En nuestra
América, y en el mundo todo, es digno aspirar a la paz decorosa, y promoverla.
Insensato cuando menos sería fomentar el gusto por la guerra. Pero ¿hay paz
cierta en un continente donde acontecimientos diversos enlutan esta parte del
mundo, con la complicidad o la connivencia de gobiernos que deberían
impedirlos?
José Martí |
Luis Toledo Sande / Cubadebate
Conocidas
son las contundentes denuncias por José Martí de maniobras que los beligerantes
Estados Unidos urdían para lograr la hegemonía, primero en América y luego en
el mundo. La potencia imperialista en desarrollo intentaba coyundear a nuestra
América por medio de la dominación económica, “sistema de colonización” que él
repudió especialmente con motivo de dos foros: el Congreso Internacional de
Washington celebrado entre 1889 y 1890 y la Conferencia Monetaria Internacional
nacida de aquel en 1891, en la misma ciudad, para labrar en el continente lo
que llegaría a ser el predominio planetario del dólar.
Si acerca
del Congreso el revolucionario cubano desplegó una intensa campaña por las vías
a su alcance —prensa, tribuna, cartas, relaciones personales—, sobre la
Conferencia Monetaria pudo hacerlo desde dentro, como delegado de Uruguay.
Aprovechó las contradicciones que en el seno del país anfitrión de aquellos
foros se daban entre los respectivos defensores de los patrones oro y plata.
Pero no estaba por tecnicismos economicistas: miraba y veía a lo hondo de la
política representada en la economía y en actos vinculados con esta.
Los
delegados que integraron la comisión encargada de analizar el proyecto de
moneda única le confiaron —razones tenían— redactar el informe pertinente, en
el cual, presentado por él el 30 de marzo de aquel año, desplegó un ejercicio
diplomático atento a las cuestiones técnicas del tema y, sobre todo, a la
justicia. En ese texto, donde debía resumir un compromiso colectivo que él tensó
al máximo, no cabrían todas sus perspectivas, y las expuso aún más claramente
en el número de mayo de 1891 de La Revista Ilustrada de Nueva York, en cuya
entrega de enero se había publicado su ensayo “Nuestra América”, central en las
preocupaciones que le suscitaba la escasa o desenfocada visión de algunos hijos
de estos pueblos frente a las intenciones dominantes en los Estados Unidos.
El artículo
de mayo, “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América”, amplía a
fondo lo sustentado en el informe que redactó para el foro. En ambos textos
—que se explican por sí solos pero cuyo alcance se aprecia todavía mejor
situados en la estela de los que dedicó al Congreso— argumentó que no cabía
unión económica entre países de diferentes intereses y distintos grados de
desarrollo material. Ya la nación que urdía el plan monetario había mostrado
ampliamente su voracidad expansionista en el exterminio de pobladores
originarios del área donde se formó, y en el vandalismo de Estado con que le
arrancó a México más de la mitad de su territorio.
No cabía
esperar que ese país planease garantizar una aspiración que Martí sabía
necesaria y plasmó en el informe citado, lo que le daba peso institucional a la
idea: “En esto, como en todos los problemas humanos, el porvenir es de la paz”.
El significado de la máxima —en la que a veces se suprime erróneamente la
preposición de, que expresa la importancia de la paz como fin rector, no mero
complemento— se capta en plenitud cuando se ubica en el universo de
preocupaciones que se fortalecieron en Martí ante las señales de aquellos
foros.
En el
centro de ellas se ubica una idea que Martí halló en el pensamiento
latinoamericano precedente y él llevó a su máxima expresión, iluminado por la
experiencia de quien vivió en los Estados Unidos cuando allí surgía ya el
imperialismo y se perfilaban peligros que se consumarían con los sucesos de
1898 y, entrado el siglo XX, con dos guerras mundiales, frutos unos y otras de
replanteos geopolíticos que perduran y cuyo fin no se vislumbra. La idea
aludida se resumía en la necesidad de asegurarle al mundo el equilibrio que las
fuerzas dominantes en aquel país estaban prestas a romper para soltar riendas a
sus desafueros.
De ahí la
perspectiva con que Martí aspiraba al logro del mencionado equilibrio. En el
núcleo de su proyecto estaba alcanzar la independencia de Cuba y de Puerto
Rico. La sabía necesaria para que los Estados Unidos no usaran a las Antillas
como trampolín en sus planes de dominación de nuestra América toda, peldaño
para lanzarse a la conquista de la hegemonía planetaria. También comprendía que
frenar esos propósitos imperiales era necesario incluso para salvar el honor de
la nación conquistadora, que él calificó de dudoso y lastimado, y cuya quiebra
se pondría crecientemente a la vista, como podrá apreciar hoy quien quiera
verlo.
