Para un cambio genuino,
el auténtico enemigo a vencer no es la corrupción, sin0 la injusticia. Para la
construcción de alternativas es bastante evidente que tenemos que ir más allá
de la institucionalidad fijada: dentro de estos estrechos márgenes parece que
no es posible más que un “capitalismo mejorado, abuenado”. Y eso no lleva muy
lejos parece.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la
burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo
llevamos adentro”. Domitila
Barrios, Bolivia
Introducción
Desde hace largos años,
pero acrecentado a partir del 2015, asistimos a un proceso de reversión (roll back) de los gobiernos de
centro-izquierda que venían desarrollándose en Latinoamérica. La simultaneidad
de esas caídas así como el elemento básico que los pone en jaque a todos por
igual –la corrupción– permite deducir que allí se juega una agenda determinada.
Esta confluencia de elementos especialmente similares no es tan casual. No deja
de llamar poderosamente la atención una serie de procesos más o menos
similares, lo que autoriza a sacar algunas conclusiones. Por lo pronto, el que
el fenómeno se nombre en inglés –“roll
back”, pues así figura en manuales de política internacional de la academia
estadounidense al igual que en muchos de sus tanques de pensamiento– deja
entrever que allí se juegan políticas que no responden, como mínimo, a
hispanohablantes. “El único país que
realmente tiene un proyecto unificador coherente para todo el continente es
Estados Unidos [que habla en inglés].
Aunque, claro está, no es el proyecto más conveniente para los pueblos
latinoamericanos precisamente” expresó sarcástico, y con precisión, el
Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel.
¿Por qué caen o son
puestos contra las sogas todos estos gobiernos? Como mínimo habría que apuntar
dos grandes causas: 1) el capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos,
no tolera ningún experimento político-social que se pueda ir de sus manos; y 2)
son procesos políticos muy débiles, populistas, con poco arraigo popular real
más allá del “amor” amarrado al clientelismo en juego o a un líder carismático.
El capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, no
tolera ningún experimento político-social que se pueda ir de sus manos
En estos momentos de la
historia, caído el muro de Berlín y revertida dos de las más grandes
experiencias socialistas del siglo pasado (la Revolución bolchevique en Rusia y
la Revolución china), el capital entona su himno de gloria. El capitalismo
salvaje imperante hoy día, que hizo retroceder importantes conquistas sociales
históricas para el amplio campo de los trabajadores, se presenta triunfante,
sin oponentes a la vista. El fin de la Guerra Fría –ganada por el campo
capitalista– y la derechización más absoluta de la vida cotidiana, puso a los
trabajadores del mundo en situación de enorme desventaja.
Elementos impensables
algunas décadas atrás –que hacen sentirse más en situaciones pre-capitalistas,
con trabajo semi-esclavo en algunos casos, que en un mundo marcado por las
tecnologías de avanzada– son cotidianos, se han normalizado, no se toman como
severas afrentas. Los grados de explotación han subido en forma alarmante, y
las posibilidades reales de respuesta ante tantos atropellos parecen ser pocas.
Si bien puede haber reacciones ante tal estado de cosas, más viscerales que con
proyectos articulados de mediano y largo plazo, no hay propuestas organizadas
de cambio. Este desconcierto, esta desmovilización político-ideológica que
sufre el campo popular, no es casual ni fortuito. Hay planes para que así
suceda. “Nuestra ignorancia fue
planificada por una gran sabiduría” (Scalabrini Ortiz), podría resumir
perfectamente la actual fragmentación reinante.
El deporte profesional
elevado a la categoría de “nuevo dios” (sabemos qué comió hoy Messi, o el color
de calcetines que lleva, y desconocemos el plan de gobierno de, por ejemplo,
nuestro Ministro de Salud), los cultos evangélicos que recorren Latinoamérica
de extremo a extremo (parafernalia bien orquestada que solo sirve para
embrutecer a las poblaciones creando fanatismos irreductibles), o el proceso de
cooptación de los cuadros de izquierda (los que quedan vivos, claro) por la
cooperación internacional con su discurso “políticamente correcto” pero donde
desaparecen los articuladores básicos de las reivindicaciones (como, por
ejemplo, las luchas de clases), todo ese paquete, debidamente amalgamado, da
como resultado una sociedad dócil, manejada, conducida con relativa facilidad.
