El principal problema
brasileño que atraviesa toda nuestra historia es la monumental desigualdad
social que reduce gran parte de la población a la condición de chusma.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Los datos son
alarmantes. Según Marcio Pochman y Jesse Souza, que reemplazó a Pochman en la
presidencia de IPEA, son sólo 71.000 personas (el 1% de la población, que
representa solo el 0,05% de los adultos), los multimillonarios brasileños que
controlan prácticamente nuestras riquezas y nuestras finanzas y a través de
ellas el juego político. Esta clase adinerada, que Jesse Souza llama la clase
privilegiada, además de ser socialmente perversa es muy hábil, pues se articula
nacional e internacionalmente de manera que siempre consigue maniobrar el poder
del Estado en su beneficio.
Estimo que su logro más
reciente fue inclinar la orientación de la política de los gobiernos de
Lula-Dilma hacia sus intereses económicos y sociales, a pesar de las
intenciones originales del gobierno de practicar una política alternativa,
propia de un hijo de la pobreza y del caos social, como era el caso de Lula.
Con el pretexto de
asegurar la gobernabilidad y de evitar el caos sistémico, como se alegaba, esta
clase privilegiada consiguió imponer lo que le interesaba: mantener inalterable
la lógica acumuladora del capital. Los proyectos sociales del gobierno no
obligaban a renunciar a nada, antes bien eran adecuados para sus propósitos.
Llegaban a decir entre sí, que en lugar de que nosotros, la élite, gobernemos
el país, es mejor que gobierne el PT, manteniendo intocables nuestros intereses
históricos, con la ventaja de ya no tenemos ninguna oposición. Él firma
nuestros proyectos esenciales.
Esta clase adinerada
obligaba al gobierno a pagar la deuda pública antes de responder a las demandas
históricas de la población. Así quitaba la deuda monetaria con el sacrificio de
la deuda social, que era el precio para poder hacer las políticas sociales.
Estas, nunca antes habidas, fueron vigorosas e incluyeron en el consumo
alrededor de 40 millones de pobres.
Los más críticos se
dieron cuenta de que este camino era demasiado irracional e inhumano para
prolongarlo. Fue aquí donde se instaló una falla entre los movimientos sociales
y el gobierno Lula-Dilma.
Todo indicaba que con
cuatro elecciones ganadas, a pesar de las limitaciones sistémicas, se
consolidaba otro sujeto de poder, venido desde abajo, de las grandes mayorías
procedentes de las senzalas (viviendas de los esclavos) y de los movimientos
sociales. Estas comenzaron a ocupar los lugares y a utilizar los medios antes
reservados a la clase media y a la clase privilegiada, que en el fondo nunca
aceptó al obrero Lula y nunca se reconcilió con el pueblo, sino que lo
despreciaba y humillaba. Entonces los antiguos dueños del poder despertaron con
rabia, pues a través del voto podrían no volver al poder nunca más.
Instaurada una crisis
político-económica bajo el gobierno de Dilma, crisis cuyos contornos son
globales, la clase privilegiada aprovechó la oportunidad para agravar la
situación, y por la puerta de atrás, llegar a Planalto. Se creó una
articulación nada nueva, ya probada contra Vargas, Jango y Juscelino Kubischek,
asentada sobre el tema moralista del combate contra la corrupción, salvar la
democracia (la de ellos, que es de pocos). Para esto era necesario suscitar la
fuerza de choque que son los partidos de la macroeconomía capitalista (PSDB,
PMDB y otros), con el apoyo de la prensa empresarial, que era el brazo
extendido de las fuerzas más conservadoras y reaccionarias de nuestra historia,
con periodistas que se prestan a la distorsión, la difamación y directamente a
la difusión de mentiras.
La historia es vieja,
se sataniza al Estado como un antro de corrupción y se magnifica el mercado
como lugar de las virtudes económicas y de la integridad de los negocios. Nada
más falso. En los estados, incluso en los países centrales, existe la
corrupción. Pero donde es más salvaje es en el mercado debido a que su lógica
no se rige por la cooperación, sino por la competición donde casi todo vale,
cada uno buscando tragarse al otro. Hay evasiones millonarias de impuestos y
grandes empresarios esconden sus ganancias absurdas en cuentas en el
extranjero, en paraísos fiscales, como recientemente ha sido denunciado por los
Zelotes, Lava jato y los papeles de Panamá. Por lo tanto es pura falsedad
atribuir las buenas obras al mercado y las malas al Estado. Pero este discurso,
martilleado continuamente por los medios de comunicación ha conquistado la
clase media. Jesse Souza dice con razón que «literalmente en todos los casos la clase media conservadora fue usada como
fuerza de choque para derrocar al gobierno de Vargas, de Jango y ahora al de
Lula-Dilma y dar el "apoyo popular" y la consecuente legitimidad a
esos golpes, siempre en interés de media docena de poderosos» (El atontamiento de la inteligencia brasilera,
2015, p. 207).
En la base está una
mezquina visión mercantilista de la sociedad, sin ningún interés por la
cultura, que excluye y humilla a los más pobres, robándoles tiempo de vida en
transportes sin calidad, en bajos salarios y negándoles cualquier posibilidad
de mejora, ya que carecen de capital social (educación, tradición familiar,
etc.). Para asegurar el éxito en esta empresa perversa se creó una articulación
que incluye a grandes bancos, FIESP, MP, la Policía Federal y la justicia. En
lugar de bayonetas ahora trabajan jueces justicieros que no son reacios a
llevarse por delante los derechos humanos y la presunción de inocencia de los
acusados con prisiones preventivas y presión psicológica a la delación premiada
con información confidencial divulgada por la prensa.
El actual proceso de impeachment a la presidenta Dilma cae
dentro de este marco golpista, pues se trata de quitarla del poder no a través
de elecciones, sino mediante la exageración de prácticas administrativas
consideradas delito de responsabilidad. Por errores eventuales (concedidos y no
aceptados) se castiga con la pena suprema a una persona honesta a la que no se
le reconoce ningún delito. La injusticia es lo que más lastima la dignidad de
una persona. Dilma no merece este dolor, peor que el sufrido a manos de los
torturadores.
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