Su voto por
la paz no era el de un pacifista iluso, capaz de conformarse con un mundo en el
cual los poderosos (naciones, sectores, clases) vivieran del sacrificio y las
penurias de los humildes. Abogaba por una paz con justicia, decoro y
posibilidad de progreso material y espiritual para todos los seres humanos. Ni
para defender las aspiraciones de paz cabe olvidar que escribió aquellos
textos, y muchos más, cuando se acercaba al liderazgo en los preparativos de
una guerra de liberación nacional con largas implicaciones.
Sería
asimismo desatinado considerarlo un belicista. Más de una vez sostuvo que si se
le demostraba que era innecesaria la guerra con la cual las fuerzas patrióticas
cubanas se proponían liberar del coloniaje español a la patria, renunciaría a
la contienda. Pero paso a paso los hechos le confirmaban que solo con ella,
bien hecha, se podría librar a Cuba de la vieja metrópoli española, y, a la
vez, de las pretensiones de los Estados Unidos.
A eso, no a
la verticalidad de su proyecto ni a su pensamiento antimperialista, públicos y
notorios, se refirió el día antes de morir en combate. En su testamentaria
carta póstuma al amigo mexicano Manuel Mercado expresó: “En silencio ha tenido
que ser, y como indirectamente, porque hay cosas que para logradas han de andar
ocultas, y de proclamarse en lo que son levantarían dificultades demasiado
recias para alcanzar sobre ellas el fin”.
Tanto como
optó por la guerra porque entendía que era criminal renunciar a ella, mantuvo
la voluntad de que no se rindiera culto a la violencia, y de que se respetara
la dignidad humana. Lo confirmó en las instrucciones que en campaña escribió
sobre la conducta que se debía tener con los adversarios prisioneros. Su
prédica, marcada por el afán de hacer una guerra ordenada, sentó bases para las
acciones bélicas revolucionarias que en la estela de su ejemplo se llevaron a
cabo en el país hasta la victoria alcanzada el 1 de enero de 1959, y en
episodios posteriores, como el aplastamiento de la invasión mercenaria en Playa
Girón.
En sus
conceptos sobre la guerra de liberación irradiaba el sentido popular con que la
asumió y la encaminó. Esa noción se correspondía con sus ideas sobre el Partido
Revolucionario Cubano, fundado en 1892 —tras doce años de gestación, según sus
propias palabras—, para preparar la contienda y trazar su rumbo: “Lo que un
grupo ambiciona, cae. Perdura lo que un pueblo quiere”, afirmó en el Patria del
3 de abril de 1892, en vísperas de la proclamación, el 10 siguiente, del
Partido, del cual en el mismo texto dijo que era “el pueblo de Cuba”. Sin esa
identificación entre ambos no sería posible una victoria digna.
Los doce
años de gestación remiten a 1880. El 24 de enero de ese año leyó en el Steck
Hall de Nueva York, ante compatriotas emigrados, un discurso que pronto hizo
imprimir y puso a circular como folleto. En ese texto, punto ostensible en su
campaña revolucionaria a gran escala, expuso una orientación ideológica
contraria a la “urbana y financiera manera de pensar” de los opulentos que
querían hacer valer sus intereses sobre los de la nación, y sostuvo: “Ignoran
los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las
revoluciones”, criterio en el cual el calificativo verdadero tiene un peso
determinante.
Su visión
de la guerra, concebida para la independencia, la soberanía, el decoro y la
felicidad del pueblo en la república por fundar, excluía el sentido de
camarillas, el caudillismo, la desunión y otros males que habían causado
grandes estragos en nuestra América. Por
eso otro hecho de 1880 decisivo en el afinamiento de sus ideas políticas
fue la terminación de la Guerra Chiquita, que mantuvo en armas a una parte del
país desde el año anterior, y en la cual desempeñó él un papel de primer orden
al frente del Comité Revolucionario Cubano, que la orientaba y apoyaba desde
Nueva York, donde ella se gestó.
Con esa
investidura asumió el deber de instruir al general Emilio Núñez, quien se
hallaba en Cuba encabezando el último reducto de combatientes, deponer las
armas. En carta del 13 de octubre de 1880 le expuso: “Nuestra misma honra, y
nuestra causa misma, exigen que abandonemos el campo de la lucha armada”.
