Así como en el pasado, nuevos actores, con nuevas demandas, ideas y
proyectos, desafían saberes convencionales y construyen historias sin fin. Va
por esa dirección el mensaje a los actuales gobernantes de la región, de
movimientos sociales como los que se diseminaron por el Brasil en junio de
2013, que nos hace recordar a Quilapayún: “mira la batea, como se menea, como
se menea el agua en la batea”.
Especial para Con Nuestra América
Desde Sao Paulo, Brasil
En 1989, parecía que el mundo transitaba por el
camino de una utopía evolucionista del siglo XIX, conducido por quien
estrenaría en breve el título de “única superpotencia”. Un ideólogo del establishment cuñó la famosa frase: se
trata del “fin de la historia”, en que la derrota de la Unión Soviética estaría
encerrando las disputas sistémicas hasta entonces enfrentadas por el llamado
“capitalismo democrático y liberal”. En términos de impacto, después del Este
europeo, en que la transformación comprometió existencialmente lo que era
conocido como Socialismo Real, fue en América Latina que la prédica de “ausencia
de alternativas” adquirió estatus dominante en las políticas de Estado.
Los evolucionistas recelan de puntos fuera de la
curva, pero eso parece no aplicarse a los Estados Unidos, cuyos presidentes se
enorgullecen en proclamar el excepcionalismo del país. Así lo creyeron también
gobernantes electos de nuestras nacientes democracias, que fueron adhiriendo
paulatinamente a la aplicación de políticas que, desde el final del siglo
XVIII, se acreditaban como responsables por la excepcional trayectoria del vecino
del norte. El nombre del recetario era auto-explicativo: Consenso de
Washington.
En las recomendaciones sobre como liberalizar la
economía, dos ejemplos regionales eran cita importante, el Chile de Pinochet y
la Bolivia de Paz Estenssoro post-1985, precursores de la desregulación del
mercado interno, privatización de empresas públicas y apertura externa. Para
impulsar el proceso, el presidente George H. W. Bush lanzó el Plan Brady, al cual adhirieron las tres
mayores economías de la región, con graves dificultades para cumplir con los
compromisos de sus deudas y calificarse para renegociarlas y acceder nuevamente
al crédito internacional. México fue el primero, seguido por la Argentina y
finalmente por el Brasil. La América Latina adoptaba aquella utopía
evolucionista que siempre “porfió” en evitar, insistiendo en “populismos”
distributivistas que, finalmente, parecían tornarse pesadilla del pasado.
La dificultad de esa lectura es que transmite la
idea de que entre 1950 y 70 la región fue gobernada predominantemente por
fuerzas políticas nacionalistas o socialistas. Serían ellas las responsables
por la bomba reloj de pobreza, subdesarrollo, déficit público, endeudamiento
externo e inflación que explota concomitantemente a la transición democrática, contaminando
la percepción de los años 1980 con la etiqueta de década perdida de la
economía. Al contrario, lo que prevaleció de hecho en los treinta años previos
fue la imposición de regímenes militares que buscaron legitimarse por el
discurso del combate al comunismo y al “populismo”. ¿De quien era entonces la
responsabilidad por los descaminos que el nuevo “consenso” prometía revertir?
La ideología acabó sobreponiéndose a la perspectiva
histórica, componiendo el relato hegemónico del fin de siglo. El momento de
auge coincidió con la administración de Bill Clinton (1993-2001), que pasa a
predicar una política exterior de promoción de la democracia y del
libre-mercado, anunciando una nueva división del mundo –aún vigente– en cuatro
categorías de países: el “Núcleo Democrático”,
correspondiente a los Estados del capitalismo avanzado, combinación “virtuosa”
de libertad política y económica, punto de llegada de la civilización; los
“Estados en transición”, en proceso de adhesión al orden comandado por el
Núcleo; los “Estados delincuentes”, patrocinadores de la desestabilización y
del terrorismo, y los “Estados fallidos”, en que la ausencia de gobernabilidad
los torna santuarios de actores ilícitos.
Como parte del estímulo a la ampliación de los
“Estados en transición”, Clinton instituye en las Américas una diplomacia de
Cumbres Presidenciales. En la primera, realizada en diciembre de 1994 en Miami,
el mandatario estadounidense delimita los contornos políticos y económicos de
la iniciativa: Cuba está excluida bajo el argumento de que su sistema político
no es democrático, será creada un Área de Libre-Comercio de las Américas
(ALCA). Aprobación unánime que se mantiene en la segunda cumbre en Santiago de
Chile, en abril de 1998. En la Cumbre de Quebec de abril de 2001, ya en la
gestión de George W. Bush, hubo una voz disonante, el presidente venezolano
Hugo Chávez, que durante los días del encuentro cuestionó en entrevistas a los
medios la exclusión de Cuba, y en la firma de la declaración final hizo constar
sus objeciones a la Cláusula Democrática aprobada en la reunión, y a los
plazos establecidos para el proceso de implementación del ALCA.
Lo
que en aquel momento se presentaba como ruido aislado que no compromete el
conjunto de la obra, se transforma en poco tiempo en discurso insistente de un
creciente número de países, principalmente en Sudamérica.
