La
elección de los gobiernos progresistas resultó del
repudio a las consecuencias sociales y morales del neoliberalismo, pero no de
un nuevo desarrollo ideológico de la mayoría electoral. Esa mayoría favoreció a
candidatos que venían de la izquierda, pero no votó por una propuesta de hacer
esa revolución, ni para expresar su voluntad de sostenerla.
Desde
Ciudad Panamá
Hace poco
cruzó la escena otra andanada descalificadora de los gobiernos “progresistas”
latinoamericanos, que incluyó artículos redactados en apropiado izquierdolés.
Con variopintos matices, se resumió en dos supuestos cortados a la medida: que
no convirtieron su llegada a Palacio en sendas revoluciones socialistas, y
haberse limitado a mejorar la repartición social de los beneficios del sobreprecio de las commodities, mientras este
duró. De tales alegaciones ya nos hemos ocupado, incluso antes de esta última
salva.
Uno de los
recursos retóricos usados para darle pábulo es la imprecisión del lenguaje,
tendiente tanto al relumbrón periodístico como a confundir los términos. Por
ejemplo, el torcido empleo de las palabras “progresista” y “ciclo”, que pasa
gato por liebre en el plano conceptual. Desde los tiempos de la oleada
revolucionaria de los años 60 y 70 del siglo pasado, “progresista” es un
comodín lingüístico relativo a las personalidades, organizaciones y procesos
democrático‑populares o antimperialistas con los cuales las izquierdas podían
colaborar. El expresidente Lázaro Cárdenas, defensor tanto del gobierno de
Jacobo Arbenz como de la joven Revolución cubana, era una personalidad
progresista. Progresistas fueron los gobiernos de Wolfgang Larrazábal, de Jango Goulart y de Juan Bosch, como
luego los de Juan José Torres, Jaime Roldós u Omar Torrijos, entre otros.
Ese dilatado
paraguas conceptual asimismo abarcó un conjunto tan heterogéneo como el de los
gobiernos populares, reformadores y latinoamericanistas surgidos luego del
primero de Hugo Chávez. Tiene más sentido llamarlos progresistas que apelar a
opciones más complejas y discutibles, como la de “posneoliberales”. Tal vez por
eso mismo ahora se apela al efectismo político de estrechar ‑‑y devaluar‑‑ la
noción de “progresismo” imponiéndole una retahíla de calificaciones
adicionales: reformista, neokeynesiano, neodesarrollista, extractivista, etc.,
que facilitan demeritar a los gobiernos a quienes se les aplican.
Más
complicada aún fue la maniobra de trasplantar un concepto de una disciplina al
discurso que se intenta urdir en otra, para maquillar de seriedad al segundo.
Aunque el concepto de “ciclo” es de dudosa aplicación al período en que los
precios de las commodities se dispararon, hasta volver a caer al reducirse su
demanda por la economía de China. ¿Es que acaso ese cambio de la economía china
y su incidencia en el mercado global constituyen un fenómeno que se reproduce
periódicamente?
Aunque no lo
es, los articulistas de marras insistieron en trasponer este supuesto al
proceso político latinoamericano pretendiendo que el final de esa oscilación
del comercio internacional se corresponde mecánicamente con un supuesto “ciclo”
del progresismo latinoamericano que así mismo habría finalizado. Ese intento,
que no pasa de ser una forma amanerada de repetir la vieja teoría del péndulo,
poco atendió al hecho de que el auge y la depreciación de las commodities
afectan a todos los gobiernos de la región, de cualquier color político. La
diferencia está que en los progresistas le dieron aprovechamiento social a ese
auge mientras que los conservadores facilitaron su apropiación privada. Si su
depreciación ahora golpea a unos y otros, corresponderá a las respectivas
organizaciones políticas procurarle la debida canalización política a sus
efectos.
Como bien sabemos, la elección de esos
gobiernos progresistas resultó del repudio a las consecuencias sociales y morales
del neoliberalismo, pero no de un nuevo desarrollo ideológico de la mayoría
electoral. Esa mayoría favoreció a candidatos que venían de la izquierda, pero
no votó por una propuesta de hacer esa revolución, ni para expresar su voluntad
de sostenerla. Para ir más allá aún hará falta que las izquierdas ‑‑incluidos
dichos escribidores‑‑ cumplan su papel de formar nueva cultura política y
organización popular, rol que compete a las organizaciones revolucionarias más
que a cualesquiera gobiernos. Puesto que fueron electos sin existir
una situación prerrevolucionaria, ni masas organizadas para crearla, no ha
tocado a dichos gobiernos escoger entre reforma
o revolución, sino acometer las
reformas que la diversidad de sus electores demandaban y están dispuestos a
defender. Y, al propio tiempo, abrir condiciones tanto para que esas
organizaciones cumplieran su papel como para crear un ámbito latinoamericano de
integración regional, donde recuperar creciente autodeterminación y soberanía nacional y
popular frente al imperialismo y la globalización económica neoliberal.
A la vez, resistir y sobrepasar la
prueba de enfrentar la contraofensiva de unas derechas transnacionales y
locales que, pese a los reveses políticos padecidos, conservaron su poder
financiero y ampliaron su influencia mediática, a la cual ahora toca superar.
De esa influencia estas andanadas “críticas” también son muestra.
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