Argentina y Brasil pasan a ser
el espejo de lo que sucederá en América Latina si es que triunfan las elites
empresariales, el imperialismo y los medios de comunicación a su servicio. Una
serie de actores políticos serán las figuras visibles, pero tras bastidores son
esas fuerzas señaladas las que actúan para reposicionar sus intereses en la
región, contra cualquier gobierno progresista.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / Firmas Selectas - Prensa Latina
De acuerdo con el profesor
británico e historiador John Lynch, los caudillos eran jefes regionales, cuyo
poder nació del control directo de las haciendas, pues a través de la propiedad
de los territorios controlaban recursos y trabajadores. La colonia no favoreció
el caudillismo, que fue un fenómeno nacido con las guerras por la independencia
sobre la base del dominio personal, con una relación entre patrono y clientes
subordinados, que podía crecer desde lo local a lo nacional, aunque el poder
seguía siendo personal y no institucional. (1 Lynch, 1993 y 2001).
Con la Revolución Mexicana
(1910), los gobiernos mal llamados “populistas” (Getulio Vargas en Brasil,
Lázaro Cárdenas en México, Juan Domingo Perón en Argentina), y la Revolución
Juliana (1925-1931) en Ecuador, se afirmó el intervencionismo estatal en la economía,
con rasgos nacionalistas y antimperialistas.
Al caudillo favoreció el régimen
presidencialista latinoamericano adoptado al fundarse las repúblicas, de modo
que durante el siglo XIX la región estuvo llena de caudillos y cada historia
nacional da cuenta de ellos.
El hecho de que las figuras
personales se imponían a las instituciones, deriva de una especie de
“privatización” del poder económico, ya que durante la vigencia de la hacienda
y del régimen oligárquico determinado por ella y tan característico del siglo
XIX, en América Latina eran las familias terratenientes y sus patriarcas las
que directamente controlaban los procesos económicos y las relaciones con la
fuerza de trabajo, sin que el Estado pudiera ingresar sobre ellos y ejercer su
imperium mediante las leyes y las instituciones.
Además, eso facilitó a la
oligarquía dominante el control del Estado, de manera que desde la propia
institucionalidad pudo garantizar una doble situación: de una parte, la
implantación de un régimen político largamente excluyente para las mayorías
nacionales a través de diversos mecanismos como el voto censitario; y, de otra,
un verdadero retiro o ausencia del Estado en la economía, pues la producción y
el trabajo estaban en manos de una elite de ricos y propietarios, aliados con
comerciantes y banqueros.
El poder privado en la economía
se impuso al poder político del Estado y la oligarquía a las instituciones
estatales frecuentemente por intermedio de sus caudillos. Un círculo sin
salida, porque el Estado no intervenía ni regulaba la economía debido a que el
sistema oligárquico lo impidió, al propio tiempo que la “iniciativa privada”
estaba en manos de una elite social parasitaria y rentista, alejada por
completo de los rasgos y valores de las burguesías revolucionarias (K. Marx)
que levantaron el capitalismo.
Los liberales en toda
Latinoamérica, así como los radicales en países como México, Argentina e
incluso Ecuador, cuestionaron el poder terrateniente aliado a los conservadores
y a la iglesia católica, al que calificaron como “feudal”. El ascenso liberal y
radical acompañó a las incipientes burguesías y desde mediados del siglo XIX se
implantaron regímenes liberales en México o Argentina, aunque en Ecuador fue
tardío, porque el triunfo armado del caudillo radical Eloy Alfaro se produjo en
1895.
Pero los liberales no lograron
alterar el régimen oligárquico, aunque provocaron avances y modernización del
Estado, los derechos individuales, la legislación civil y la cultura laica. En
materia económica confiaron en las virtualidades de la empresa privada,
alentando el desarrollo de sectores burgueses identificados con las
exportaciones primarias, el comercio, los bancos y las primeras manufacturas e
industrias. Además, no eran partidarios de la intervención del Estado en la
economía, lo cual coincidía con un mundo internacional de hegemonía occidental,
en el que primaron las ideas del mercado libre.
Esquemáticamente puede decirse
que durante el siglo XIX-histórico los Estados latinoamericanos, hegemonizados
por la misma oligarquía que controlaba la economía, no intervinieron en esa
esfera, limitándose al manejo de la hacienda pública, la administración de
algunos impuestos (el más importante fue sobre el comercio externo) y la
realización de ciertas obras materiales. Liberales y radicales extendieron
algunos servicios, consolidaron derechos individuales y promovieron la
modernización de tipo capitalista, pero sin crear Estados intervencionistas en
lo económico, que siguió casi exclusivamente en manos privadas.
Con la Revolución Mexicana
(1910), con los gobiernos mal llamados “populistas” (Getulio Vargas en Brasil,
Lázaro Cárdenas en México, Juan Domingo Perón en Argentina), y con la
Revolución Juliana (1925-1931) en Ecuador, se afirmó el intervencionismo
estatal en la economía, y además con rasgos nacionalistas y antimperialistas.