En el caso ya mencionado de
Venezuela, el gobierno de Hugo Chávez, electo en 1998, ejerciendo el poder en
sucesivas reelecciones hasta su fallecimiento en marzo de 2013, instituye un
proceso de cambios que combina políticas sociales redistributivas en el plano
interno y un protagonismo regional de oposición a la arquitectura hemisférica
propuesta por Estados Unidos, que se materializa en la creación de la Alianza
Bolivariana para las Américas (ALBA) en 2004. En Brasil, los gobiernos
comandados por el partido de los Trabajadores, con Luiz Inácio Lula da Silva a
partir de 2003 y Dilma Rousseff a partir de 2011, dan fuerte impulso a la
agenda interna de combate a la pobreza y en el ámbito externo a la promoción de
mecanismos regionales de articulación. El país actúa decisivamente en la
creación de la Unión Sudamericana de Naciones (UNASUR) en 2008 y de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2010, iniciativas
que establecen equidistancia con relación a Estados Unidos. En Argentina, las
presidencias de Néstor Kirchner, que asume en 2003, y Cristina Kirchner, electa
en 2007 y reelecta en 2011, promueven la recuperación del país después de la
crisis de 2001 que interrumpió el gobierno de Fernando De La Rua, iniciando un
período de crecimiento económico, disminución de la pobreza y de aproximación
al entorno latinoamericano, reviendo el alineamiento automático con Estados
Unidos que prevaleció en los años 1990.
El nuevo escenario político de
América del Sur se expresa en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata en
noviembre de 2005, cuando Argentina, Brasil y Venezuela lideran el bloqueo a la
propuesta de Estados Unidos de inclusión del ALCA en las discusiones, lo que en
la práctica paralizó, desde aquel momento, la iniciativa lanzada por Clinton.
Un mes después de la Cumbre,
Evo Morales, del Movimiento al Socialismo y liderazgo de los campesinos
indígenas plantadores de coca, se torna presidente de Bolivia, siendo reelecto
en 2009. En Ecuador, Rafael Correa derrota en 2006 al candidato conservador
Álvaro Noboa y en 2013 es reelecto para un nuevo mandato, interrumpiendo la
trayectoria de sucesivas crisis que tornaron inconclusas las presidencias
anteriores de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Durante las
administraciones de Morales y Correa, nuevas constituciones institucionalizan
formas de sociabilidad originarias del mundo andino prehispánico, y tanto
Bolivia como Ecuador se tornan miembros del ALBA.
En las Cumbres de Puerto
España en abril de 2009, y Cartagena de Indias en abril de 2012, ya sin el ALCA
en el horizonte, la exclusión de Cuba, segundo componente que destacamos de las
convocatorias presidenciales iniciadas por Clinton, se torna tema extraoficial
inevitable impuesto a Barack Obama, al punto del presidente colombiano Juan
Manuel Santos, anfitrión de la última reunión, solicitar que ese fuese el
postrero encuentro sin la participación de la Isla.
Como mencionamos
anteriormente, los evolucionismos recelan de lo imponderable. Para los
nostálgicos de los consensos de los años 1990, lo que viene sucediendo en la
región hace más de una década sería un accidente de itinerario a contramano de
la historia. Nuevamente, la ideología busca encubrir la realidad. Explicar el
retorno al tope de la agenda de las políticas sociales distributivas y de la
construcción de autonomía decisoria en las relaciones exteriores resiste
perspectivas obtusas del estilo “recaída populista típicamente latinoamericana”.
Después de breves años de
euforia, los dogmas sobre la virtuosa desregulación de los mercados se chocaron
con una realidad internacional altamente desafiadora: el “efecto tequila” a
partir de diciembre de 1994, cuando la devaluación abrupta del peso mexicano
lleva Clinton a liberar préstamo de 50 mil millones de dólares para contener la
sangría de reservas del país; la crisis financiera asiática deflagrada en 1997,
recayendo sobre Tailandia, Malasia, Indonesia, Filipinas y Corea del Sur, con
consecuencias ampliadas en Rusia, que declara moratoria en agosto de 1998; el “efecto
samba” por la devaluación de la moneda
brasileña en enero de 1999, con impacto directo en Argentina, fuertemente
dependiente de las exportaciones al Brasil, precipitando la crisis que en enero
de 2002 lleva al abandono del régimen de cambio fijo vigente desde 1991. Ese
encadenamiento de episodios, además de tornar explícita la vulnerabilidad de
las economías latinoamericanas, comprometió su capacidad de crecimiento,
transformando los años 1990 en una nueva década perdida, con la consecuente
impopularidad de los gobiernos comprometidos con las reformas de mercado, que
terminan incorporando el estigma del ajuste perpetuo, sin la contrapartida de
la prosperidad anunciada.
El
decenio posterior, marcado por el ascenso a la presidencia en varios países de
liderazgos de izquierda –aunque de orígenes y posiciones diversas–, pasa a ser reconocido como década ganada de América Latina. Bajo el
sello del crecimiento, disminución de la pobreza, de la desigualdad y de la
proyección en el escenario internacional, la región se revela menos vulnerable
que Estados Unidos y Europa a los impactos de la crisis financiera deflagrada
en 2008, considerada la más grave desde 1929.
Ciertamente, la realidad presente aún está lejos de “un otro mundo posible”. Así como en el pasado, nuevos actores, con nuevas demandas, ideas y proyectos, desafían saberes convencionales y construyen historias sin fin. Va por esa dirección el mensaje a los actuales gobernantes de la región, de movimientos sociales como los que se diseminaron por el Brasil en junio de 2013, que nos hace recordar a Quilapayún: “mira la batea, como se menea, como se menea el agua en la batea”.
*Instituto de Estudos Econômicos e Internacionais
(IEEI-UNESP)
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