Hay cosas
que, aunque sabidas, parece necesario repetir sin cansancio, para restar
asideros a quienes prefieren ignorarlas. Los “ciegos y desleales” que José
Martí repudió en su tiempo tienen continuadores hoy, y quién sabe hasta cuándo.
Las evidencias no sugieren ingenuidad.
Luis
Toledo Sande / Bohemia
En 1871
–contaba 18 años– Martí señaló diferencias básicas entre Cuba y los Estados
Unidos. En el cuaderno de apuntes numerado 1 en sus Obras completas, y ubicado
en los inicios de su primer destierro español (1871-1874), escribió: “Los
norteamericanos posponen a la utilidad el sentimiento.–Nosotros posponemos al
sentimiento la utilidad”.
Se refiere
a diferencias de composición, y añade: “si ellos vendían mientras nosotros
llorábamos, si nosotros reemplazamos su cabeza fría y calculadora por nuestra
cabeza imaginativa, y su corazón de algodón y de buques por un corazón tan
especial, tan sensible, tan nuevo que solo puede llamarse corazón cubano, ¿cómo
queréis que nosotros nos legislemos por las leyes con que ellos se legislan?”
Solo por
extrema desprevención cabría subvalorar el aserto “ellos vendían mientras
nosotros llorábamos”, que recuerda una realidad: los Estados Unidos siguieron
vendiendo pertrechos a España y desconocieron el derecho del pueblo cubano a la
independencia por la cual se había alzado en armas en 1868.
Contraponiéndola
con la estadounidense, Martí plantea: “Nuestra vida no se asemeja a la suya, ni
debe en muchos puntos asemejarse”, y poco después agrega, con aleccionadora
actualidad incluso para empeños revolucionarios de lograr eficiencia económica:
las leyes implantadas en ese país le han dado “alto grado de prosperidad, y lo
han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para
hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!”
Con esa luz
crecerá su pensamiento, y combatirá las falacias anexionistas desde dentro de
aquella nación, donde vivió cerca de 15 años, durante los cuales caló en su
estructura: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas, y mi honda es la de
David”, escribirá en su carta póstuma a Manuel Mercado.
Hacia una
nueva guerra necesaria
Devaluada
por la realidad la manca “paz” del Zanjón, y sofocado el empeño de la Guerra
Chiquita, Martí inicia los pasos que lo llevarán a encabezar los preparativos
de la nueva etapa de lucha armada. Para ello tiene en cuenta el escollo
anexionista. El 20 de julio de 1882 escribe a los generales Máximo Gómez y
Antonio Maceo sendas cartas en busca del apoyo de ambos.
Al primero
le habla de los obstáculos que deben vencerse para desatar la guerra y alcanzar
el triunfo, y se detiene en uno: “Y aún hay otro peligro mayor, mayor tal vez
que todos los demás peligros. En Cuba ha habido siempre un grupo importante de
hombres cautelosos, bastante soberbios para abominar la dominación española,
pero bastante tímidos para no exponer su bienestar personal en combatirla”.
A tal
“clase de hombres”, como la llama, la define de este modo: “Todos los tímidos,
todos los irresolutos, todos los observadores ligeros, todos los apegados a la
riqueza, tienen tentaciones marcadas de apoyar esta solución, que creen poco
costosa y fácil. Así halagan su conciencia de patriotas, y su miedo de serlo
verdaderamente. Pero como esa es la naturaleza humana, no hemos de ver con
desdén estoico sus tentaciones, sino de atajarlas”.
Sabe cuán
dañinas pueden ser por su influencia antipatriótica, entreguista, y le dice a
Gómez: “¿A quién se vuelve Cuba, en el instante definitivo, y ya cercano, de
que pierda todas las nuevas esperanzas que el término de la guerra, las
promesas de España, y la política de los liberales le han hecho concebir? Se
vuelve a todos los que le hablan de una solución fuera de España”.
Para
revertir semejante peligro, se plantea la creación de lo que él caracteriza en
términos que no se corresponden con un bando político amorfo. Aunque todavía no
tuviera en mente una organización delineada hasta el detalle, se piensa en el
Partido Revolucionario Cubano, constituido diez años después.
