Hay personas que
piensan que la mejor manera de celebrar la modernidad es no criticarla. Curiosa actitud, porque
si algo ha hecho posible el avance relativo de la humanidad es el espíritu
crítico de los insatisfechos, de los siempre vigilantes, que saben que nuestra
condición humana está llena de virtudes, pero también de riesgos, y que lo peor
es entregarse sin prudencia a las inercias de la historia.
William Ospina / El Espectador
Todo poder abandonado a
su vanidad y a sus impulsos termina embelesado consigo mismo. La historia, que
algunos ven como un ineluctable avance hacia mejor, como un relato de
mejoramiento y progreso, ha sido a menudo una cadena de atrocidades, aquí y
allá contrariada por algunos destellos de nobleza, de inteligencia y de gracia.
Voltaire escribió que
la humanidad sólo mira con respeto y con gratitud aquellos momentos en que, a
pesar de las discordias de los príncipes y del fanatismo de los sacerdotes, el
espíritu humano floreció y las artes alzaron su canto. Dedicó la vida entera a
combatir las arbitrariedades de la aristocracia y a hacer una severa crítica de
las costumbres. Su obra Cándido, un inventario de calamidades y catástrofes,
fue hecha no tanto para demostrar que el mundo es un infierno cuanto para
combatir la tesis beata de Leibniz de que todo aquí es felicidad y perfección.
Ya en el siglo XVIII había quien declarara que este mundo había llegado a
niveles de progreso abrumadores, pero poco después la Revolución Francesa
demostró que algunos no compartían ese entusiasmo.
Desde entonces prosperó
la saludable tradición de que los intelectuales fueran críticos del orden
social, y contradictores de la tesis empresarial de que el mundo es una mera
fiesta para la pasividad y el consumo. El único tono que funciona en la
publicidad es el del optimismo rosa: todo es progreso, todo está bien, nunca
estuvimos mejor, y la humanidad está en espléndidas manos.
Ese discurso interesado
admite prueba en contrario, y no sólo en nuestros países violentos e
inhóspitos. El hundimiento de generaciones enteras en la edad de las
adicciones, la proliferación de basuras industriales, el saqueo de la
naturaleza, el deterioro de las fuentes de agua, la aniquilación de las
costumbres y su reemplazo trivializado por modas y espectáculos, el cambio
climático, el cambio inconsulto de la dieta tradicional por los experimentos
afanosos de la industria transgénica: pero a los espíritus acomodados y a los
trompeteros del progreso les molesta que se hable de esas cosas.
Pretenden, asustadizos,
que criticar el modelo es negar que haya habido algún avance; pretenden
torpemente que si se critica la gradual conversión de la medicina en un
negocio, donde lo único que importa es la rentabilidad, se está abogando por un
retorno a la falta de higiene, se está renunciando a los antibióticos y a las
vacunas, se está recomendando a los médicos que no se laven las manos antes de
las cirugías. Esa censura caricatural pretende ser una defensa del progreso,
pero en realidad es una renuncia a la principal virtud de la especie: su
capacidad crítica, su espíritu rebelde, su eterna y necesaria insatisfacción.
La industria quiere
hacernos creer que toda novedad comporta un progreso: pero aunque lo pregona
todo el día, nuestra edad no parece estar trabajando para la felicidad humana y
para la protección del planeta. Nunca como hoy estuvo el mundo más afectado por
los frutos de la industria y del comercio; nunca viajaron tanto los alimentos antes
de llegar a nuestra mesa; nunca hubo como hoy una marea de basuras plásticas
flotando a la deriva en una porción considerable del océano Pacífico, en lo que
llaman los expertos el sexto continente; descontado el escandaloso arsenal
atómico, nunca hubo tal profusión de armas de fuego en el mundo, una por cada
diez seres humanos, y las fábricas creciendo; nunca hubo tantos químicos en los
hogares.
Y esto no quiere decir
que no haya habido progreso, quiere decir que quienes menos lo ayudan son
quienes lo aplauden todo con histeria, lo bueno y lo malo, lo útil y lo atroz,
lo benéfico y lo dañino, porque no utilizan criterios sino emociones, y quieren
adular su propia satisfacción. Esto no sería tan grave: cada quien es dueño de
decidir si quiere ser protagonista de cambios históricos o apenas miembro del
comité de aplausos de los poderes de este mundo.
Lo que sí es un error
es salir a denunciar como enemigos de la humanidad a quienes la mantienen
despierta con sus advertencias. Hasta los más exagerados profetas de la
catástrofe fueron siempre tolerados por los pueblos, e incluso por los poderes
del mundo, porque se entendía que hay algo benéfico en que la humanidad no se
abandone a su engreimiento, al narcisismo de las pequeñas satisfacciones.
Existe algo mucho peor
que el intelectual amargo y sombrío, que el Apemanto que destila amarguras, que
el Diógenes que de todo se burla y todo lo cuestiona, y es el intelectual
satisfecho que ve pasar sobre su cabeza los grandes desastres y se esfuerza
porque la humanidad no los mire. El que prefiere denunciar a los otros,
predicar el conformismo y bendecir el gran negocio. Los verdaderos benefactores
de la humanidad no dejan al poder dormir tranquilo sino que lo molestan y lo
incomodan, zumban y pican.
Hay un poema de Edgar
Lee Masters sobre un poeta de pueblo, conformista y holgado, que vivió “ciego
toda la vida a todo eso”: a los sufrimientos y las tragedias que había a su
alrededor, a los solemnes cuadros de la naturaleza y de la historia, y que
apenas tejió variaciones sobre viejas metáforas, “mientras Homero y Whitman
rugían en los pinos”.
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