Tener mejores gobiernos progresistas no es el fin de esta historia, sino
una oportunidad de completar condiciones que faltan para emprender la
siguiente. Entre ellas, rejuvenecer y fortalecer nuestras capacidades para
derrotar a la contrarrevolución en el campo de la cultura política, la
confrontación ideológica y la comunicación persuasiva.
Nils Castro / Para Con
Nuestra América
Texto de la
intervención del autor en el XII Seminario del Instituto Superior de Relaciones
Internacionales, ISRI 2016, celebrado en La Habana del 27 al 29 de abril.
Desde finales del siglo pasado, en América Latina experimentamos un
proceso por el cual varios partidos o liderazgos de izquierda han llegado al
gobierno por medios electorales. Esto abrió un panorama de originales
oportunidades políticas y socioeconómicas de carácter democrático, pese a las
restricciones que los sistemas políticos y electorales vigentes en cada país
tenían establecidas para asegurar el mantenimiento del régimen ya instalado por
la clase dominante.
Como era de prever, la emersión de este proceso despertó el fenómeno
opuesto: la contraofensiva regional de la derecha en los planos político,
mediático, sociocultural y económico, que ha explorado varias modalidades.
Aunque algunos de esos gobiernos más tarde fueron defenestrados o han sufrido
reveses electorales, nada impide que los movimientos que los impulsaron se
rehagan, ni que en otras naciones latinoamericanas afloren opciones de
izquierda que también ganen elecciones. Pese a los afanes de algunos “críticos”
que pretenden que dichos reveses ya significan la aniquilación de ese proceso,
este todavía es un fenómeno en desarrollo:
sus causas no han cesado, ni tampoco las expectativas y nuevos escenarios que
ellas movilizan.
Precisamente por esto, transcurridos tres lustros el conjunto de esa
experiencia debe ser evaluado. No solo por sus valiosas aportaciones, sino
porque ello contribuirá a superar la multiforme contraofensiva de las derechas
que, pese a haberse advertido a tiempo, pilló impreparados a muchos liderazgos
de izquierda. Por ello, esa evaluación demanda tanto honestas autocríticas como
conclusiones dirigidas no solo a revertir dicha contraofensiva, sino a elevar
los objetivos del proceso.
La demora en hacerlo favorece la proliferación irresponsable o maliciosa
de cierto periodismo sensacionalista que recicla “teorías” como las del péndulo y el “fin de la historia”. Su pertinacia
busca negar legitimidad y hasta subsistencia a las izquierdas que militan en
los respectivos países, en paralelo con la contraofensiva de las derechas.
El nombre
Antes de abordar algunos aspectos del asunto conviene recordar algunos
antecedentes del actual “progresismo” y los alcances que la palabra ha tenido.
Discutir el nombre ayuda a acordar cómo ocuparnos del fenómeno.
Me parece inapropiado referirse a la diversidad de formas nacionales de
ese proceso con el nombre de “socialismo del siglo XXI”. Más que proponer un
proyecto articulado, esa noción expresa el anhelo asignado a una gesta
nacional, pero difícilmente puede caracterizar a las emprendidas en otros
países. En estricto sentido, el país donde hoy se construye y debate un
proyecto socialista para el siglo XXI es Cuba.
Para abarcar ese variado conjunto de experiencias prefiero el veterano
calificativo de “progresistas”, comodín lingüístico de larga historia
latinoamericana. En los años 60 y 70 incluyó a corrientes, líderes y gobiernos
que fueron desde Lázaro Cárdenas y Jacobo Árbenz hasta la revolución boliviana,
Jango Goulart y Salvador Allende, sin
omitir a Torres, Velasco y Torrijos, entre tantos otros. Esto es, designó a
movimientos patrióticos y populares con los cuales la izquierda podía
colaborar, que aportaron justicia social, impulsaron la producción nacional,
fueron solidarios y procuraron rescatar la soberanía y autodeterminación
conculcadas por el imperialismo.