En 1882
prevé: “Pero si no está en pie, elocuente y erguido, moderado, profundo, un
partido revolucionario que inspire, por la cohesión y modestia de sus hombres,
y la sensatez de sus propósitos, una confianza suficiente para acallar el
anhelo del país–¿a quién ha de volverse [Cuba], sino a los hombres del partido
anexionista que surgirán entonces? ¿Cómo evitar que se vayan tras ellos todos
los aficionados a una libertad cómoda, que creen que con esa solución salvan a
la par su fortuna y su conciencia? Ese es el riesgo grave. Por eso es llegada
la hora de ponernos en pie”.
El fermento
de la angustia
Se adelanta
a señales alarmantes para alguien de su claridad, que se concentrarán a partir
de 1889. Ese año sería, en marzo, el de su “Vindicación de Cuba”, y, desde el 2
de octubre, el de la Conferencia Internacional de Washington, que se prolongó,
con sesiones espaciadas, hasta el 19 de abril de 1890.
El foro
marcó “aquel invierno de angustia” en que Martí enfermó por la gravedad de los
sucesos, y por lo ingente de sus desvelos y su empeño para contribuir a
conjurarlos. En el verano siguiente el médico le indicó reposo, pero fue un
descanso relativo: entonces brotaron sus Versos sencillos –en cuyo pórtico
mencionó el invierno angustioso– y él buscó fomentar, entre estadounidenses
progresistas, relaciones favorables al respeto merecido por Cuba y su derecho a
la independencia.
Con
“Vindicación de Cuba” impugnó enérgicamente injurias anticubanas publicadas en
diarios estadounidenses. Pronto las refutó en el primero de ellos, y reunió en
un folleto titulado Cuba y los Estados Unidos los textos injuriosos y su contestación,
traducido todo al español y con una nota introductoria suya, que empieza así:
“Cuando un pueblo cercano a otro puede verse en ocasión, por el extremo
de su angustia política o por fatalidad económica, de desear unir su suerte a
la nación vecina, debe saber lo que la nación vecina piensa de él, debe
preguntarse si es respetado o despreciado por aquellos a quienes pudiera pensar
en unirse, debe meditar si le conviene favorecer la idea de la unión, caso de
que resulte que su vecino lo desprecia”.
Sabe que
hay ilusos a quienes seduce el esplendor material del vecino, y precisa: “No es
lícito ocasionar trastornos en la política de un pueblo, que es el arte de su
conservación y bienestar, con la hostilidad que proviene del sentimiento
alarmado o de la antipatía de raza. Pero es lícito, es un deber, inquirir si la
unión de un pueblo relativamente inerme con un vecino fuerte y desdeñoso, es
útil para su conservación y bienestar”.
No refuta
gacetillas marginales o propaladas por una facción política aislada: “The
Manufacturer, de Filadelfia, inspirado y escrito por hombres de la mayor
prominencia en el partido republicano, publicó un artículo ‘¿Queremos a Cuba?’
donde se expresa la opinión de los que representan en los Estados Unidos la
política de adquisición y de fuerza. The Evening Post, el primero entre los
diarios de la tarde en New York, el representante de la política opuesta, de
aquella a que habrían de acudir los débiles cuando se les tratara sin justicia,
‘reiteró con énfasis’ las ideas de sus adversarios en el artículo ‘Una opinión
proteccionista sobre la anexión de Cuba’”.
Contra el
desprecio imperial
Los
relevantes diarios dan voz al desprecio de Cuba por parte del pensamiento
dominante en los Estados Unidos, contrario a que ella forme parte de la Unión.
Se le reserva la condición de territorio dominado y saqueado, no un pedazo
posible en la ciudadanía del Norte. Pero, aunque se le diera margen a esta
opción, sería inaceptable para los revolucionarios que abrazaban la herencia de
1868 y de la Protesta de Baraguá.
Desbordaría
estas cuartillas abundar en la valoración martiana sobre la Conferencia
Internacional mencionada, a la que el gobierno estadounidense convocó en su
afán de dominar a nuestra América, un paso dirigido a la conquista de la
hegemonía mundial. Pero es insoslayable tener en cuenta al menos que ese foro
azuzó las ilusiones de quienes veían en la anexión a los Estados Unidos la
solución para Cuba, o querían verla.