Siempre basado en la ética, señaló con términos que no caducan: “Un puñado de
hombres, empujado por un pueblo, logra lo que logró Bolívar; lo que con España,
y el azar mediante, lograremos nosotros. Pero, abandonados por un pueblo, un
puñado de héroes puede llegar a parecer, a los ojos de los indiferentes y de
los infames, un puñado de bandidos”. No proponía ceder ante el enemigo, sino
preservarse para la hora en que la radicalidad tuviese camino de realización:
“No se rinde Vd. al gobierno enemigo, sino a la suerte enemiga. No deja Vd. de
ser honrado: el último de los vencidos, será Vd. el primero entre los
honrados”, le aseguró a Núñez.
Tampoco en
ese terreno cedía a normas impuestas por los poderosos: se guiaba por una
brújula de principios fundamental para la libertad y el decoro. Solo veinte
años tenía cuando en 1873, en La República española ante la Revolución Cubana,
afirmó que si esa República se levantaba “en hombros del sufragio universal”
—tema sobre el cual expresó vivo interés—, desde el 10 de octubre de 1868 Cuba
lo hacía de otro modo: “Su plebiscito es su martirologio. Su sufragio es su
revolución. ¿Cuándo expresa más firmemente un pueblo sus deseos que cuando se
alza en armas para conseguirlos?”
Esas
palabras, de especial valor cuando las fuerzas dominantes, reaccionarias, se
muestran resueltas a impedir que el sufragio siga sirviendo al triunfo de
afanes emancipadores, muestran al revolucionario radical que él fue. Encarnan,
por tanto, una cualidad que urge defender frente a los intentos hechos por los
medios imperialistas —que en función de sus intereses han distorsionado,
también con éxito que influye hasta en textos de la izquierda, el sentido
propio de humanitario— para identificarla con la violencia irracional,
terrorista, calificativo que en el lenguaje de los opresores ha venido a dar
continuidad a revoltoso, facineroso, filibustero, bandido… comunista y otros. En
el artículo “A la raíz” expuso Martí lo que para él significaba ser radical: “A
la raíz va el hombre verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las
raíces. No se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre,
quien no ayude a la seguridad y dicha de los demás hombres”.
En nuestra
América, y en el mundo todo, es digno aspirar a la paz decorosa, y promoverla.
Insensato cuando menos sería fomentar el gusto por la guerra. Pero ¿hay paz
cierta en un continente donde acontecimientos diversos enlutan esta parte del
mundo, con la complicidad o la connivencia de gobiernos que deberían
impedirlos? ¿Existe paz en un mundo donde ese imperio —que cínicamente se
autopresenta como el mayor garante de los derechos humanos— desencadena
brutales actos de terrorismo de Estado, guerras legal y moralmente
injustificables, para imponer sus intereses y arruinar a pueblos a cuyos hijos
rebeldes descalifica acusándolos de terroristas? Los mayores practicantes de
terrorismo verdadero ¿no están internacionalmente vinculados con el imperio en
sus orígenes, en servicios prestados, en sórdidas alianzas?
Que hoy
parezca no haber condiciones para la lucha armada con que históricamente
pueblos diversos han alcanzado su independencia y su soberanía, y defendido la
justicia, no autoriza a hacerse cómplice de las campañas del imperio para
conseguir el sometimiento y la resignación de la humanidad a los designios que
él pretende continuar imponiendo. Para incurrir en semejante complicidad
bastaría idealizar la presunta paz contemporánea y satanizar la lucha
revolucionaria armada, o decretarla inviable para siempre.
De modo
especial en vísperas de otro aniversario del alzamiento del 24 de febrero de
1895, de cuya preparación fue guía y artífice Martí, es digno recordar —aunque
haya quienes se asusten al leerlo u oírlo— lo afirmado por él en un discurso
que pronunció en honor de Fermín Valdés Domínguez, por coincidencia, el 24 de
febrero anterior: “Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de
sometimiento infructuoso, sino por sus instantes de rebelión. Los hombres que
ceden no son los que hacen a los pueblos, sino los que se rebelan. El déspota
cede a quien se le encara, con su única manera de ceder, que es desaparecer: no
cede jamás a quien se le humilla. A los que le desafían respeta: nunca a sus
cómplices. Los pueblos, como las bestias, no son bellos cuando, bien trajeados
y rollizos, sirven de cabalgadura al amo burlón, sino cuando de un vuelco
altivo desensillan al amo”.
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