Ese vocablo no requirió definición doctrinaria pero brindó un ancho
alero para juntar a esa rica gama de corrientes efectivas en nuestras ciudades
y campos, para compartir demandas y metas sin desconocer las diferencias que
coloreaban sus respectivas identidades.
En aquellos años se emplearon otros términos afines, como los de
movimientos o gobiernos de liberación nacional, nacional-populares,
democrático-revolucionarios, etc. Pero la noción de “progresistas” conserva la
ventaja de ser más indeterminada que otras con las cuales se intenta
sustituirla pero son menos flexibles ante el heterogéneo panorama regional. Por
ejemplo, la de “posneoliberales”, que sugiere que el neoliberalismo pereció, o
los gobiernos progresistas pudieron ignorar todas sus imposiciones. Como
tampoco las de gobiernos de “centroizquierda”, reformistas o socialdemócratas,
cascarones cuyo sentido el oportunismo europeo vació al entregarse al
neoliberalismo, y que en Latinoamérica omiten las controversias que cada día
animan la vida interna del progresismo.
Sus antecedentes
Pese a la represión macartista al movimiento democrático de la
posguerra, durante los años 60, en significativos sectores populares y medios
tomó cuerpo una cultura política afín a las aspiraciones emancipadoras,
latinoamericanistas y reformadoras. Además de sus propias reivindicaciones, esa
cultura asumió repercusiones de la quiebra del estalinismo, las realizaciones
de la Revolución cubana, las revoluciones del 68, los movimientos
anticolonialistas afroasiáticos y la lucha del pueblo norteamericano por los
derechos civiles y contra la guerra de Vietnam. El progresismo que maduró en
aquellos años, tuvo la virtud de compaginar toda esa gama de experiencias.
En menos de 30 años, en América Latina esa cultura política alcanzó un
auge significativo, sobre todo en sectores urbanos populares y medios. El brío
que el acontecer sociopolítico regional le imprimió a la misma se plasmó en una
aceleración significativamente reflejada en dos hitos: entre el momento en que Fidel Castro enunció el Programa del
Moncada[1] y
aquel cuando proclamó La II Declaración
de La Habana mediaron apenas 10 años[2].
No obstante, en el fragor de los siguientes años más de una vez el vanguardismo
idealista de algunos de sus líderes excedió los términos de esos hitos, al
postular como punto de partida al segundo ‑‑la revolución socialista
continental‑‑ a poblaciones que aún no habían llegado a reclamar aspiraciones
como las planteadas en La Historia me
absolverá. Su fervor sobrepasó los alcances temporales de lo que el grueso
de la columna de millares de potenciales rebeldes latinoamericanos ya estaban
listos a hacer suyos.
Después, al cabo de su tiempo aquel robusto fenómeno padeció el desgaste
de la demora del éxito de los proyectos revolucionarios emprendidos, de la
frustración de las esperanzas inicialmente cifradas en la renovación del
“socialismo real” ‑‑y a la postre su desaparición‑‑, así como la “apertura” de
China y el cambio de su política internacional. Por añadidura, de los efectos
del “periodo especial” cubano, que retrajeron temporalmente las esperanzas
latinoamericanas en la posibilidad de repeler al imperialismo y de acceder al
socialismo, y que motivó dudas y controversias sobre la naturaleza y las
posibilidades del propio socialismo.
Expansión
y crisis
Esa cultura política latinoamericana tuvo un repliegue. Así, cuando en
tiempos de la señora Tatcher y el presidente Reagan el imperialismo desató la
contraofensiva neoliberal, en el campo revolucionario las fuerzas ideológicas
requeridas para enfrentarla no estaban en su mejor momento. Eso le facilitó a
la derecha imperial y sus cómplices locales no solo lograr una rápida
implantación de sus “reajustes estructurales” en los ámbitos institucionales y
económicos, sino también en el campo ideológico, moral y cultural.
El ímpetu contrarrevolucionario de la ofensiva neoliberal reformuló las
normas e instituciones económicas internacionales en beneficio de la gran
burguesía financiera y la privatización desnacionalizadora de los recursos y
empresas públicas. En términos generales, pese a que la pesadilla de las
dictaduras militares quedó atrás, se reorganizó el ejercicio de la política y
las prácticas electorales a favor de los liderazgos dispuestos a justificar e
implementar los correspondientes “reajustes” institucionales y normativos.