Martí,
veedor en lo hondo, las refuta rotundamente, y denuncia las verdaderas
intenciones de los gobernantes de aquella nación, que busca ensayar “en pueblos
libres su sistema de colonización”, y reserva un papel todavía más
especialmente triste a los países de nuestra América que, por no haber logrado
aún la independencia, serían presas más fáciles.
Cartas
escritas en aquellos días por Martí, en especial las dirigidas a su compatriota
y colaborador Gonzalo de Quesada Aróstegui –secretario de la delegación
argentina, la cual brilló por su actitud ante las maquinaciones yanquis del
foro–, confirman la angustia con que observa la fatídica reunión, que da pábulo
al pensamiento anexionista. Con respecto a Cuba le advierte a Quesada:
“Sobre nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más tenebroso que lo que
hasta ahora conocemos, y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a
la guerra,–para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de
mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más soberbia no la hay en
los anales de los pueblos libres:–ni maldad más fría”.
Tan macabra
es la trama, que él se plantea: “¿Morir, para dar pie en qué levantarse a estas
gentes que nos empujan a la muerte para su beneficio? Valen más nuestras vidas,
y es necesario que la Isla sepa a tiempo esto. ¡Y hay cubanos, cubanos, que
sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses!”. Y concluye:
“Vigilar, es lo que nos toca; e ir averiguando quién está dispuesto a tener
piedad de nosotros”. Pero, lejos de sentarse a esperar por actos piadosos, se
afana en reforzar los preparativos para la contienda.
Confirmación
de la historia
Las
previsiones martianas la avalarán la realidad impuesta por la intervención con
que los Estados Unidos frustran la independencia de Cuba y se adueñan de Puerto
Rico. En la primera, donde no pueden obviar la beligerancia del ejército mambí,
se las arreglan para desmovilizarlo; en la segunda, el camino “pacificador”
abonado por el autonomismo facilita el sometimiento colonial que aún hoy
perdura.
Razones
hallan quienes estiman que, con su desprecio hacia nuestros pueblos, el imperio
aceptaría la anexión de Puerto Rico, si acaso, únicamente cuando tuviera la
certeza de que su pueblo está dispuesto a tolerar la humillación absoluta. Pero
eso no lo ha conseguido el Norte en más de un siglo.
Martí
concibe una contienda organizada con la eficacia necesaria para frenar los
planes estadounidenses, pero estos hacen abortar en el puerto de Fernandina la
sorpresa con que él busca dejar a los imperialistas sin tiempo de intervenir en
la guerra. Para ello debe ser “breve y directa como el rayo”, según anuncia en
un artículo de 1893 titulado precisamente “‘¡Vengo a darte patria!’ Puerto Rico
y Cuba”.
En la carta
póstuma a Mercado testimonia su certidumbre de que ya en lo fundamental la
guerra no es contra el ejército español, sino contra las maniobras de los
Estados Unidos. A ello, no a su pensamiento antimperialista, se refiere cuando
dice: “En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente”.
Al amigo
mexicano le habla de la entrevista que en campaña ha tenido con el corresponsal
de The New York Herald, Eugene Bryson, quien le ha dado a entender algo que no
lo sorprende: “llegada la hora, España preferiría entenderse con los Estados
Unidos a rendir la Isla a los cubanos”. La perfidia se consuma en 1898 en el
Tratado de París, con la humillación de la derrotada metrópoli.
Tanto le
preocupan a Martí las jugarretas anexionistas que el vocablo anexión le salta a
la pluma, en el espacio de pocas líneas, para referirse indistintamente a la
posible alianza entre la potencia que decae y la emergente, y a la anexión en
su más extendido uso político. Sabe necesario “impedir que en Cuba se abra, por
la anexión de los Imperialistas de allá y los españoles, el camino, que se ha
de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de
nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia”.
Contra la
complacencia de la sumisión
El
corresponsal del Herald le ha mencionado también “la actividad anexionista”;
pero él –que la sabe fuera de los verdaderos planes del imperio– la considera
“menos temible por la poca realidad de los aspirantes, de la especie curial,
sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a
España, le piden sin fe la autonomía de Cuba”.
Tal especie
está “contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o
les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres,
desdeñosos de la masa pujante,–la masa mestiza, hábil y conmovedora, del
país,–la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.
