Hoy más que nunca
resulta necesario plantar cara a la ofensiva ideológica de la derecha y asumir
puestos en la batalla de las ideas, para defender no a un gobierno o a un
presidente, sino el derecho a ser nosotros mismos, a pensar y decidir por
nuestra cuenta los rumbos que queremos seguir en América Latina.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Frente a los vientos de
tormenta y los nuevos escenarios que dan forma a la coyuntura política latinoamericana
de los últimos dos años, ciertamente adversos para los gobiernos
nacional-populares y progresistas, el desánimo, el desencanto y el escepticismo
vuelven a presentarse como una fuerte
tentación para los ciudadanos, las organizaciones sociales, los partidos y no
pocos intelectuales. Los medios de comunicación y los think tank de la derecha hacen su parte del trabajo construyendo
una narrativa del fracaso de la izquierda y de la inviabilidad de los cambios y
transformaciones que intenten siquiera cuestionar al capitalismo. Así, el sentido común neoliberal se instala
nuevamente como regulación social, económica, política y cultural, y lentamente
intentan hacernos creer –como en la década de los años 1990- que no hay otro horizonte más que el de el reino
de la libertad del dinero, los derechos de las mercancías, la esclavitud de las
personas y la desigualdad inexorable. ¿Es que acaso estos 15 años de victorias
sobre la derecha, de experiencias revolucionarias inéditas –con sus aciertos y
errores- y de búsqueda de alternativas de desarrollo no significaron nada? ¿Las
conquistas de esta década y media podrán ser borradas sin más de la memoria
colectiva y de la historia de las luchas populares?
No debiéramos olvidar
que el camino que nos trajo hasta el cambio
de época con el que inauguramos el siglo XXI no fue sencillo. Los pueblos
latinoamericanos cargaban sobre su espalda los fardos de una modernización
inconclusa y de modelos de desarrollo -impulsados desde la segunda mitad del
siglo XX- cuya promesa de bienestar y prosperidad resultó fallida en más de una
ocasión: unas veces traicionada por sus propios impulsores, y otras tantas
boicoteada por las grandes potencias, más interesadas en preservar las
condiciones neocoloniales sobre las que se asienta su dominio histórico, que
por la independencia y la autonomía de nuestra América. Bárbaros y subdesarrollados,
nos maldijeron, y con esa suerte fuimos tejiendo la trama de nuestro desarrollo combinado, desigual y
contradictorio, como bien lo han caracterizado intelectuales como el
brasileño José Mauricio Domingues o el británico David Harvey.
Condenados como
estábamos, nos atrevimos a pensar por nosotros mismos, y en las décadas de 1960
y 1970 fuimos capaces de construir en América Latina un rico pensamiento
social, filosófico, político y económico, cuyos aportes le permitieron a varias
generaciones disputar la hegemonía cultural al capitalismo y las nociones
dominante del desarrollo. La teoría
de la dependencia, la teología y la filosofía de la liberación, y la pedagogía
del oprimido, por citar algunos ejemplos, fueron banderas de lucha en el frente
de las ideas, cuando en otros campos guerrillas y organizaciones populares
combatían contra dictaduras y aparatos militares apoyados por el imperialismo
estadounidense.
De aquella guerra total, que tuvo como desenlace la
imposición del neoliberalismo y el terrorismo de Estado en prácticamente todo
el continente, y con las heridas abiertas de sus oprobiosas consecuencias
sociales –del Caracazo a la Guerra del Agua en Bolivia y del levantamiento
zapatista a la crisis argentina del 2001-, América Latina supo resistir,
reconstituirse y pasar a la ofensiva. De la derrota militar a las sucesivas
victorias electorales, y de la fragmentación
de la desesperanza a las grandes movilizaciones sociales, el siglo XXI
rápidamente se perfiló como un tiempo de disputa hegemónica, de complejos y
diversos ensayos posneoliberales, que permitieron repensar y discutir los
dogmas y supuestos del neoliberalismo, y en no pocos casos, se logró avanzar
sustancialmente en aspectos claves: la democracia representativa y delegativa
empieza a dar paso a la democracia directa y participativa; los procesos
constituyentes en varios países rompieron las aldabas del poder oligárquico y
nuevos diseños constitucionales, surgidos de la deliberación colectiva,
intentan dar respuestas a los desafíos económicos, políticos, sociales,
ambientales y culturales; y las ideas de la unidad y la integración
latinoamericana profunda remozaron unos procesos que tendían a ser cada vez más funcionales a los intereses del
capital y de los Estados Unidos.
Hoy más que nunca
resulta necesario plantar cara a la ofensiva ideológica de la derecha y asumir
puestos en la batalla de las ideas, para defender no a un gobierno o a un
presidente, sino el derecho a ser nosotros mismos, a pensar y decidir por
nuestra cuenta los rumbos que queremos seguir en América Latina. La disputa
hegemónica contra el neoliberalismo está lejos de finalizar y no se puede
permitir que el relato recargado del fin
de la historia termine por imponerse como la voz unívoca que interprete y
dé sentido a este tiempo nuestroamericano, sufrido pero también asombroso, que
hemos vivido. Y que queremos seguir viviendo.
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