Aunque se menciona con menor frecuencia, esa ofensiva igualmente invadió el
campo ético, cultural y educacional. Alineó los grandes medios periodísticos,
restringió las universidades públicas y multiplicó las privadas, eliminó los
subsidios a múltiples centros de investigación, cooptó a intelectuales y
formadores de opinión, etc.
Aquella ofensiva fue adonde sabemos:
achicar el Estado y sus atribuciones, desproteger las empresas y la producción
nacionales, precarizar el trabajo y el salario, marginar las organizaciones
laborales y sociales, insolidaridad, consumismo, etc. Pero a la postre eso
provocó irritaciones sociales que remataron en insurrecciones urbanas y
pérdidas de gobernabilidad. Al cabo, la política y los procesos electorales
reordenados por las agencias neoliberales perdieron legitimidad y eficacia, y
la supervivencia del sistema requirió rehacerse.
Aun así, incluso tras la crisis económica que afloró en 2008, es
excesivo pretender que el neoliberalismo colapsó. Aun teóricamente
desacreditado, sigue asociado al gran capital y continúan vigentes sus reglas,
que regulan el comercio y las finanzas internacionales, y gran parte del funcionamiento
institucional de la mayoría de los organismos internacionales y países, así
como las formas de pensar de millares de funcionarios públicos y privados. A
esto contribuye el hecho de que el neoliberalismo es blanco de múltiples
críticas, pero aún no ha tenido que enfrentarse a una contrapropuesta
ideológica sistematizada.
Al
gobierno, pero no al poder
Como sabemos, en ese escenario de rechazo social a las política
neoliberales, varias candidaturas procedentes de la izquierda mejoraron sus
posibilidades al coincidir con el crecimiento del voto de castigo contra
quienes las sustentaron. Con diferencias según las particularidades de cada
país, algunas izquierdas mejoraron su representación municipal y/o
parlamentaria, o directamente ganaron elecciones presidenciales aún sin haber
logrado significativas victorias locales y legislativas.[3]
El análisis y comparación de procesos nacionales deberá ser parte de la
evaluación que tenemos pendiente hacer y compartir. No obstante, sabemos que
estas victorias fueron viables gracias a la combinación de unas promesas de
campaña deliberadamente poco radicales, con la votación de repudio a la
políticas y los gobiernos precedentes. En otras palabras, gran parte de esos
votos no reflejó una identificación ideológica de la mayoría ciudadana con un
proyecto enfilado a emprender la Revolución, ni con el supuesto de que sus
candidatos realizarían un gobierno más revolucionario que el prometido en su
oferta electoral.
Por lo tanto, mutatis mutandis,
esas izquierdas obtuvieron una oportunidad de gobernar asociada a una mayoría
electoral que reclama mejorar sus condiciones de vida, pero que no por ello
ya está dispuesta a asumir ‑‑al menos
todavía‑‑ las tensiones y riesgos de emprender un salto revolucionario. En
otras palabras, de gobernar para cumplir determinadas promesas electorales, no
para sobrepasarlas. Además, para hacerlo respetando la institucionalidad
prestablecida, sin modificarla por medios distintos de los que ella misma
dejaba establecidos. Esto es, para llegar al gobierno, pero no al poder.
Solo donde grandes insurrecciones urbanas habían abierto la posibilidad
de cambios mayores, algunos de esos gobiernos pudieron realizar reformas
constitucionales que ampliaran su campo de acción aunque, aun así, esas reformas
más tarde resultarían insuficientes.[4]
Cuánto ya se pudo
La devastación del Estado por el tsunami neoliberal y sus dolorosas
consecuencias en cada población y soberanía nacionales, hizo indispensable
emprender rectificaciones, a riesgo de llevar países y economías al caos. La
aparición de gobiernos progresistas se insertó en ese contexto, cuando urgieron
políticas correctivas posneoliberales,
sin que aún fuera viable sostener alternativas poscapitalistas. Pero eso permitió reconstruir un sistema socioeconómico
con el cual reparar muchos de los daños sociales infligidos por los “ajustes”
neoliberales, y restablecer las funciones sociales del Estado, lo que también
implicó avanzar en la construcción de una comunidad latinoamericana de
naciones.
