Lo que se percibe en estos días sombríos es la voluntad obstinada de
la clase política -preferencialmente de la oposición- en bloquear y obstruir
toda y cualquier vía de diálogo que permita construir las posibles alternativas
de solución a la crisis sistémica que se viene instalando, negándose
vehementemente a debatir salidas de consenso en un clima de respeto por el
pluralismo y la aceptación de la diferencia.
Fernando
de la Cuadra / ALAI
Ilustración de Helguera (LA JORNADA) |
A esta altura de los acontecimientos no existen muchas dudas de que el
proceso de inhabilitación de la presidenta Dilma Rousseff será aprobado por el
Senado. Lo que también resulta evidente es que los argumentos esgrimidos para
justificar la suspensión de la mandataria no poseen base jurídica consistente y
apelan indudablemente a un sentimiento de revancha política de quienes no
consiguieron obtener el apoyo de la ciudadanía por medio de las urnas.
De hecho, la tesis de que el gobierno incurrió en crimen de
responsabilidad utilizando el mecanismo de las llamadas “pedaladas fiscales” es
una cuestión que no ha sido dirimida por los especialistas en Derecho
Constitucional y lo más probable es que tal controversia jurídica continúe por
mucho tiempo y se prolongue a lo largo de los años, cuando se proceda a
realizar un juicio histórico de lo que sucede actualmente en Brasil. Si se
descarta la dimensión jurídica de la acusación instaurada contra el ejecutivo,
salta a la vista su carácter estrictamente político.
La solución para un gobierno malo no es su destitución. Problemas e
ineficiencia gubernamental no pueden ser motivo para derrocar a un presidente,
ya que las reglas del juego democrático son muy claras e implican que quien
perdió en una contienda electoral tendrá que esperar una nueva oportunidad para
convencer a los electores de que su proyecto es el mejor. Lo anterior es la
base de la alternancia. No se puede desconocer esta cláusula pétrea de la
democracia arguyendo que se incurrió en crímenes de responsabilidad por un mal
uso de normas y procedimientos administrativos, los cuales además son objetos
de las más variadas interpretaciones.
Si tanto el gobierno como la mandataria cometieron errores en la
conducción del país, ello no puede en hipótesis alguna justificar una
deposición, con toda la carga de dramatismo que esto representa para un sector
mayoritario de la población, que observa con creciente preocupación la
inestabilidad institucional y social que se apodera del país. En ese contexto,
lo que se percibe en estos días sombríos es la voluntad obstinada de la clase
política -preferencialmente de la oposición- en bloquear y obstruir toda y
cualquier vía de diálogo que permita construir las posibles alternativas de
solución a la crisis sistémica que se viene instalando, negándose
vehementemente a debatir salidas de consenso en un clima de respeto por el
pluralismo y la aceptación de la diferencia.
Hace algunos años atrás Hannah Arendt señalaba que la política se basa
en el respeto por la pluralidad, porque ella trata fundamentalmente de la
convivencia entre personas diferentes que habitan un espacio común. La familia
en ese sentido es la negación de la plaza pública en la que se discuten los
destinos de la comunidad o el país. La familia representa -según la pensadora
alemana- un refugio, un abrigo para el individuo que se encuentra en una
soledad existencial frente a un mundo inhóspito y extraño. Es una especie de
fortaleza que nos aísla del mundo exterior. Por lo mismo, el parentesco se
configura como una perversión de la cosa pública que anula la consideración por
la alteridad, por la diferencia y por lo plural.
Este fenómeno se puso claramente de manifiesto cuando un porcentaje
significativo de los diputados que votaron a favor del impeachment dedicaron su
decisión a la esposa, los hijos, los padres, los nietos o los sobrinos.
Desaparecieron los motivos que invocaban a la nación, los ciudadanos, el pueblo
soberano, la polis… La política se ha transformado en un frio cálculo personal
de costo-beneficio, en una estructura de preferencias individuales en donde
cada agente evalúa cuales son los mejores escenarios y decisiones para adquirir
más poder, dinero y prestigio. Por eso es que la política ha terminado siendo
dominada por las empresas, que imponen su lógica competitiva y su gen
darwinista cuando se dedican a financiar las campañas de aquellos candidatos
que tienen mayores posibilidades de sobrevivir y que además se comprometen a
efectuar un retorno incrementado de la inversión. La política perdió su
vocación de servicio público y se convirtió en un oficio de especuladores y
oportunistas. La operación Lava-Jato ha mostrado en este último año como existe
un vasto entramado entre las principales empresas de la construcción civil, la
clase política y los altos ejecutivos del aparato gubernamental. Un fenómeno
transversal, del cual muy pocos partidos políticos se han mantenido al margen.
En la actual configuración del Congreso, lo único que parece
consolidado es la influencia del poder económico sobre la mayoría de los
parlamentarios. La reforma política que todavía es una agenda incompleta y
urgente, considera una alteración drástica para el financiamiento de campañas,
de manera que la subordinación de la clase política a los intereses de las
empresas pueda ser revertida o moderada a través de mecanismos de
financiamiento democrático que combina un financiamiento público con los
aportes de los militantes o personas físicas que deseen contribuir con un monto
limitado para determinado candidato o conglomerado partidario. De esta manera,
cualquier intento por reivindicar la política como una actividad que recoja los
anhelos y aspiraciones de la población pasa necesariamente por el fin de la
manipulación de las empresas en la vida de los partidos y de la clase política.
A lo anterior se debería sumar un fortalecimiento de las prácticas de
democracia directa en la cual los ciudadanos puedan discutir y deliberar sobre
aquellos aspectos que afectan su vida colectiva en temas tan relevantes como
las concesiones de los servicios públicos, las privatizaciones, la construcción
de obras que tienen un enorme impacto ambiental o la definición de modalidades
en las que se puede realizar una impugnación presidencial luego que el sufragio
universal ha expresado su decisión soberana. Mientras estos aspectos tan
básicos como fundamentales no sean resueltos y superados por el conjunto de los
actores políticos, la democracia brasileña continuará siendo una promesa
traicionada.
*Doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.
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