El grupo de políticos de profesión que ahora está
llevando adelante la política externa de Estados Unidos, y en particular contra
los países “díscolos” de Latinoamérica (Donald Trump, Mike Pence, Mike Pompeo,
John Bolton, Gina Haspel, Elliot Abrams, Marco Rubio) es, lisa y llanamente,
una banda de psicópatas* con carta
blanca para hacer lo que los intereses de la clase dominante necesitan.
Marcelo
Colussi
/ Para Con Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
“Nuestra nación ha sido elegida por Dios y
tiene el mandato de la historia de ser un modelo para el mundo”.
George W.
Bush
La historia humana debe entenderse como grandes movimientos de las masas de
población o, si se prefiere, grandes movimientos y enfrentamientos de las
clases sociales. El choque entre grandes colectivos (los propietarios de los
medios de producción y la gran masa trabajadora) es lo único que explica el
porqué de esa dinámica tan confrontativa que marca la historia (“Un altar sacrificial”, dirá Hegel; “La violencia como partera de la historia”,
agregará Marx). De ningún modo puede explicarse solo por motivos personales de
alguna “persona importante”. Que los dirigentes sean más o menos encarnizados,
más o menos violentos, más o menos sanguinarios, no es la razón de ser de un
proyecto político, de su beligerancia, de su afán de poderío y rapiña.
John Kennedy era el “gran demócrata” y pacifista que se oponía a la guerra
en Vietnam. Pero los factores de poder dieron cuenta del presidente con un
balazo en la cabeza, y la guerra se hizo (gran negocio del complejo
militar-industrial). El demócrata Barack Obama recibió el Premio Nobel de la
Paz (¡igual que el confeso asesino Henry Kissinger en su momento!), pero
durante su mandato Estados Unidos produjo tantos ataques en el mundo, o más,
que con los más feroces halcones del Partido Republicano. En definitiva: la
apelación a lo individual, o si se prefiere incluso, al perfil psicológico (¡o
psicopatológico!) de un primer mandatario termina siendo anecdótico,
irrelevante para entender la marcha de las sociedades. Son fuerzas sociales
inconmensurablemente mayores las que guían la historia. Léase: feroces y
descomunales intereses económicos de clase.
De todos modos, no puede negarse que hay una sutil interrelación entre
quien está a la cabeza y la base de la que proviene. La fórmula, inexactamente
atribuida a Maquiavelo, de “los pueblos
tienen los gobiernos que se merecen”, tiene sentido: en realidad, la
dirigencia visible es la expresión explícita de lo que hay en la base, en la
estructura. Si se quiere decir así: en el pueblo común. Tomando estrictamente esa
fórmula, no se debe entender “merecer”
como castigo sino como expresión connatural. Adolf Hitler, un cabo del ejército
plagado de psicopatologías (él mismo era de ascendencia judía, estéril,
eyaculaba de emoción cuando pronunciaba sus discursos), pudo convertirse en el Führer de la poderosa nación alemana,
solamente porque representaba los genuinos intereses –nunca muy explícitamente
declarados– del pueblo teutón. Es decir: realizarse como “raza superior” (Deutschland über alle, “Alemania sobre
todos”, en plural). ¿Ganó Donald Trump por error las últimas elecciones en
Estados Unidos, o representa él buena parte del “espíritu” yanki que se
manifestó en ese voto: arrollador, machista, altanero, racista, misógino,
despectivo de lo que no suene a american?
Entendidas así las cosas, lo colectivo guarda una estrecha relación con las
expresiones “individuales”. Más aún, ambos elementos son parte indivisibles de
una misma dialéctica. Dicho de otro modo: los gobernantes (los “políticos
profesionales” modernos), no son un cuerpo extraño al todo social, sino que
expresan a cabalidad el “alma colectiva”, permitiéndonos decirlo así; son
funcionales a esa formación económico-político-social y cultural particular que
representan.
Estados Unidos es la gran potencia desde hace ya un siglo. Las aspiraciones
de su clase dominante (y también de las grandes masas, que indirectamente se
benefician de su papel hegemónico global) son continuar con esa dominación.