Pese a la diversidad de los procesos políticos que los caracterizan,
estos gobiernos coinciden en varios rasgos que originaron importantes efectos
regionales: restablecieron la responsabilidad del Estado ante la economía, el
mercado y la redistribución del ingreso; reorganizaron servicios públicos para
atender las funciones sociales del Estado, principalmente las de acceso a la
salud y la educación; crearon programas de lucha contra la pobreza y el hambre,
y por la alfabetización y la ciudadanización; y, además, ampliaron las
inversiones en infraestructura para el desarrollo y para la solución de
problemas sociales.
A la par, desarrollaron importantes proyectos de solidaridad e
integración latinoamericana e incluso caribeña, que rediseñaron y
fortalecieron, o crearon, organismos como el Mercosur, la Unasur, el Alba y
finalmente la Celac. Eso incrementó notablemente el peso político y diplomático
de Latinoamérica frente al mundo, y su capacidad de negociación. Ni siquiera
los críticos más biliares de este progresismo desconocen tales adelantos de la
integración regional.
Un buen aprovechamiento del período de alza de los precios
internacionales de las materias primas en varios países facilitó financiar los
programas de asistencia social sin castigar impositivamente a la clase
adinerada. Sin embargo, esa opción apaciguadora no se aprovechó para ampliar y
diversificar la capacidad productiva de esos países, y fortalecer sus reservas
financieras, para cuando volvieran las vacas flacas, como ocurre tras la crisis
mundial emergida en 2008. Además, por efecto del carácter correctivo y
asistencialista pero no revolucionario ‑‑posneoliberal pero no poscapitalista‑‑
de estos gobiernos, algunas acciones necesarias, como reformas agrarias y
tributarias de mucho mayor aliento, dejaron de acometerse.
En la mayor parte de los casos, tampoco se realizó la indispensable
reforma política, ni la debida reforma del campo de las comunicaciones
sociales. Estas inconsecuencias, que cabe computar como falta de coraje
político y de confianza en el potencial de las organizaciones populares, pueden
registrarse como victorias de la grandes medios de comunicación que ahora
implementan la contraofensiva de derecha.
Con todo, en estos quince años los gobiernos progresistas ampliaron
extraordinariamente el campo de la ciudadanía y la participación popular en el
debate de los asuntos de interés público, además de mejorar las condiciones de
vida y concretar derechos civiles de decenas de millones de ciudadanos. Por
muchas reconquistas que ahora las derechas puedan lograr, ese patrimonio cívico
no será fácilmente arrebatado a los sectores populares. De allí en adelante,
ahora hay una masa crítica más robusta con la cual discutir y movilizar mejores
proyectos de futuro, opción que las organizaciones de izquierda deberán saber
ganarle a las derechas.
Pero, tras la el surgimiento de los gobiernos progresistas las
realidades y expectativas latinoamericanas quedaron cambiadas. No cabe suponer
que toda esta experiencia ha sido un fiasco, ni dejó de legar relevantes
consecuencias. Cualquier propuesta latinoamericana de mejor futuro sostenible
deberá alzarse a partir de sus resultados, porque el punto al que hemos
arribado no es de agotamiento sino de evaluación y relanzamiento
La
siguiente disyuntiva
Luego de que los proyectos revolucionarios de los años 60 y 70 del siglo
XX ‑‑ya fueran proyectos guerrilleros, del nacionalismo militar o el socialismo
allendista‑‑ dejaron de lograr los objetivos previstos o concluyeron en
reformas negociadas con el gobierno existente, y de que Latinoamérica fue
blanco de la ofensiva neoliberal, no ha vuelto a darse otro auge ideológico de
esa talla. El movimiento político e ideológico que posibilitó las victorias
electorales progresistas de los albores del siglo XXI fue expresión de mayorías
sociales más resabiosas, que deseaban revertir los efectos del tsunami
neoliberal pero temían recaer en luchas civiles o dictaduras militares, o
sufrir nuevas tribulaciones económicas.