Esto es lo que está
sucediendo en nuestros países desde hace algunas décadas, montándose en los
miedos aterrorizantes que dejaron las feroces dictaduras militares y sus miles
de muertos, torturados y desaparecidos: la desmovilización, el freno a las
protestas populares y la búsqueda de sobrevivencia individual como bien supremo
son la tónica dominante. Pero eso no significa que las injusticias terminaron,
ni remotamente. Ahí están, como casusas profundas de los pesares de todo el
continente (considerado como la región más desigual del planeta, con la mayor
diferencia entre quienes tienen todo y los desposeídos). Las injusticias no
terminaron, aunque se maquillen y se traten de disfrazar con las ideas de
“desarrollo” que nos invaden, algunas tecnologías de punta que se nos obligan a
consumir (la telefonía móvil, por ejemplo, para convertirnos en “ciudadanos
globalizados”) o la posibilidad de la represión una vez más, que en realidad
nunca terminó, sino que hoy adopta nuevas formas (auge desmedido de la delincuencia
ciudadana, por ejemplo, que puede funcionar como coartada perfecta para seguir
aterrorizando y, llegado el caso, “sacarse de encima” a cualquier “obstáculo
molesto” para el sistema).
En ese marco de
contención de toda protesta popular, el hecho que aparezcan gobiernos no
completamente alineados con la lógica del capital dominante, gobiernos que
“osen” levantar (un poco) la voz contra el amo imperial, ya es un peligro en
este cuadro de situación. Ninguno de los gobiernos que recorrieron
Latinoamérica en estas últimas décadas con talantes más o menos “progresistas”
(palabra confusa que da para todo, aunque nunca se especifique qué es), se
propusieron cambios estructurales profundos. No se lo propusieron porque las
condiciones no dan para ello, como sí pudo haber ocurrido, por ejemplo, en la
década de los 60 del pasado siglo, en plena Guerra Fría y con la posibilidad de
un reaseguro en la Unión Soviética.
Hoy el escenario es muy
otro. Los gobiernos de centro-izquierda que se vienen dando en Latinoamérica (Bachelet
en Chile, Mujica en Uruguay, el PT en Brasil, los Kirchner en Argentina, Lugo
en Paraguay, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Chávez o Maduro en
Venezuela), si bien no se plantearon en ningún momento medidas radicales
(expropiaciones, poder popular con milicias armadas, un Estado realmente
socialista con proyectos de transformación a largo plazo, etc.), son una
molestia para el proyecto neoliberal en curso.
Estados Unidos,
capitaneando esa globalización, impide por todos los medios cualquier
iniciativa que pueda cuestionar su hegemonía. Ello, por la sencilla razón de
ser potencia dominante que pretende continuar su supremacía durante el presente
ello, por lo que necesita de Latinoamérica como un territorio vital (fuente de
materias primas indispensables, de petróleo, de agua dulce, de mano de obra
barata para llevar allí mucha industria de ensamblaje, como mercado para sus
productos, entre otros beneficios). Las oligarquías vernáculas, articuladas a
ese proyecto capitalista, hacen las veces de aliados tácticos en esa
dominación; de ahí que todas reaccionan por igual ante estos gobiernos
“molestos”, con perfil populista.
La actual sucesión de
caídas de gobiernos con propuestas reformistas (en Argentina ya “se fue” la
“guerrillera montonera” Cristina Fernández viuda de Kirchner, en Brasil no
sería nada improbable que pronto termine defenestrada y enjuiciada Dilma
Roussef, en Ecuador la posibilidad de golpe palaciego contra Correa es siempre
inminente, en Venezuela la Revolución Bolivariana pende de un delgado hilo)
muestra una regularidad sorprendente. En todos los casos el “caballito de
batalla” de la derecha (nacional o internacional) es la lucha contra la
corrupción.
