La violencia contra las mujeres se
ha revelado como uno de los fenómenos en crecimiento de la actual sociedad patriarcal
no solo en Guatemala ni solo en Centroamérica. Pero la forma como esta
violencia se ha expresado en Guatemala tiene ribetes de pandemia social.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
El juicio por crímenes de abuso sexual durante el conflicto armado. |
El Ejército guatemalteco se
convirtió en un verdadero ejército de ocupación en su propio país en los años
del conflicto armado, entre 1960 y 1996. Fue instrumento fiel de un Estado
orientado a defender un estatus quo
basado en formas de explotación de la fuerza de trabajo difícilmente
caracterizables como capitalistas, sobre todo de la indígena, y que no podía
estructurar formas de consenso más allá de un relativamente reducido grupo de
empresarios y algunos sectores de la clase media, mientras que al resto de la
población no le ofreció más que distintos niveles de represión.
A partir de finales de la década
de los setenta, esta situación lo llevó a configurarse como Estado
contrainsurgente, es decir, en donde su principal función consistió en reprimir
a sectores sociales que desafiaban ese estatus
quo. En este contexto, el Ejército se transformó en el principal actor
político. Este, identificó al “enemigo principal” en la guerrilla, pero
rápidamente se dio cuenta que, dadas las características de la guerra que esta
llevaba adelante, le sería imposible derrotarla.
Se enfiló entonces en contra de su
sustento, la sociedad civil. Su estrategia fue la de Tierra arrasada, que solo
por su denominación es superfluo describir. Cientos de poblaciones fueron
desaparecidas de la faz de la Tierra y cientos de miles de personas fueron
asesinadas. En su ejecución se dieron las más abyectas vejaciones a la dignidad
humana que puedan imaginarse.
En estos días se ha iniciado un
juicio, en Ciudad de Guatemala, que hace referencia precisamente a algunos de
estos hechos denigrantes que cometió el Ejército guatemalteco mientras
implementaba su estrategia de Tierra arrasada. 15 mujeres indígenas, que fueron
obligadas a trabajar para el Ejército como esclavas, y usadas sexualmente por
la tropa, se han atrevido no solo a denunciarlos sino, también, con el apoyo de
organizaciones humanitarias y de derechos humanos, a llevarlos ante los
tribunales de justicia.
Las 15 mujeres no son más que un
grupo simbólico de las miles que fueron víctimas de violaciones y otras formas
de vejámenes, sexuales o no. 15 mujeres que han salido a dar la cara por todas
las que no están presentes porque no quisieron, no pudieron o murieron antes
que esto fuera posible.
Sentadas frente a sus victimarios
en el juzgado; insultadas y vilipendiadas por grupos de familiares de los
militares acusados y organizaciones de
extrema derecha que hacen piquetes frente a los edificios de los tribunales;
arropadas bajo sus mantos multicolores que las identifica culturalmente; en un
medio que les es ajeno porque vienen de lejanos asentamientos rurales, las 15
mujeres resisten el vendaval silenciosamente.
Lo hacen en un contexto en el que
el mismo gobierno del país ve con recelo este tipo de juicios y recurre a todo
tipo de triquiñuelas para obstaculizarlos. Junto a la sociedad las discrimina y
se les ve sobre el hombro no solo porque han sido violadas, sino porque son mujeres,
indígenas y pobres. Es decir, son lo último a lo que habría que ponerle
atención y su actitud es vista como altanería fuera de lugar.
La violencia contra las mujeres se
ha revelado como uno de los fenómenos en crecimiento de la actual sociedad patriarcal
no solo en Guatemala ni solo en Centroamérica. Pero la forma como esta
violencia se ha expresado en Guatemala tiene ribetes de pandemia social. El
número de femicidios crece imparablemente año con año y el gobierno, al igual
que con estas mujeres víctimas de la represión del Ejército en los años 80,
mira para otro lado.
El Ejército guatemalteco de los
años de la guerra fue una máquina de matar y vejar a su propio pueblo, y los
culpables de que esto sucediera deben ser castigados. Nadie les pide cuentas de
los guerrilleros que, eventualmente, pueden haber matado en los enfrentamientos
armados; se les pide cuentas de las tropelías que cometieron contra la gente
común y corriente. Esta gente pudo tener o no simpatías con grupos insurgentes
y estaban en todo su derecho de tenerlas o no tenerlas. Pero si eso hubiera constituido un delito
debieron enjuiciarlas y, eventualmente, castigarlas penalmente y no
asesinarlas, violarlas y esclavizarlas, como le sucedió a este grupo de 15
mujeres.
Este juicio que hoy se lleva
adelante en Guatemala es el primero de su tipo en América Latina. Hace ver una
luz al final del túnel de la impunidad en el que ha vivido inmerso el país, y
apunta hacia la posible construcción, en el futuro, de un verdadero estado de
derecho.
Estas 15 valientes mujeres son un
escalón en la vía que puede llevar a ese nuevo escenario.
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