Con
posibilidades de éxito o sin ellas, anexionistas y autonomistas encarnan
posiciones antinacionales: coinciden en la voluntad de someterse a los Estados
Unidos o a España para seguir enseñoreados sobre el pueblo trabajador. Son
soporte de un pensamiento de subordinación que agrada a los imperialistas,
porque les allana el camino para dominar a Cuba.
Muerto
Martí en 1895, los sucesos que se desencadenan desde 1898 con la intervención
estadounidense corroboran la lucidez del guía revolucionario. Cuba libre,
película reciente, recrea aquellos hechos, y no parece haber tenido que
esforzarse el director para que parezca destinada, más que a leer aquel pasado,
a plantear advertencias necesarias hoy.
Tras más de
50 años intentando asfixiar a la Revolución Cubana con agresiones armadas y un
férreo bloqueo que perdura, el imperio busca parecer que abre caminos para
beneficiar a Cuba. También lo hizo en 1898, cuando procuró pasar como su aliado
en pos de la independencia que ella había probado merecer y él le frustró.
Como a
finales del siglo XIX, la anexión con que algunos han soñado sigue siendo una
fantasmagoría de poca probabilidad de realización: el imperio no la desea, y es
incompatible con la resistencia protagonizada por el pueblo cubano. Pero el
pensamiento vinculado con dicha opción, el anexionismo, sigue abonando
posiciones aliadas del imperio. No es necesario que la anexión se dé para que
el anexionismo sea nocivo.
Un pueblo
dominado culturalmente por el imperio está en camino de aceptar lo que él se
proponga imponerle. Como relata Martí en una de sus crónicas sobre la
Conferencia Internacional de 1889-1890, el gobierno de los Estados Unidos les
ofreció a los delegados hispanoamericanos un singular paseo en un tren palacio.
Para que la
desfachatez de la insolencia quede más al desnudo, el periodista revolucionario
cita la prensa del país anfitrión: “Se abre el Herald, y se lee: ‘Es un tanto
curiosa la idea de echar a andar en ferrocarril, para que vean cómo machacamos
el hierro y hacemos zapatos, a veintisiete diplomáticos, y hombres de marca, de
países donde no se acaba de nacer’”.
Más que un
tren, toda una industria
Hace mucho
que episodios como el de aquel tren palacio han dado paso a una poderosa
maquinaria cultural (o anticultural) que difunde en el planeta las “bondades”
del modo de vida estadounidense. Un mínimo inventario de la programación
televisual mostraría que hasta en Cuba, firme en su lucha antimperialista,
circulan frutos de esa maquinaria, directamente o a partir de la influencia
que, como si fuera algo natural e ineludible, ella ejerce en parte de lo
producido en el país.
Que haya
cubanos y cubanas que ostenten sobre su cuerpo, y en sus vehículos, incluso en
algunos de la administración estatal, banderas de los Estados Unidos, y crean
que de allí pueden venir las soluciones que Cuba necesita, no admite ingenuidad
en el análisis al cual está llamada la nación. No se trata de prohibir o
controlar actos que deben ser individuales –no es el caso de automóviles y
establecimientos de la administración estatal–, pero sobran motivos para
repudiar, como Martí al anexionismo, hechos que ocurren en nuestro entorno en
materia de identidad cultural y símbolos de naturaleza política.
También en
ese terreno conservan vigencia el ejemplo y la prédica de Martí. No basta
estimar que la anexión es inviable y la Revolución invencible, cuando pululan
señales de formas de pensar y actuar en las que subyace la costra tenaz del
coloniaje condenada por Rubén Martínez Villena, y arropada con símbolos que
oficialmente representan a la potencia imperialista.
Deberían,
sí, ser símbolos de un pueblo; pero este no vive en el vacío, sino en la nación
sede del imperio que –en función de los graves crímenes que comete para
mantener la hegemonía con que actúa contra el mundo– pretende seguir
manipulando el pensamiento de su propia ciudadanía.
Ese imperio se hizo hegemónico rompiendo el
equilibrio mundial que Martí quiso salvar con la independencia de Cuba, de las
Antillas, de nuestra América toda, aunque ciegos y desleales prefieran ignorar
la historia, la realidad, como si con ello salvaran su conciencia.
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