El conflicto contractual entre
la Autoridad del Canal de Panamá y el Grupo Unidos por el Canal ha tenido,
entre otras, la virtud de traer de vuelta al Canal al terreno del debate
público en Panamá. Con ello se anuncia el fin – quizás, ojalá – del intento de
proteger a la operación del Canal de los males políticos de la sociedad a cuyo
servicio se encuentra, y se abre la posibilidad de enfrentar aquel riesgo
encarando esos males.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Así planteado el problema, la
pregunta clave viene a ser la siguiente: si el Estado controla el Canal, ¿quién
controla al Estado? La búsqueda de una respuesta a una pregunta así planteada
obligaría a abrir un debate del mayor interés sobre una serie de temas conexos.
Por ejemplo, si en 1994 el Gobierno nacional consideró necesario aislar el
Canal de Panamá de los vaivenes de la política criolla, que expresaba a su vez
las formas de organización de la economía y la sociedad panameños, ¿por qué no
se consideró transformar esa economía y esa sociedad de modo que se
convirtieran de elemento de riesgo en factor de estímulo y apoyo a una gestión
eficiente del Canal?
La respuesta no podría ser más
evidente: aquel gobierno era expresión de aquel país, y cualquier intento de
cambiar el país hubiera significado su propia liquidación. Por lo mismo, en vez
de abordar el desafío en su raíz, las autoridades estatales hicieron del Canal
el espejo donde los panameños podemos contemplar a diario lo peligrosos que
somos para nosotros mismos, debido a nuestra incapacidad para encarar los
problemas de fondo que arrastramos desde (al menos) la derrota liberal en la
Guerra de los Mil Días. Se fueron, así, por las ramas, y es la agitación del
follaje por el diferendo administrativo sobre los costos de la ampliación del
Canal lo que puede recordarnos – o no – que esas raíces existen.
Ernesto Pérez Balladares,
Presidente de la República entre 1994 y 1999, dijo alguna vez que estábamos
ante la disyuntiva de desarrollar el país o subdesarrollar el Canal. Nunca tuvo
tanta razón como en estos días. Quizás ha llegado la hora de poner a la
República en condiciones de encarar las responsabilidades que le corresponden.
Para eso, habrá que empezar por preguntarse si la operación eficiente del Canal
es compatible con la presencia de una sociedad democrática, equitativa y
comprometida con la sostenibilidad de su propio desarrollo, y con un Estado que
controle el Canal en correspondencia con a esos propósitos.
La otra opción es persistir en
la idea de que el Canal puede ser encerrado en un enclave de civilización que
lo aísle de la barbarie del país que lo acoge. Que es tanto como decir que
estamos dispuestos a explorar la ruta egipcia, que conduce a una sociedad que
ha garantizado la operación eficiente de otro canal sin recurrir a la
democracia desde mediados del siglo pasado. De escoger se trata. Aún podemos
hacerlo. Ojalá lo hagamos bien.
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