Ninguno de estos accesos de liderazgos de izquierda al gobierno fue
producto de una revolución y, en consecuencia, ellos asumieron gobiernos
previamente estructurados y normados por la clase dominante, en las formas
dispuestas por el sistema político preestablecido. Con lo cual los progresistas
pasaron a ser parte del grupo gobernante, pero sin desplazar a la clase
dominante.
En teoría, para superar esta situación hay dos medios: uno consciente de
que en tales condiciones solo se puede ir más allá si el proceso es capaz de
formar bases políticas que lo exijan, que ayuden a implementarlo y que
defiendan las iniciativas gubernamentales que sobrepasen las restricciones
iniciales. Impulsar el proceso exige formar nuevos destacamentos de cuadros y
movilizar organizaciones populares ‑‑transformar indignaciones sociales en
movimientos políticos‑‑, misiones que por su carácter corresponden
principalmente a los partidos y organizaciones de izquierda, más que al aparato
gubernamental, que constitucionalmente debe servir a toda la sociedad.
Y un segundo medio, según al cual para ir más allá será necesario lograr
sucesivas reelecciones del gobierno progresista, a cada una de las cuales
acudir con un programa más avanzado, con base en la simpatía y confianza
políticas idealmente obtenidas a través de una buena gestión gubernamental y la
satisfacción de importantes demandas y necesidades sociales. Este supuesto es
más engañoso de lo que parece, pues generalmente esos gobiernos no compiten por
la reelección proponiendo desarrollos más radicales, sino opciones reculadas a
la defensiva.
Del
revés a la contraofensiva
Ese supuesto ha conllevado repetidos autoengaños, al subestimar las
reacciones que las derechas enseguida de su derrota electoral pasan a impulsar.
Aunque pierdan uno o más comicios, ellas conservan su poder económico, su red
de articulaciones y auspicios internacionales, el control de sus grandes medios
de comunicación y su influencia cultural. La perplejidad inicial de su primer
revés puede desconcertar a las derechas temporalmente, pero antes de acudir a la
siguiente campaña ellas realinearán sus recursos y medios, e invertirán en
renovar su imagen y eficacia.
Desde hace algunos años varias fundaciones y universidades privadas
estadunidenses pasaron a ofrecer cursos de organización, encuesta, publicidad y
marketing políticos para capacitar
jóvenes cuadros de derecha. A su vez, algunas fundaciones españolas se han
dedicado a surtir giras y charlas de veteranos dirigentes de la reacción
hispanoamericana.
Con estos respaldos y otros más inconfesables, las derechas han remozado
su capacidad de cambiar estilos, lenguajes y liderazgos visibles. Como también
de apropiarse de algunas de las temáticas suscitadas por las izquierdas, y de
culpar al gobierno progresista de los problemas sensitivos que sus antecesores
de derecha dejaron en el terreno y las izquierdas hayan demorado en resolver.
Sobre todo eso ya he escrito en extenso en estos años y me sacaría de tema
repetirlo aquí.[5]
Las
enajenaciones del electoralismo 1
Cuando un gobierno progresista vuelve a elecciones, por muchos que hayan
sido sus méritos eso ocurrirá sobre un campo sistemáticamente asolado por la
oposición económica y los medios periodísticos de mayor audiencia. Esto es, los
logros del progresismo habrán sido omitidos o demeritados, sus deficiencias
habrán sido sobredimensionadas y muchos de sus recién pasados votantes estarán
desorientados.
En ese contexto, ante cada período electoral el progresismo volverá a
encarar una de las aberraciones propias de la democracia capitalista: cada
campaña será cada vez más publicitaria y costosa, y los modos de sufragarlas
serán más esquivos. Si, como es probable, el sistema electoral no ha podido ser
reformado por el proceso progresista, las campañas estarán cada día más sujetas
al marketing y más permeadas por la cultura y las prácticas del consumismo y el
mercado.