Curioso: un continente
marcado por la más absoluta corrupción desde la época de la colonia (española o
portuguesa) hasta nuestros días, donde siempre la política ha sido campo de
acción de las más deshonestas e indecorosas conductas, levanta ahora esta
pretendida cruzada contra lo que se dibuja como una nueva plaga bíblica, el peor
de todos los males: la corrupción. El proyecto en ciernes parece bien
concebido. Guatemala –como tantas veces en la historia: diversas pruebas
biomédicas, desaparición forzada de personas, ahora este nuevo experimento
social– es un laboratorio de Estados Unidos para ensayar nuevas técnicas,
aplicables luego en otros contextos. La detención de ex presidente y ex
vice-presidenta de ese país por actos de corrupción durante el año 2015 con la
consiguiente “revolución democrático-ciudadana” que enmarcó los hechos, fue una
prueba de fuego para esta nueva táctica. Ahora pareciera que esa monumental
lucha contra el flagelo de la corrupción entra en escena con una fuerza
descomunal. Ahí tenemos los Panama papers
como una demostración de ese nuevo “espíritu de transparencia” que ahora
pareciera derramarse sobre el continente, con Washington liderando esa “lucha
titánica”, ayudando a nuestras “atribuladas” sociedades a salir de ese cáncer
putrefacto. (Valga aclarar que en este “descubrimiento” no hay ninguna empresa
estadounidense, maniobra que se podría interpretar como una jugada para
intentar capturar los cuantiosos fondos depositados actualmente en paraísos
fiscales tendiendo a trasladarlos a la potencia del Norte, ¡que también tiene
bancas offshore!!).
Con ese caballito de
batalla de la corrupción, los gobiernos “díscolos” de la región comienzan a ser
bombardeados, perseguidos, hasta que la política de acorralamiento da sus
resultados. ¿Alguien se podrá creer todo este montaje? No importa si el hecho
en sí mismo es real o no. En la guerra (y esto es una guerra, absolutamente,
sin miramientos: ¿quién dijo que terminaron las luchas de clases?) la primera
víctima es la verdad. La corrupción es, al menos hoy día, algo absolutamente
“normal” en las prácticas humanas, tanto entre los “fallidos” Estados del Sur
como en los ¿bien organizados y respetuosos? países del Norte. Lo cierto es
que, tocando fibras profundas de nuestra ética moralista y apelando a una nunca
declarada morbosidad –que aunque no se declare, la tenemos–, azuzar estos
fantasmas da resultados. Lo dio en Guatemala, lo que le costó el puesto a Otto
Pérez Molina y Roxana Baldetti; y a partir de esa exitosa prueba, puede verse
que da resultados también en los países “molestos” para la lógica capitalista. ¿Cómo
entender si no que la población boliviana, por ejemplo, beneficiada largamente
en estos últimos años con el gobierno del MAS dirigido por Evo Morales con un
claro talante popular, vote en contra de su reelección por una simple cuestión
de su vida personal que a nadie le debería interesar? El trabajo de
desprestigio, sin dudas, está muy bien hecho.
El capitalismo como
sistema, y su principal exponente: Estados Unidos, no descansan un segundo en
su lucha frontal contra cualquier elemento que pudiera cuestionarles. De ahí
que, variando estilos –ya no se necesitan golpes militares sangrientos– sigue
manejando los destinos de los países con mano de acero, impidiendo a toda costa
la organización del pobrerío y las propuestas de cambio. La Revolución Bolivariana
no es una revolución marxista; pero es un serio peligro para la dinámica
capitalista, porque puede abrir caminos sin retorno (si se radicalizara, por
ejemplo), y porque toca intereses estratégicos de Washington, tal como el
detentar las reservas petrolíferas más grandes hoy conocidas. Ninguna de las
experiencias de centro-izquierda mencionadas son revoluciones socialistas
radicales, pero el solo hecho que hagan sombra ya es un peligro para los
capitales. De allí esta encarnizada lucha contra la corrupción, que no es más
que una lucha contra cualquier posibilidad de distribución un poco (¡apenas un
poco!) más justa de la riqueza nacional.
Esta es una de las
razones por las que ahora, casi como efecto dominó, vemos caer estos gobiernos.
Pero hay más, y quizá más preocupante.
Procesos políticos muy débiles, populistas, con poco
arraigo popular real más allá del “amor” amarrado al clientelismo en juego o a
un líder carismático
Este es el otro
elemento que, quizá de un modo indirecto, contribuye a la caída en serie de
estos procesos. Más allá del espejismo de una revolución socialista triunfante
que puede haberse tenido del proceso venezolano en estos últimos años, con
Chávez vivo o incluso luego de su muerte, similar en algún sentido con lo que
pasó en estos países con procesos populares, la realidad muestra que nunca se
salió de esquemas capitalistas.