Dado que los inicios del siglo XXI muestran una caída relativa de su pujanza
económica y la aparición de otros centros de poder (Rusia, China, más otros países
emergentes con gran potencialidad), envalentonan el proyecto de “un nuevo siglo
americano”. Los tristemente célebres Documentos de Santa Fe (piedra angular del
proyecto geohegemónico como potencia imbatible, más allá de los vaivenes de
demócratas y/o republicanos) establecen el plan de acción, la obligada hoja de
ruta a seguir. Y hoy por hoy, una banda de ultra reaccionarios de derecha
(¿halcones?, ¿psicópatas enfermizos?) intentan ejecutar ese supuesto “destino
manifiesto”, para lo que se pueden permitir cualquier cosa, absolutamente
cualquier cosa (la tortura, por ejemplo, elevada al rango de “política
necesaria” con el presidente George Bush hijo).
Los que hoy día llamamos “políticos profesionales” (tecnócratas a cargo del
manejo del aparato de Estado) no son necesariamente “enfermos”. La
política “profesional” en los marcos de las democracias burguesas comporta un
talante psicopático (mentiras, embustes, manipulación). Esos funcionarios son,
en todo caso, una cabal expresión del plan político que mantiene a Estados Unidos
como potencia hegemónica. (Valga aclarar que ese talante “psicopático” se
encuentra en cualquier “político de profesión”, tanto en países dominantes como
dominados, viabilizando siempre el proyecto de la clase dominante y embaucando
a la masa votante).
Complementariamente, el pueblo norteamericano, el ciudadano de a pie
(Homero Simpson como su ícono por antonomasia) no es un “enfermo” de violencia,
sino una expresión de ese “espíritu” conquistador que anida en el país del
Norte (desde la matanza de poblaciones originarias en los albores de la
conquista hasta las actuales casi 1,000 bases militares que controlan el
planeta desde los cinco continentes, más los alrededor de sus 1,000 satélites
geoestacionarios que completan la militarización total desde el espacio
exterior).
La violencia, la bravuconería, el llevarse por delante todo lo que se le
oponga, está en el “espíritu” imperialista de Estados Unidos. No por casualidad
allí la violencia cotidiana –articulada en muy buena medida con el fabuloso
negocio de la venta de armas portátiles sin ninguna restricción a cualquier
persona– asume la forma de “locos”
que, sintiéndose Rambos, disparan impunemente a mansalva contra cualquier civil
(lo mismo que hacen sus fuerzas armadas por el mundo).
Entonces, ¿Estados Unidos es un país de psicópatas? En modo alguno. No es
eso, en absoluto, lo que se está planteando. Pero sí es evidente que ese
proyecto ideológico-cultural que marca su historia se articula a la perfección
con un tenor “psicopático” donde el otro de carne y hueso no cuenta como semejante
sino que es solo un instrumento útil para la consecución de sus fines.
Solamente eso puede explicar que, a diferencia de otros países del continente
americano, a sus habitantes originarios (los mal llamados “pieles rojas”) se
les confinara en reservas (virtuales parques zoológicos). Y solamente ese
pretendido “destino manifiesto” de “amos universales” es lo que puede explicar
su actuación en el mundo durante todo el siglo XX y lo que va del XXI. No hay
guerra donde Washington, directa o indirectamente, no esté comprometido. Y su
apego por la violencia, por las armas, por la muerte, es definitorio. Basta
mirar un par de películas de Hollywood para constatarlo. Es el único país que
se pudo permitir la monstruosa bestialidad de utilizar armas atómicas contra
población civil no combatiente, aun cuando ello no era en absoluto necesario
para decidir el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Todo ello permite entender lo que acaba de filtrarse en los medios de
comunicación: un documento del gobierno central de Estados Unidos donde, como
dice Pablo Siris Seade, se
“reconoce su responsabilidad en la crisis
de Venezuela”. Es decir, siguiendo a este autor, “el descaro
y el robo [es] llevado al
rango de política de Estado”, por cuanto la administración
central de Washington no solo se asume como responsable sino que se ufana de
estar creando sufrimiento entre los venezolanos, buscando con ello la reacción
de la población ante el gobierno bolivariano de Nicolás Maduro para hacerlo
caer de una buena vez (quedándose las empresas estadounidenses con las reservas
de crudo, por supuesto).