Los gobiernos julianos en Ecuador impusieron el papel rector del Estado en la
economía monetaria y financiera mediante la creación del Banco Central y fueron
pioneros en institucionalizar derechos sociales y políticas estatales para
atenderlos y garantizarlos.
Pero fue durante las décadas del
modelo desarrollista en los años sesenta y setenta del pasado siglo cuando el
Estado pasó a ser un activo agente de la economía e, incluso, un verdadero promotor
de la empresa privada y de la modernización capitalista.
Influyó en ello el pensamiento
de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) que para inicios de los
sesenta contaba con una serie de investigaciones socioeconómicas sobre la
región y con propuestas innovadoras para los “cambios de estructura” a través
de las reformas agraria, administrativa, tributaria, industrial y del comercio
exterior; pero también fue decisivo -al menos durante el primer lustro de los
sesentas- el programa Alianza para el Progreso (ALPRO), con el cual los EE.UU.
, tras la Revolución Cubana (1959), pretendieron evitar que cualquier otro país
cayera en el “comunismo” y, al mismo tiempo, contribuir al “desarrollo” de
América Latina, que significaba, en los hechos, el reforzamiento de la
presencia norteamericana en la región.
Las élites económicas que
vivieron tan bien bajo el modelo empresarial-neoliberal, hoy no están
dispuestas a que continúen regímenes políticos que no controlan.
El desarrollismo permitió la
definitiva superación del régimen oligárquico como ocurrió en Ecuador y
consolidó el camino capitalista latinoamericano de la mano del Estado como
instrumento para la promoción empresarial, la provisión de servicios, la
realización de amplias obras públicas, el flujo de recursos a través de planes
para el desarrollo, la reingeniería administrativa e institucional y también la
integración regional, limitada por objetivos simplemente empresariales. Incluso
fue favorecido el ingreso del capital extranjero, lo cual reforzó lazos
económicos con los EE.UU. y la extensión de la guerra fría a todo el
continente, que derivó en las dictaduras terroristas del Cono Sur de América
Latina, implantadas desde 1973.
Con el inicio de la década de
1980 el esquema desarrollista se alteró. En 1982 estalló el problema de la
deuda externa, que alimentó la presencia del Fondo Monetario Internacional
(FMI) y sus condicionamientos a los gobiernos a través de las “cartas de
intención”, que impusieron el retiro del Estado, las privatizaciones y el
desenvolvimiento de la economía de la mano de la empresa privada y del mercado
libre, considerados como las fuerzas naturales de la civilización occidental.
A los pocos años, a consecuencia
de la perestroika iniciada por la URSSS se produjo el derrumbe del bloque
socialista y con ello el ascenso hegemónico y unipolar de los EE.UU., el
triunfo de la globalización transnacional y el predominio ideológico del
neoliberalismo y del “Consenso de Washington”.
El nuevo contexto mundial tuvo
un impacto decisivo en América Latina, porque las economías de los distintos
países (exceptuando Cuba, que a partir de 1990 tuvo que entrar al “período
especial”) definitivamente quedaron presas de las concepciones neoliberales y,
por consiguiente, avanzó el retiro del Estado y floreció el dominio empresarial
privado.
Ocurrió algo parecido a la época
del sistema oligárquico, porque una economía privatizada fue acompañada por
Estados subordinados a los intereses privados. Este “modelo”, si bien levantó
como nunca antes la vía capitalista de la región, convirtió a América Latina en
la más inequitativa del mundo, agravando las condiciones de vida y de trabajo
de amplios sectores populares.
Con los gobiernos progresistas,
democráticos y de nueva izquierda, iniciados con el triunfo presidencial de
Hugo Chávez en Venezuela (1999) se marcó un nuevo ciclo en la historia
contemporánea de América Latina.
Gracias a la recuperación del
Estado como agente económico y a la nueva institucionalidad que dichos
gobiernos supieron fortalecer en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay,
Nicaragua (relativamente Chile), así como por el giro radical en las
concepciones políticas y económicas, el neoliberalismo fue arrinconado como
tendencia otrora dominante, se realizaron grandes e importantes inversiones
públicas, fueron destinados enormes recursos al fortalecimiento de los
servicios públicos y las políticas sociales (educación, seguridad social,
atención médica, salud, vivienda), de manera que mejoraron significativamente
las condiciones de vida y de trabajo de las poblaciones nacionales.
Además, se hizo énfasis en la
redistribución de la riqueza y se subordinó a las capas más ricas y a los
empresarios concentradores del capital, a los intereses ciudadanos y del nuevo
Estado transformador. Los logros sociales de los gobiernos progresistas están
definitivamente avalados por diversos informes de la CEPAL, el Banco Mundial
(BM), el FMI y el PNUD, para citar fuentes internacionales oficiales, y además
por estudios e investigaciones académicas en revistas especializadas.
