
posesión de un espacio de dignidad humana que había sido escamoteada desde los
Derechos de Gentes”; es decir, restituye su condición de sujeto, de
protagonista de la propia existencia. Todo esto sin menoscabar “la atención que
se presta a la comunidad, en vez de la individualidad, lo cual esta ligado a
las consecuencias políticas y al concepto de mandar obedeciendo”[11].
Quizás donde
mejor se ven aplicados los puntos medulares del pensamiento zapatista y los que
podrían considerarse como aportes originales a ese esbozo de civilización nueva, es en la experiencia
de los Caracoles o comunidades
zapatistas.
Surgidas
en el año 2003, tras el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés (que
buscaban garantizar la autonomía de los territorios indígenas) por parte del
gobierno mexicano, el movimiento zapatista avanzó en la construcción de
municipios autónomos con autoridades y delegados nombrados por las comunidades,
regidos por el principio de mandar-obedeciendo y bajo fuertes relaciones de solidaridad. Los Caracoles se constituyen así en
pueblos-gobiernos, que asumen, como dice González Casanova, “la lógica del
legislador de la alternativa”, para conformar “zonas de solidaridad entre
localidades y comunidades afines en redes de gobiernos municipales autónomos
que a su vez se articulan en redes de gobierno que abarcan zonas y regiones más
amplias” [12]
y que practican el autogobierno y la democracia directa para hacerse
representar y, al mismo tiempo, para controlar a sus representantes en el
cumplimiento de los acuerdos que adopta toda la comunidad.
A 20 años
del alzamiento zapatista, y en una América Latina que supo ganarse un lugar
protagónico como escenarios de las principales transformaciones y propuestas
contrahegemónicas de la primera década del siglo XXI, es justo reconocer,
celebrar y acompañar solidariamente al movimiento zapatista y seguir
aprendiendo, con humildad, de sus experiencias y legados, que todavía tienen
mucho que iluminar en los caminos del futuro latinoamericano.
NOTAS
[1] González Aróstegui, M
(2003, diciembre). “Cultura de la resistencia: una visión desde el zapatismo”,
en Liminar.
Estudios Sociales y Humanísticos, Vol. 1, Núm. 2, Universidad de Ciencias y
Artes de Chiapas. Pp. 6.
[2] González Casanova, P.
(2009) De la sociología del poder a la
sociología de la explotación. Pensar América Latina en el siglo XXI (comp.
Marcos Roitman). Bogotá: Siglo del Hombre Editores y CLACSO. Pp. 244-245.
[3] Citado en: Street, S. (1995). La palabra verdadera del zapatismo
chiapaneco (un nuevo ideario emancipatorio para la democracia). Ponencia
presentada en la reunión de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA).
México, setiembre, 1995. P. 1.
[6] Como
refiere González Casanova (2009: p. 274), en los años 1990 la región de Chiapas
“tenía sin satisfacer el 27% de las demandas de tierras de todo el país. De los
10.600 expedientes en trámite en la Secretaría de la Reforma Agraria, 3.000
eran de Chiapas. Tras largos y costosos procesos, los campesinos no lograban
nada. (…) Los sin tierra cobraron cada vez más conciencia de que mientras a
ellos los habían empobrecido, marginado y excluido, los grandes propietarios
tenían latifundios simulados que ni siquiera explotaban”.
[9] Mignolo, W. (1997). “La
revolución teórica del Zapatismo: sus consecuencias históricas, éticas y
políticas”, en Orbis Tertius, año 2,
nº5. P. 65.
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