Estados Unidos ha
sufrido una nueva derrota en la larga guerra que mantiene contra la Revolución
Bolivariana, pero el imperio está lejos de resignarse, y cabe esperar que
escale en sus acciones de agresión política, económica, mediática, psicológica
y militar en las próximas semanas.
Cuando a mediados del
recién pasado mes de abril el asesor de seguridad nacional de Estados Unidos,
John Bolton, acudió a un hotel de Coral Gables en Miami, para anunciar otra
vuelta de tuerca en las sanciones arbitrarias e ilegales contra Cuba, Venezuela
y Nicaragua, hizo algo más que nutrir de titulares a las usinas mediáticas
hegemónicas y cosechar rabiosos aplausos de un auditorio repleto de
contrarrevolucionarios cubanos –veteranos de la Brigada 2506-, opositores
venezolanos y demás variantes del antilatinoamericanismo militante, quienes padecen su autoexilio en la metrópoli
del sol, la fiesta y la fantasía capitalista.
Con su discurso, que
coincidió con el 58 aniversario de la fallida invasión de Playa Girón en abril
de 1961, apoyada y organizada por la inteligencia norteamericana para derrocar
a la naciente Revolución Cubana, Bolton refrendó los compromisos electorales de
la alianza de la administración Trump con el senador por Florida, Marco Rubio,
y al mismo tiempo, puso en escena el modus
operandi de la Casa Blanca en su política exterior hacia América Latina,
que se sostiene en dos pilares: impostura y gestualidad.
Impostura de un
discurso que invoca la libertad y la democracia como argumentos que encubren
las verdaderas intenciones detrás de la agresión contra la Revolución
Bolivariana –la apropiación de los recursos energéticos de Venezuela, el
control de esta plaza geopolítica vital, y la contención de la influencia de Rusia y China en el
continente-, y de las amenazas y maniobras injerencistas que se urden contra
países a los que se considera enemigos (Cuba,
Nicaragua, Bolivia); y gestualidad, como base de una estética y praxis imperial que, con bravatas
y gamberrismo diplomático, evoca los tiempos del más tosco y duro
intervencionismo vivido en el Caribe y Centroamérica hace casi un siglo.
Bajo esa lógica, la
administración Trump, en la figura de sus agentes y operadores políticos
extraídos de lo profundo de la ultraderecha venezolana, ha dado otro paso en
falso en su guerra total contra Venezuela, al confirmarse el fracaso logístico
y de movilización militar y popular del intento de golpe de Estado impulsado el
pasado 30 de abril por el autoproclamado “presidente” Juan Guaidó, y por el
ahora prófugo de la justicia Leopoldo López.
Sin reivindicar su autoría intelectual, pero confesando que seguían de
cerca el desarrollo de los acontecimientos, el alto mando de la Casa Blanca
–desde el presidente Trump al Secretario de Estado, Mike Pompeo-, no tuvo otra
opción que mirar con frustración cómo se diluía una nueva asonada golpista, que
ni siquiera el oficioso apoyo de las grandes cadenas noticias pudo mantener a
flote.
Una vez más, como ya
había ocurrido en Playa Girón hace casi seis décadas, o como sucedió en Caracas
en 2001, cuando el pueblo y los militares comprometidos con el proyecto
nacional-popular liberaron al presidente Hugo Chávez, derrotando así a los
golpistas apátridas y al presidente George W. Bush, Estados Unidos cedió a la
tentación del golpismo en abril y obtuvo idénticos resultados.
Washington sigue
errando en su lectura de la situación política en Venezuela: no solo porque no
quiere la paz, sino además porque ignora la dignidad nacional que recobró el
país desde hace 20 años; porque obvia las raíces profundas que –a pesar del
desgaste- ha echado el chavismo en un sector nada despreciable de la población
y que explican su tenaz resistencia, y porque pasa de largo del patriotismo de
otros sectores, muchos de ellos de la oposición, que no quieren la intervención
extranjera y en cambio anhelan una solución pacífica y negociada a la actual
crisis política y económica. Ha sufrido una nueva derrota en la larga guerra
que mantiene contra la Revolución Bolivariana, pero el imperio está lejos de
resignarse, y cabe esperar que escale en sus acciones de agresión política,
económica, mediática, psicológica y militar en las próximas semanas.
Recordando los hechos
del golpe que sufrió en 2001, el presidente Hugo Chávez reflexionaba de esta
manera en el año 2010: “es necesario abonar, con el mejor fertilizante, la
memoria; porque, allí siguen el Imperio, la burguesía y las empresas de la
comunicación, llamando al Golpe: siguen tratando de dividir, siguen conspirando
para desestabilizar el país, siguen saboteando y manipulando. La batalla no ha
terminado. Es una historia que está viva, que sigue palpitando”. Un diagnóstico
válido, hoy, para Venezuela y toda nuestra América.
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