Ante cada reto electoral la primera será que los recursos económicos no
alcanzan. Salen los candidatos y dirigentes a buscar donaciones ‑‑a subastarse
al mercado, diría Brecht‑‑ y no falta quien incurra en desviación de fondos
públicos, lo que, aparte de sus implicaciones legales, bajo el sigilo también
puede triturar la moral de algún involucrado. Por mucha buena fe que haya de
por medio, inevitablemente la plata de los donantes implica reciprocidades que
enajenan a dirigentes, candidatos y partidos, aunque las justifique un
“realismo” del que después no hay escapatoria.
A la par suele admitirse el supuesto de que ser de izquierda es un
inconveniente electoral; se acepta el prejuicio de que vale “correrse al
centro” para suavizar imagen, tranquilizar donantes y buscar una incierta
reserva de votantes moderados. Abandonas las posiciones que antes permitieron
reconocerte y ser electo como quien eres, pero a los ojos de quienes antes te
creyeron irás dejando de serlo. Al cabo, los votos que allá tal vez consigas
podrán dejarte lejos de compensar los que pierdes en el campo que dejaste al
agotarse la credibilidad que te restaba.
Izquierda y moral
Cuando estos vaivenes se aceptan en una agrupación comprometida con
transformar al país, lo que empieza como una falla ética circunstancial se
convierte en daño mayor: la confianza perdida se vuelve escepticismo y la
credibilidad se esfuma la suspicacia popular concluye que “estos ya son iguales
que los otros”, voz que los medios “objetivos” enseguida entran a festinar.
Este fenómeno es asimétrico. Si en un partido conservador se cometen
triquiñuelas el público lo cree “natural”, considerando que su moralidad es
funcional al capitalismo salvaje. Pero si eso ocurre en un partido que promete
otro horizonte ético, asumir comportamientos del repertorio moral capitalista
es una aberración.
Para la militancia revolucionaria la calidad de cierta ética, por cuyos
principios se está dispuesto a perder la libertad y hasta a dar la vida, es
definitoria. Porque en última instancia se va a la contienda política por una
de dos razones: porque el sistema es
miserable y hay sobradas razones para luchar por transformarlo; o porque se busca disfrutar de las
mieles de ese sistema miserable aunque sea a expensas de los demás.
Las enajenaciones del
electoralismo 2
Cuando la obsesión electoral se toma la vida partidaria, sus demás
soportes lo resienten: si, por ejemplo, el partido merma la formación de
líderes comunitarios, pierde dinámica de inserción y liderazgo locales, pierde
el liderazgo político que se construye al luchar por las reivindicaciones
diarias del ciudadano, que no son parte del escenario electoral. Es decir, al
convertirse prioritariamente en grandes máquinas electorales, partidos de
reconocidos méritos pueden perder influencia sociocultural porque las energías
invertidas en campaña se sustraen a las demás actividades de construcción de
contrahegemonía.
Por lo tanto, vale preguntarse:
si en las campañas electorales es inevitable competir sin los recursos
financieros necesarios, ¿solo podemos participar en desventaja? Si nos dejamos
seducir por las campañas a la norteamericana, embriagadas por la estética del
consumismo, siempre estaremos en desventaja, aunque tengamos recursos. Pero así
como en la guerra revolucionaria solo el ejército de la clase dominante puede
alinear el armamento más costoso, mientras las fuerzas populares deben apelar a
la inventiva guerrillera, en las contiendas electorales la izquierda debe crear
sus propias alternativas, desplegando las capacidades comunicativas de la
creatividad popular y juvenil, cónsona con la condición social y moral que
sustenta su credibilidad. En ambos casos la capacidad de sorprender con
iniciativas inesperadas será decisiva.
