Prestemos atención a los
frentes sociales que empiezan a multiplicarse geométricamente en Argentina.
¿Terminará Macri como Fernando de la Rúa en 2001, declarando el “estado de
sitio”, reprimiendo con bala en la histórica Plaza de Mayo y huyendo en
helicóptero de la Casa Rosada?
José
Steinsleger / LA JORNADA
En diciembre, rejuntando
la mitad más uno de los votos, Mauricio Macri soltó millares de globos
amarillos para celebrar lo impensable: su inesperado triunfo electoral sobre el
peronismo. Exultante, el nuevo presidente exclamó: “¡Llegó la ‘revolución de la
alegría!” Y para diferenciarse de las cumbias populistas de Cristina
Fernández se puso a bailar rock con su esposa, Julia Awada, dueña de talleres
textiles que emplean mano de obra esclava de los países limítrofes.
Menos de cinco meses
después, Cristina Fernández se proyecta como lideresa indiscutible de la
oposición. Macri tiene 60 por ciento del país en contra, y hasta la bandera
nacional lo regaña por decir tonterías.
Trillado lugar común: las
cuitas de la política argentina ofrecen serios problemas de inteligibilidad.
Pero convengamos que ignorarlas o negarlas conlleva la potencialización
exponencial de tal dificultad. Así fue después de que cayó Perón (1955), o
cuando los militares reprimieron parejo al peronismo y acabaron declarándole la
guerra a los ingleses (1976-83), y cuando ni Macri pudo creer la derrota del
kichnerismo en las urnas.
A finales de 2011,
Cristina Fernández fue electa por segunda ocasión con 54.1 por ciento de votos,
incluyendo los de la facción conservadora del Partido Justicialista (20.5), que
en diciembre pasado votó por Macri. Con todo, el candidato del Frente para la
Victoria (FpV, Daniel Scioli) perdió las elecciones con menos de 3 por ciento
de la votación (48.6).
En los primeros días de
gestión, los responsables financieros de Macri (todos, agentes de Wall Street)
reconocieron que la economía del país andaba lejos de la crisis terminal
que los medios hegemónicos inyectaron en el frágil cacumen de las clases
medias. Sobre todo, el hipócrita tema de la corrupción, eufemismo que da
tanto para perseguir ladrones de gallinas como para poner democráticamente a
saqueadores de países en el poder.
Presionado en el frente
externo por los fondos buitres y en el interno por los que anhelan
“meter en la cárcel” a Cristina Fernández, el macrismo desaprovechó el capital
de gobernabilidad y relativa estabilidad social de 12 años de kirchnerismo. Si
usted revisa las primeras planas de Clarín y La Nación desde que
asumió Macri, verá que todo el discurso continúa centrándose en la “pesada
herencia recibida”, en la “corrupción del gobierno anterior” y en la búsqueda
de “bóvedas” repletas de dólares que los Kirchner habrían escondido en las
cuevas patagónicas.
Con Macri, Argentina
volvió al mundo real: sometimiento incondicional a los fondos buitres
(consentido por diputados y senadores que se bajaron del kirchnerismo); 45 por
ciento de devaluación; aumentos de 300 a 500 por ciento a los servicios
básicos; reprivatización de empresas públicas; ruina de la pequeña y mediana
empresas; quita de subsidios a los más desamparados; corte de manga a
jubilados, docentes y médicos; 170 mil despedidos, y millón y medio de nuevos
pobres.
Así, en vísperas del
primero de mayo, los aliados de Macri en la Confederación General del Trabajo
(CGT) rompieron lanzas y convocaron a un gran acto de masas contra la
depredadora “revolución de la alegría”. Como si las palabras de Cristina
Fernández el pasado 13 de abril (en otro acto masivo que el torpe gobierno
macrista le sirvió en bandeja) hubieran llegado a millones de oídos atentos.
“Sólo hay que preguntarse –dijo– lo siguiente: ¿están mejor o peor que antes?”
Sin levantar banderas
partidarias, al acto de la CGT concurrieron 350 mil trabajadores y el arco
opositor completo: peronistas con K o sin K, sindicalistas aburguesados y
combativos, políticos cuestionados y líderes consecuentes, cooperativistas y
movimientos sociales, izquierdas jóvenes, de mediana edad y veteranas.
Las demandas giraron en
torno a cinco puntos: emergencia ocupacional, impuesto a las ganancias,
asignaciones familiares, 82 por ciento (de jubilación) móvil, derecho a huelga
sin aplicaciones del protocolo de seguridad y no intromisión del gobierno en la
vida sindical. Hugo Yasky (de la Central de Trabajadores Argentinos, CTA)
manifestó: “No queremos volver a ver en las escuelas a pibes pidiendo un plato
de comida, no queremos volver a ver a compañeros revolviendo un tacho de
basura”.
Prestemos atención,
entonces, a los frentes sociales que empiezan a multiplicarse geométricamente
en Argentina. ¿Terminará Macri como Fernando de la Rúa en 2001, declarando el
“estado de sitio”, reprimiendo con bala en la histórica Plaza de Mayo y huyendo
en helicóptero de la Casa Rosada?
Simbolismos a tomar en cuenta: la demostración de fuerza de la CGT (2
millones 500 mil afiliados; dividida, pero en proceso de reunificación) y las
dos CTA (kirchnerista y autónoma, un millón 400 mil) se concentraron en torno
del hermoso monumento Canto al Trabajo, cuyas figuras de bronce arrastran una
piedra gigantesca traída de Suipacha, Bolivia, donde en 1810 se libró la
primera batalla victoriosa de los ejércitos argentinos en las guerras de
independencia.
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