Hay un debate
aparentemente bizantino que se inscribe dentro de la teoría del economista
Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, en el cual se trata de hacer
creer que el ciclo de los gobiernos progresistas está finiquitando.
Luis Manuel Arce / Prensa Latina
Se trata de un concepto
prefabricado sin cimientos ni otros soportes, según el cual los gobiernos
progresistas responden a un ciclo sociopolítico con principio y fin, y eso ya
es una gran falacia.
El ciclo comienza en las
urnas donde el votante busca una solución a los problemas sociales agudos que
lo torturan, y termina cuando el gobierno así elegido agota sus posibilidades
de sostener un modelo de democracia participativa y no excluyente que sitúa al
ser humano en el epicentro de sus decisiones.
Teóricamente, según
ellos, el final marca el fracaso de esos gobiernos, aunque jamás admiten que si
la gente eligió una administración diferente se debió a un voto antineoliberal
frente a la crisis del sistema.
Los ideólogos de teoría
tan falaz les niegan a esos gobiernos posibilidades de desarrollo en todos los
campos, y encubren las razones por las cuales han surgido de ese voto popular
incluso usando los propios instrumentos electorales de sus democracias.
Más que un debate
filosófico, doctrinario o académico, estamos en realidad ante una plataforma
propagandística de vieja data pero renovada en ocasión del triunfo
neoconservador en Argentina para la cual se preparó la derecha por lo menos
durante 10 años, aun cuando sea una victoria pírrica, pues ganó la batalla por
una cabeza, como dice el tango.
Mauricio Macri es un
cuasi perdedor a pesar de ser considerado un producto de laboratorio a muy alto
costo. Pero haber llegado a la Casa Rosada aunque fuera por el mínimo, es
asunto que se debe tomar muy en serio.
Su ascenso al poder lo
toman como referente del fin de los gobiernos progresistas -o fin de la
historia- porque, a diferencia de lo que ocurre en Venezuela, las posibilidades
de sobredimensionar el traspié del kirchnerismo como movimiento socio-político
son mucho mayores y más "naturales" que en el fracaso electoral
venezolano.
En cambio, en Venezuela
la Revolución bolivariana no ha sido derrotada a pesar del severo golpe
recibido, la batalla está en pie con un bolivarianismo renovado, y la lucha de
clases arde como la caldera del diablo avivada por un fuego de montañas de
dólares tributados por empresas transnacionales y la oligarquía criolla.
Argentina fue víctima de
una realidad innegable: mantenerse dentro de la camisa de fuerza del
capitalismo con todos los instrumentos de la derecha intactos sin que los
nuevos creados por la izquierda los debilitaran ni los sustituyeran.
Venezuela le suma a esa
causa una insuficiente o tal vez esquemática educación ideológica a la mayoría
trabajadora, sustento de la Revolución bolivariana.
Pero en Venezuela la
situación tiene matices diferentes a la de Argentina precisamente porque hay un
proceso revolucionario vigente aunque complejo que se desarrolla dentro de los
marcos políticos y estructurales del capitalismo neoliberal, con una derecha
vengativa financieramente muy poderosa y estructurada como clase social, con
divisiones antagónicas pero no irreconciliables.
Mauricio Macri es
presentado por medios de comunicación afines a la teoría del fin de los
gobiernos progresistas como factor que debe influir en vecinos como Bolivia,
Ecuador y Brasil, los gobiernos de la región con perfiles más cercanos a la
Argentina de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
A Nicolás Maduro, en
cambio, pretenden presentarlo degradado y borradas todas las líneas positivas
de su liderazgo, mientras remarcan los defectos que hasta Jesucristo tiene, con
el fin de volar en pedazos el papel del líder en la historia para que el pueblo
olvide a Hugo Chávez y su legado, o en todo caso convertirlo en una imagen
inocua.
Considerar como un
proceso cíclico a esos gobiernos es mucho más que una falacia. Es una reacción
contra el avance de América Latina y el Caribe en los últimos años en materia
humana, social, política y de integración, y una violenta guerra de posiciones
dentro de aquella misma lucha de clases de antaño, pero renovada con Macri y la
derecha venezolana.
Más que todo, el
reverdecimiento de esa teoría demuestra que los gobiernos populares llegaron al
poder porque sus programas socio-económicos fueron acertados y respondieron a
los intereses de las mayorías que aspiran a cambios sin riesgos, ni escaseces o
sobresaltos. Esa es la gran verdad.
La otra verdad, y a la
que más temen, es que esos gobiernos tienen la posibilidad real de convertir
esos procesos populares en verdaderas revoluciones sociales transformadoras de
estructuras obsoletas como ha estado tratando de hacer el presidente Rafael
Correa con la Revolución Ciudadana, o Evo Morales con el Estado plurinacional.
La pregunta es por qué
ocurrieron esos tropiezos electorales en Argentina y Venezuela, y el gran reto
es superarlos y demostrar que el surgimiento de gobiernos populares responde a
causas socioeconómicas y políticas profundas y su existencia nada tiene que ver
con propagandas enajenantes ni ciclos preconcebidos.
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