Partido permanente vs
partido coyuntural
Eso exige volver a preguntarse: ¿cuáles son las misiones esenciales de
un partido de izquierda? Decimos que impulsar a los sectores populares a
organizarse y formar cuadros políticos, asumir un programa de transformación
social, movilizar a las organizaciones y masas sociales para enfrentar los
retos políticos por superar, para crear contrahegemonía popular y convertir
masas en fuerza política. En ese marco, la participación en campañas electorales
para darles mejor contenido es una parte de dichas misiones, más ahora
cuando esto puede incluir hasta la posibilidad de llegar al gobierno.
No obstante, debemos distinguir entre el partido permanente y el
coyuntural. Cuando la posibilidad de ganar elecciones se hace efectiva, esa parte de las misiones puede tomarse
la mayoría de las previsiones, energías y recursos de la vida partidaria,
incluso en detrimento de las demás actividades. Pero solo se gana mayor fuerza
y poder para vencer los demás retos cuando
se han cumplido las misiones del partido permanente. En especial, las de
enraizamiento comunitario, organización participativa y formación ideológica
arraigada en la vida y memoria nacionales, para recatar a los millares de
compatriotas que el reinado neoliberal sumió en el consumismo y la banalidad
culturales.
Para darnos mejor futuro toca construir otro apogeo de la propuesta
ideológica y la cultura política comparables al alcanzado en los años 70.
Objetivos y medios no
electorales
Para la oligarquía el objetivo es recuperar al gobierno como instrumento
de poder; las elecciones son un medio para ese fin y si por este medio no lo
consigue hay otros a los cuales apelar. En cada campaña, más que ganar las
siguientes elecciones, para la derecha la prioridad es desacreditar y
deslegitimar la gestión de cualquier izquierda en el gobierno, para darle
sustentación social al propósito de remplazarla lo más pronto posible.
En tanto logre debilitar a sus principales adversarios progresistas, la
clase dominante querrá ganar comicios, pero a condición de que eso no limite el
poder que ella requiere para obtener sus fines. El objetivo principal de la
derecha no es volver a Palacio, sino encauzar un proceso contrarrevolucionario
de gran alcance. Su propósito es revertir las conquistas populares acumuladas
durante las últimos décadas y tomarse otras adicionales. Si eso puede
asegurarse por medios no electorales como los llamados golpes “blandos”, la
cuestión medular es la de las formas de deslegitimar al gobierno progresista y
legitimar al que lo remplace. Ya sea esto mediante unas elecciones auténticas,
espurias o reñidas, o de una operación extra electoral.
En estos años, la contraofensiva de las derechas ha introducido
novedosas formas de seleccionar y presentar candidatos, discursos y promesas
programáticas, para darles mayor charm
mediante el marketing y las técnicas de pesquisa y manejo de la opinión
ciudadana, y de las llamadas campañas sucias. Pero lo esencial no son sus
estilos rutilantes, sino su capacidad ‑‑principalmente mediática‑‑ para
degradar la imagen moral y política de las opciones progresistas, no apenas
para justificar su defenestración, sino para crear una supuesta urgencia de
remplazarlas y fomentar una demanda de cambios que tenga este sentido.
En la práctica, los medios sustituyen a los partidos una vez que las
derechas, a través de los suyos, fijan su agenda para un gobierno
contrarrevolucionario. Este se enfilará tanto a revertir las conquistas
sociales logradas durante más de un siglo como a reinstalar las políticas
neoliberales de privatizar recursos nacionales, incrementar capacidad de
financiamiento y endeudamiento externos, reducir los avances en materia de
integración a meros acuerdos de liberalización comercial, eliminar capacidad de
negociación a las organizaciones laborales y comunitarias, judicializar las
controversias con los dirigentes progresistas y sacarlos del escenario político
orquestándoles procesos legales.
Para las derechas, usar el sistema electoral para recuperar el gobierno
como instrumento de estas políticas tiene sentido si permite tomarse la
facultad de ejecutarlas. Darse cierta imagen de legitimidad para justificar el
atropello a las normas de la institucionalidad democrática en tanto eso
convenga a su objetivo final.