Todos estos países
(Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Venezuela, Ecuador, quizá en
menor medida Bolivia) siguieron rigiéndose por modelos de mercado capitalista,
con oligarquías nacionales dueñas de buena parte de la riqueza, con inversiones
privadas multinacionales, y con Estados que siguieron defendiendo la propiedad
privada de los grandes medios de producción (capital financiero, agrario, industrial,
comercial). En todo caso, lo que pudo apreciarse en estos años pasados, son
procesos de redistribución con algo más de sentido social (como puede haberlo
sido, extremando las cosas, el gobierno de Manuel Zelaya en Honduras, o el de
Álvaro Colom en Guatemala), pero no más. Es decir: administraciones que
tuvieron algo más de “conciencia social”, pero que no pasaron de un capitalismo
de rostro humano, capitalismo keynesiano si se quiere, con las características
propias de la región (donde la corrupción es un hecho cultural enraizado,
histórico).
En todos los casos, con
diferencias de detalles pero con denominadores comunes, no fueron procesos de
revolución popular; todos estos gobiernos llegaron a la casa presidencial a
través de elecciones dentro de los cánones capitalistas, respetando su
institucionalidad. Esto abre la pregunta sobre cómo construir formas
alternativas reales a los marcos capitalistas: está claro –la experiencia de
todos estos procesos lo demuestra, incluida la Revolución Bolivariana, supuestamente
el más radical de estos estos emprendimientos– que en esos moldes es imposible
cambiar algo en la estructura, en lo profundo.
Eso fueron estos
gobiernos (o lo son, porque muchos aún se mantienen en el poder): procesos
bienintencionados, con reformas superficiales que mejoran en algo las
condiciones de vida de las grandes mayorías, pero que no tocan lo esencial en
juego: la propiedad privada de los medios de producción. Si se quiere ver desde
una perspectiva crítica, ninguno de estos procesos, si no se radicaliza, puede
sobrevivir al embate de las fuerzas conservadoras del capital.
Experiencias al
respecto hubo muchas a lo largo del siglo XX en diversos puntos del
sub-continente latinoamericano. Podría comenzarse con la revolución agraria en
México, entre 1910 y 1920, o el peronismo en Argentina, la presidencia de
Getúlio Vargas en Brasil, distintas expresiones modernizadoras y progresistas
como la de Velasco Alvarado en Perú o la de Omar Torrijos en Panamá. En esa
línea, con diferencias si se quiere, pero siempre en el ánimo de un capitalismo
con rostro humano y tintes nacionalistas, todos estos actuales presidentes se
enmarcan en similares proyectos. El clientelismo político, con bastante de
populismo, no falta. ¿Regalar cosas tiene que ver con el socialismo y la
construcción de una sociedad nueva?
Ahora bien: ¿es posible
construir alternativas reales de cambio con estas propuestas? ¿Se puede
cuestionar el sistema desde dentro de él mismo navegando en su
institucionalidad? Pareciera que no, porque cuando se intenta ir más allá de lo
permitido, la represión aparece. El caso de Salvador Allende en Chile nos lo
recuerda patéticamente. Pero ejemplos hay numerosos: Jean-Bertrand Aristide en
Haití, o Maurice Bishop en Grenada, el mismo Mel Zelaya en Honduras. Si se
pretende ir un poco más allá de lo que el sistema tolera, el sistema se encarga
de recordar que no es posible.
Ninguno de los
gobiernos ahora mencionados –nos atrevemos a incluir también a la Revolución
Bolivariana, más allá de toda la parafernalia mediática levantada y las
esperanzas de renovación con su preconizado (y nunca definido) socialismo del
Siglo XXI– produjo un rompimiento real con las estructuras del capital.
Obviamente ninguno de estos gobiernos pretendió sentirse revolucionario en
sentido estricto. Todos llegaron a través de los canales de la democracia
burguesa, sin promesas de cambio revolucionario. ¿Por qué exigírsele algo por
el estilo entonces?