El grupo de políticos de profesión que ahora está
llevando adelante la política externa de Estados Unidos, y en particular contra
los países “díscolos” de Latinoamérica (Donald Trump, Mike Pence, Mike Pompeo,
John Bolton, Gina Haspel, Elliot Abrams, Marco Rubio) es, lisa y llanamente,
una banda de psicópatas con carta blanca para hacer lo que los intereses de la
clase dominante necesitan. No se detienen con nada, se saltan absolutamente el
derecho internacional, se sienten enviados de dios, portadores de un proyecto
de dominación intocable, incuestionable. De esa cuenta, por ejemplo, un funcionario
como John Bolton pudo decir en su momento, con total desparpajo: “Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU
debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos.
Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”, para agregar
posteriormente, sin la más mínima diplomacia: “Si es necesario bombardear el edificio de la ONU, lo haremos”.
En esa línea de pensamiento y de acción se inscriben
todas las tropelías que pueda imaginarse, que en determinado contexto podrían
pasar como delitos de incitación a la violencia, o expresiones de maniáticos
psicópatas, pero puestas en boca de funcionarios de Washington son simplemente
expresión de su proyecto global de supremacía. “Controlar el mundo. La dominación mundial, controlarlo todo, ser rico,
poderoso y todo eso”, se expresó el entonces candidato republicano y
senador Ted Cruz. En esa lógica se inscribe la oprobiosa cárcel de Abu Ghraib
en Irak, hecho nunca reprimido en Estados Unidos sino, por el contrario, prácticamente
aplaudido por el statu quo. O el reciente
infame twitt del senador cubano-americano
Marco Rubio incitando al ataque contra
Nicolás Maduro recordando la sodomización –impulsada por Estados Unidos – del
líder libio Mohamed Khadafi. Dígase de paso que un hecho así, en otro contexto
implicaría un proceso judicial y el muy probable cierre de la cuenta de Twitter;
en boca de un funcionario estadounidense es simplemente un eslabón más de su
cadena de dominación.
Así como no se puede explicar la tortura de
disidentes políticos como el producto psicopatológico de psicópatas
“individuales” (sino que ella responde a un acabado plan de control social, de
pedagogía del terror donde el torturador individual, seguramente un desquiciado
psicópata, es utilizado por el poder), del mismo modo no se puede entender la
agresiva política global estadounidense como consecuencia de actos demenciales
de gente enfermiza. En todo caso, la sociedad “sana” (más exactamente: su clase
dominante) necesita (utiliza) a esos peligrosos sujetos para hacer efectivos
sus planes.
Venezuela (con sus reservas inconmensurables de
petróleo), Cuba (con su dignidad como país socialista que viene soportando el
embate norteamericano desde hace seis décadas), en menor medida Nicaragua (“mal
ejemplo”, pues permitió la entrada china y rusa a su territorio –el canal
interoceánico y una base de observación satelital–), constituyen hoy las
principales “amenazas” para la política hemisférica de Washington. De ahí esta
insolente (enfermiza) manía de aplastar lo que no les conviene. Pero la
historia no se escribe solo con imposiciones de los más fuertes: los débiles
también cuentan. Y la historia, repitámoslo, es esa continua, prolongada lucha
entre opresores y oprimidos. Si el amo tiembla aterrorizado ante el esclavo,
por lo que vive maniatándolo, es porque sabe que en algún momento ese esclavo
reaccionará. Por ello… ¡apuremos esa reacción!
* Utilizaremos
la definición dada por la Clasificación Internacional de Enfermedades de la
Organización Mundial de la Salud (CIE-10): “Trastorno de la personalidad
caracterizado por descuido de las obligaciones sociales y endurecimiento de los
sentimientos hacia los demás. Hay gran disparidad entre el comportamiento de la
persona y las normas sociales prevalecientes. La conducta no se modifica
fácilmente a través de la experiencia adversa ni aun por medio del castigo. La
tolerancia a la frustración es baja, lo mismo que el umbral tras el cual se
descarga la agresión, e incluso la violencia. Hay tendencia a culpar a otros, o
a ofrecer racionalizaciones verosímiles acerca del comportamiento que lleva a
la persona a entrar en conflicto con la sociedad. Personalidad: amoral,
antisocial, asocial, psicopática, sociopática”. En otros términos: comportamientos típicos de
los delincuentes, de los transgresores.
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