Pero las elites económicas que
vivieron tan bien bajo el modelo empresarial-neoliberal, hoy ya no están
dispuestas a que continúen regímenes políticos que no controlan. Con el paso de
los años aprendieron a dar sus propias batallas, a internacionalizar sus
estrategias y apoyarse en los intereses imperialistas, igualmente dispuestos a
no dejar que el triunfo del capital en el mundo globalizado sea cuestionado.
En este telón de fondo se
explica la conformación de un sólido frente de enemigos de los gobiernos
progresistas: el imperialismo, los medios de comunicación privados más
influyentes y las derechas económicas y políticas, que defienden los intereses
de los altos empresarios y de la clase política más tradicional.
Sin duda, esa tripleta ha
avanzado y con relativo éxito. Han acudido a todo tipo de estrategias bien
directamente o a través de voceros e intermediarios: intentaron golpes de
Estado en Venezuela (2002), Bolivia (2008) y Ecuador (2010); en Honduras (2009)
inauguraron el golpe blando-institucional (2009) destituyendo a Manuel Zelaya;
en Paraguay igualmente (2012) contra Fernando Lugo; y ahora (2016) en Brasil,
con un golpe parlamentario-judicial contra Dilma Rousseff; pudieron retomar la
presidencia en Argentina con Mauricio Macri (2015) y derrotar en el referéndum
la propuesta reeleccionista de Evo Morales (2016) y lanzaron la guerra
económica contra el presidente Nicolás Maduro en Venezuela.
En Ecuador, no sólo han redoblado
la lucha “anti-correísta” utilizando todo lo utilizable, sino que, en la
coyuntura creada por la catástrofe que ocasionó el terremoto en la región
costanera norte del país, se han lanzado con una agresividad que antes no
demostraron, contra el Estado intervencionista y su “excesivo gasto público” y
contra los impuestos, mientras se silencia el hecho más escandaloso del
presente: gracias a los “Panama papers” se han conocido los nombres de empresas
y políticos, que han desviado 25 mil millones de dólares (la cuarta parte del
PIB del Ecuador) a los paraísos fiscales, para eludir al Estado y a los
impuestos.
Los errores cometidos por los
gobiernos democráticos y de nueva izquierda, en las circunstancias recesivas
agudizadas desde 2015, son parte del problema, de modo que lo único que cabe
esperar es la potenciación de la crítica y de la autocrítica.
Pero ese no es el problema
central que vive América Latina. El eje de la confrontación latinoamericana
está ahora, muy claramente, en la lucha entre dos modelos de economía:
Argentina y Brasil devienen
espejo de lo que sucederá en América Latina si triunfan las élites
empresariales, el imperialismo y los medios de comunicación a su servicio. El
eje de la confrontación está ahora en la lucha entre dos modelos económicos.
Uno, basado en la idea de que el
mercado libre, la empresa privada, los buenos negocios, la globalización
transnacional y la ausencia de Estado regulador e interventor tienen que
determinar la ruta del futuro; y otro que considera que la economía tiene en el
Estado un poderoso agente para el desarrollo (como lo ha demostrado la historia
latinoamericana), que a través de él hay que proveer servicios que atiendan los
derechos colectivos y ciudadanos a la educación, salud, medicina, seguridad
social, vivienda, paz; que la economía se orienta al servicio de la sociedad y
no de elites; que debe redistribuir la riqueza y cobrar impuestos directos y
progresivos para ello; y que, en definitiva, se orienta para la construcción
futura del Buen Vivir, con sentido latinoamericanista y, en última instancia,
propende a la creación de un sistema que supere el capitalismo.
Apenas llegó al poder, Mauricio
Macri comenzó en Argentina el retorno al neoliberalismo. Ni bien llegó a la
presidencia Michel Temer en el Brasil, conformó un gabinete (sin mujeres ni
afro-brasileños) con personajes de la derecha tradicional y gente de empresa;
suprimió el Ministerio de Cultura; anunció la reducción del gasto público y de
la burocracia, la revisión del sistema de seguridad social y de pensiones (a
fin de privatizarlo), nuevo estatus para un Banco Central autónomo, apertura al
mercado internacional de inversiones, aumento de la participación extranjera en
el sector energético, aliento a la inversión privada, y en camino otras “medidas
duras” para “restaurar” la confianza empresarial en el país y “salir adelante”.
Argentina y Brasil pasan a ser
el espejo de lo que sucederá en América Latina si es que triunfan las elites
empresariales, el imperialismo y los medios de comunicación a su servicio. Una
serie de actores políticos serán las figuras visibles, pero tras bastidores son
esas fuerzas señaladas las que actúan para reposicionar sus intereses en la
región, contra cualquier gobierno progresista.
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Referencias:
John Lynch, América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, Editorial
Crítica, 2001; Caudillos en Hispanoamérica 1800-1850, Madrid, Editorial MAPFRE,
1993
Quito, 13/mayo/2016
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