Está claro que ninguno
de estos procesos cuestionó de raíz a las oligarquías de sus países, o a la
cabeza imperial. Por el contrario, en el marco de la actual avanzada financiera
que predomina en el mundo globalizado, los grandes capitales bancarios son los
que más se han beneficiado, incluidos los de todos los países reformistas (los
bancos del sistema nunca ganaron tanto como con estos planteos neoliberales,
defendidos finalmente también por los gobiernos de centro-izquierda). Si
alguien salió corriendo hacia Miami espantado por el “comunismo que se viene”,
fue una timorata clase media, siempre manipulada y mal informada. Ninguno de
los grandes grupos económicos de alguno de estos países en estos últimos años
(multinacionales en muchos casos, expandidos por toda Latinoamérica y resto del
mundo: Telmex o Televisa de México, Odebrecht o AmBev de Brasil, Techint o
Arcor de Argentina, Falabella o CMPC de Chile, Grupo Polar en Venezuela, etc.)
se vio perjudicado, amenazado de expropiación o enfrentando reclamos de sus
trabajadores que hicieran pensar en un próximo paso al socialismo.
¿Por qué ahora van
cayendo o pueden estar próximos a caer los planteos redistributivos? Porque se
agotó la bonanza económica de algunos años atrás (la crisis capitalista mundial
no perdona), y ahora hay menos para repartir. En el caso venezolano específicamente,
porque hay proyectos globales para bajar los precios del petróleo, reduciendo
de ese modo sus divisas, imponiendo climas de agobio económico. Van cayendo
porque desde que nacen, estas iniciativas reformistas tienen sus días contados,
más allá de la pasión que puedan mover, las esperanzas que puedan abrir. O se
radicalizan, o caen. La experiencia lo demuestra. El único experimento
socialista que se mantuvo y se amplió en Latinoamérica, porque realmente se
radicalizó, fue Cuba. La Revolución Sandinista de Nicaragua, incluso, en su
intento de convivencia pacífica con el imperio fue cediendo cada vez más. Ver
dónde está Nicaragua en este momento es indicativo de lo que eso significó (con
uno de los índices de pobreza más altos en el continente, aún con un ex
comandante guerrillero de presidente).
Hugo Chávez movió
pasiones (y las sigue moviendo, en tanto “Comandante eterno”… ¿Comandante
eterno dentro de un modelo socialista?, no cuadra, ¿verdad?). Pero no se trata
de mover pasiones, de clientelismo político, de campañas asistencialistas. Con
eso se puede mantener durante un cierto período la ilusión de cambio, de
“preocupación” por los humildes y excluidos…, pero eso tiene sus límites.
Incluso, los tiene muy cercanos. De ahí que todos estos procesos, sabiendo que
se desenvuelven en el medio de una fabulosa, sangrienta, tremenda guerra
llamada “lucha de clases”, no pueden remontar vuelo y proponerse cambios
sustanciales si no es tomando distancia de sus raíces, de su pasado histórico.
Hoy pareciera que estamos
tan ganados por el omnímodo discurso neoliberal privatista que nos cuesta creer
en nuestras propias fuerzas como campo popular. La fuerza de la cooptación,
indudablemente, no es poca: nos ha torcido el brazo en muy buena medida, y para
algunos tener un gobierno “decente” es ya un avance. Quizá…, pero seguramente
podemos ir más allá.
Hacer la consideración
de “posibilismo”, de ubicación con “los pies sobre la tierra”, pareciera una
forma de justificar el reformismo en ciernes, negador de cambios más profundos.
Si seguimos pensando que un cambio real es algo más que lo cosmético, algo más
que repartir con alguna equidad las migajas que no consumen los sectores
acomodados; si seguimos pensando que, como dijera Marx: “no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se
trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se
trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”,
estos pasos tibios son apenas una puerta de entrada. Si pensamos que la dignificación
del ser humano es algo más que cobrar un salario “decente”, hagamos nuestra
aquella máxima del Mayo Francés de 1968 que reclamaba: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.
Estos gobiernos de
centro-izquierda caen, en definitiva, porque no tienen la más mínima
posibilidad de imponerse, y más temprano que tarde el sistema tiene cómo
sacudírselos. Antes, con golpes militares; ahora, con este nuevo ardid de la
lucha contra la corrupción. En Latinoamérica la corrupción nos envuelve
culturalmente, por eso es tan fácil señalarla siempre. Por eso, para un cambio
genuino, el auténtico enemigo a vencer no es la corrupción, sin0 la injusticia.
Para la construcción de alternativas es bastante evidente que tenemos que ir
más allá de la institucionalidad fijada: dentro de estos estrechos márgenes
parece que no es posible más que un “capitalismo mejorado, abuenado”. Y eso no
lleva muy lejos parece. Una vez más: “Seamos
realistas: pidamos lo imposible”.
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