Al negar el
movimiento democrático y su potencial revolucionario –porque no se enmarca en
la lógica seria y realista del poder formal-, el expresidente español, y
también exsocialista obrero, parece empeñado en ampliar el divorcio entre “la
casta” y la ciudadanía indignada, obstruyendo así el inevitable proceso de
expresión de la pluralidad y la diversidad democrática.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El expresidente Felipe González. |
En una coyuntura de
incertidumbre tras los resultados adversos para socialistas y populares en las
elecciones generales de diciembre del 2015 en España, el expresidente Felipe
González exhibe una de sus peores facetas de los últimos tiempos. Incapaz de leer correctamente las causas de
la crisis del sistema político de su país, el desastre social al que empujaron
las políticas económicas neoliberales con su dogma de austeridad in extremis, y las responsabilidades que
de ello tienen los dos partidos tradicionales (el PSOE y el PP), González agita
los fantasmas del chavismo y del populismo para restar protagonismo a partidos surgidos
de los movimientos sociales y de nuevas formas de organización política,
reafirmar el poder del bipartidismo que no quiere que nada cambie, y en
definitiva, para socavar las prácticas y resultados de la democracia que
asegura defender.
Ante el ascenso de
formaciones como Podemos, González ha puesto al desnudo, en sus intervenciones
públicas y en entrevistas, los miedos de la
casta gobernante en España: una y otra vez, reitera los lugares comunes del
discurso de la derecha española, que lanza jaculatorias contra el populismo de
sello latinoamericano, mientras pretende crear una identidad entre Podemos y el
proyecto bolivariano, fórmula propagandística aplicada hasta el hartazgo en las
campañas electorales sucias de América Latina para desacreditar candidatos,
partidos críticos del neoliberalismo y para alentar el anticomunismo inoculado
durante décadas en nuestras sociedades.
Hace poco menos de
dos años, en tono admonitorio, el expresidente confesaba
su temor por el avance de Podemos en las elecciones del Parlamento Europeo:
“Una alternativa bolivariana para España y para Europa sería una catástrofe sin
paliativos”. Ahora, en una reciente entrevista
concedida al diario El País, González levanta la voz en tono de delirio o de
frustración, y acaso un poco de ambas, para lanzar su carga sin reparos contra
la plataforma que lidera Pablo Iglesias: acusa a los dirigentes de Podemos de
querer “liquidar, no reformar, el marco
democrático de convivencia, y de paso a los socialistas, desde posiciones parecidas
a las que han practicado en Venezuela sus aliados”. Adalid de la llamada
oposición venezolana, en particular de su ala más radical (vinculada a Leopoldo
López, autor intelectual del plan La
salida, que armó a las guarimbas
y desembocó en actos vandálicos, terrorismo y varios asesinatos), González también
niega la posibilidad de ese ejercicio al grupo parlamentario de Iglesias: “dejar
el espacio de la oposición a Podemos es una gran estupidez, más aún que un
error, generada por la falta de visión de España en el medio plazo”, sostuvo.
Enemigo confeso del
populismo, al que entiende, de manera simplista, como peligro para la
democracia representativa (y burguesa, debería decirlo), paradójicamente González,
con sus diatribas contra la emergencia de lo plebeyo en el campo político, solo
contribuye a establecer aquello que Ernesto Laclau definía como uno de los
aspectos constitutivos de la teoría populista: un antagonismo fundante de un
relato que articule demandas democráticas y demandas populares. Más específicamente,
Laclau hablaba de “la formación de una frontera interna antagónica” que separa
al pueblo del poder formal
institucional, lo que, en consecuencia, “divide
a la sociedad en dos campos”[1].
Al negar el
movimiento democrático y su potencial revolucionario –porque no se enmarca en
la lógica seria y realista del poder
formal-, el expresidente español, y también exsocialista obrero, parece
empeñado en ampliar el divorcio entre la
casta y la ciudadanía indignada, obstruyendo así el inevitable proceso de
expresión de la pluralidad y la diversidad democrática, en la que el PSOE y el
PP naufragan víctimas de sus propios errores y de su devenido pragmatismo
neoliberal.
Tal y como le ocurrió
a los partidos socialdemócratas, socialcristianos y de derechas, en general, de
América Latina a finales del siglo XX y principios del XXI, la casta española y su vocero de ocasión
incurren en el mismo error de análisis de las fuerzas de cambio y
transformación que se expresan en la realidad social, política, económica y
cultural contemporánea: reducir al insultante calificativo de utopías regresivas las aspiraciones de
justicia social, de participación real en los asuntos públicos, las demandas de
oportunidades, de empleo digno, de educación y salud de calidad, y en suma, de
un pacto social cuyas regulaciones se definan desde la sociedad y no desde el
mercado.
Alguna vez, el
expresidente dijo que los movimientos surgidos de los indignados “tienen
razón en lo que reivindican, pero son incapaces de elaborar un programa de
Gobierno”. En este lado del Atlántico, no fueron pocos los países donde la
respuesta popular ante esa soberbia política y ese menosprecio por el soberano
acabó por traerse abajo la partidocracia neoliberal. Quizás el verdadero temor
del señor González sea escuchar el
crujido de los pilares del castillo de naipes que se derrumba bajos sus pies.
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