Si pedimos juicio y castigo a los responsables de los cientos de miles de
muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países latinoamericanos
de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para no olvidar la historia
negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el enemigo no es el
guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
“En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no
hay embajada americana”.
Los militares latinoamericanos, como todo militar, se han dedicado a la
guerra; pero en muy buena medida a un tipo de guerra peculiar: las guerras
civiles. En el transcurso del pasado siglo casi no hubo guerras interestatales
en la región; la función de las fuerzas armadas se concentró en la represión
interna.
Como parte de la Guerra Fría, prácticamente todos los países
latinoamericanos vivieron guerras internas insurgentes y contrainsurgentes. Con
distintas modalidades, en toda el área entre los 60 y los 90, tuvieron lugar
feroces procesos de militarización. A la proclama revolucionaria siguieron
invariablemente atroces acciones represivas.
La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los Estados con sus cuerpos
armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en evidencia dos cosas: por un
lado ratifica qué son en verdad las maquinarias estatales ("violencia de
clase organizada", según la definición leninista), a favor de qué proyecto
se establecen y perpetúan (obviamente no del campo popular); y por otro lado,
desnuda la estructura de los poderes: los ejércitos reprimieron el proyecto
revolucionario, pero ellos cumplieron su mandato; el real poder que usó la
fuerza para seguir manteniendo sus privilegios no aparece en escena.
Hoy día, terminada la Guerra Fría y el "peligro comunista", dado
que las sociedades fueron hondamente desmovilizadas producto de la brutal
represión, los ejércitos retornaron a sus cuarteles. Incluso en los últimos
años, habiéndose tornados ya innecesarios para el mantenimiento de la
"paz" interior –porque el trabajo estaba cumplido– se inician tibios
procesos de revisión de las guerras internas, de sus excesos y abusos.
Pasadas las dictaduras militares, con distintas modalidades, con suertes
diversas también en los procesos emprendidos, los países que sufrieron esos
monstruosos conflictos armados iniciaron alguna suerte de ajuste de cuentas con
su historia. Más allá de los resultados de esos procesos, desde el
enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos hasta la total impunidad
y el retorno al poder por vía democrática en Bolivia o en Guatemala, el común
denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos contrainsurgentes cargan
con todo el peso político y la reprobación social respecto a las guerras sucias
transcurridas.
Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron sucias, de más está
decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas, la violación
sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales enteras, fueron
parte de las estrategias de guerra seguidas por todos los cuerpos castrenses.
Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos revolucionarios
latinoamericanos, tenemos inmediatamente la imagen del verde olivo y las botas
militares. ¿Pero no estaban preparados para eso los ejércitos de esta región?
La doctrina militar de todos los ejércitos del área no se elabora en
Latinoamérica: para eso estaba la Escuela de las Américas en Panamá, por años
sede del Comando Sur de las fuerzas estadounidenses. Los cuerpos castrenses
locales han funcionado como ejércitos de ocupación; sus hipótesis de conflicto
no eran las guerras contra otras potencias regionales sino el enemigo interno.
Los distintos grupos elites que se crearon tenían como objetivo mantener
aterrorizadas a las propias poblaciones. Esos soldados, preparados en
definitiva por Washington en su lógica de contención del avance comunista,
adiestrados en las más despiadadas metodologías de guerra sucia y bendecidos
por los grupos de poder locales, en las pasadas intervenciones que tuvieron no
hicieron sino cumplir con el papel para el que fueron educados. En otros
términos: fueron buenos alumnos.
Hoy día se habla de revisar el pasado. Ello es imprescindible, por cierto.
El futuro se construye mirando el pasado; la basura no puede esconderse debajo
de la alfombra porque inexorablemente, siempre, lo reprimido retorna. Pero esto
abre una duda: revisar el pasado no debe ser sólo el juicio y castigo a los
responsables directos de los crímenes infames que enlutaron las sociedades
latinoamericanas las pasadas décadas.
Las fuerzas armadas cumplieron sus funciones, como sus mismos comandantes
se cansaron de repetir en cualquiera de los países donde condujeron las guerras
internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por supuesto que lo
condenable es la extralimitación en que, como Estado, incurrieron estas
fuerzas. El Estado no puede reprimir a su población, pero ¿de qué Estado
hablamos? Es quimérico pensar que este aparato de Estado pertenece a todos; las
dictaduras militares lo demostraron. Cuando el andamiaje real del poder de las
clases dominantes es tocado, ahí se desnuda el carácter del Estado, de las
"democracias" parlamentarias.
Si pedimos juicio y castigo a los responsables de los cientos de miles de
muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países latinoamericanos
de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para no olvidar la historia
negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el enemigo no es el
guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo.
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