Ahondar el proceso
democrático
Así las cosas, ante la presente contraofensiva reaccionaria, quienes hoy
son los defensores reales de las instituciones democráticas y del proceso
democratizador son la izquierda y los sectores progresistas. Pero esta
condición no debe distraernos de tres cosas:
La primera, que la institucionalidad que estamos defendiendo es aquella
misma que antes fue estructurada por los gobiernos de la derecha tradicional
para restringir el juego democrático, mediante una coexistencia política
normada para mantener las cosas como están, no para cambiarlas. Por lo tanto,
la cuestión es salvaguardar una institucionalidad que al propio tiempo es
imperativo democratizar erradicando los arcaísmos y privilegios que benefician
a los partidos y candidatos de la oligarquía, y que encarecen el juego político
a favor de los grandes financiadores de campañas. A la vez, para ensancharle el
campo a la participación popular. Defender la institucionalidad no tiene
sentido si no es impulsando un nuevo proceso democratizador.
La segunda, que es preciso tener presente en nuestra vida política
cotidiana, en el análisis del acontecer diario y en la producción teórica, que
es un imperativo de la misión de las izquierdas y los sectores progresistas,
desarrollar su capacidad de convertir la inconformidad e indignación sociales
en conciencia y militancia organizada para derrotar a la contrarrevolución para
transformar al país.
Y la tercera, que para materializar esta misión es indispensable una
permanente formación y acumulación de fuerzas en los ámbitos del trabajo
material, de la vida comunitaria y de las diversas expresiones de la
convivencia humana. Que es indispensable compartir ideas, proyectos y
expectativas que los distintos sectores progresistas puedan hacer suyos, puesto
que solo al arraigar en masas organizadas las ideas se convierten en fuerza
material.
Sin embargo, lo más importante es que estas tres cosas no son solo
exigencias a las organizaciones que luchan en la oposición, sino sobre todo
para las fuerzas progresistas que llegan al gobierno. Porque no solo se trata de generar mayores fuerzas para
desenmascarar y derrotar la contraofensiva reaccionaria, sino también para
sacar de la modorra a los cuadros y funcionarios adocenados dentro de los
gobiernos progresistas. Los partidos y movimientos progresistas que van al
gobierno no deben hacerlo para servir como sus justificadores, sino para
exigirle a sus integrantes cumplir sus deberes políticos y morales.
Tener mejores gobiernos progresistas no es el fin de esta historia, sino
una oportunidad de completar condiciones que faltan para emprender la
siguiente. Entre ellas, rejuvenecer y fortalecer nuestras capacidades para
derrotar a la contrarrevolución en el campo de la cultura política, la
confrontación ideológica y la comunicación persuasiva porque, como apuntó José
Martí, “de pensamiento es la guerra mayor que se nos hace, ganémosla a
pensamiento”.
Panamá, abril de 2016
[1]. La Historia me absolverá, de 1953, donde se plantea el objetivo de
lograr un régimen democrático progresista, sin mencionar al socialismo.
[2]. En 1962, en la cual
pasó de reafirmar al socialismo cubano a convocar a la diversidad de las
fuerzas que podían emprender la revolución latinoamericana.
[3]. Obviamente, tales
procesos han sido diferentes donde una fuerza de izquierda llegó a Palacio sin
obtener mayoría parlamentaria, lo que mediatizó los alcances de su victoria
(como Lula), o donde triunfó en ambos cotejos (como Chávez). Y tampoco es igual
cuando previamente unas insurrecciones urbanas defenestraron al anterior
gobierno complaciente con el neoliberalismo (Correa), que donde triunfó
ganándole a la derecha unas elecciones reñidas (Rousseff), o cuando la
izquierda triunfó pero su victoria le fue robada (Cárdenas).
[4]. Como en Bolivia,
Ecuador y Venezuela.
[5]. Ver “Una coyuntura
liberadora… ¿y después?” en Rebelión 23 de julio de 2009, “Una liberación por
completar” en Alai del 17 de agosto de 2009 y, particularmente, “¿Quién es la
“nueva” derecha?” en Alai del 14 de abril de 2010 y Rebelión del 15 de abril
del mismo año.
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