La primera década del siglo XXI generó un boom de la economía latinoamericana,
basado en parte en la alta demanda y precios de las commodities. ¿Qué peligros
sociales y ambientales tiene el esquema basado en las exportaciones
agro-mineras? ¿Es posible otra
utilización de los bienes comunes de la naturaleza? Los dilemas de la región.
Leandro Morgenfeld / Marcha
(Argentina)
América
Latina, en los últimos años, tuvo un crecimiento económico sorprendente,
sostenido por la alta demanda y precios de la soja, petróleo y bienes
minerales. En la última década, proliferó el modelo extractivista, que se basa
en la apropiación de cuantiosos volúmenes de bienes naturales, generalmente
bajo prácticas intensivas, que en su mayor parte se exportan como materias
primas (minería, agricultura, actividad forestal e hidrocarburífera).
Los países
de la región están recreando, en un nuevo contexto mundial, un modelo
agro-minero exportador. Este avance del extractivismo produce consecuencias
negativas, debido al uso generalizado de agrotóxicos, desmontes, desalojos de
comunidades rurales, contaminación, concentración de tierras y represión contra
quienes resisten esas políticas.
Las principales beneficiadas son las grandes
corporaciones, en detrimento de los pueblos originarios, los campesinos, los
pequeños productores y la población en general, que sufre y sufrirá los
nefastos efectos ecológicos. Pero también le sacaron provecho, indirectamente,
los Estados latinoamericanos, que captan una parte (minúscula generalmente) de
esas rentas, pudiendo equilibrar sus cuentas fiscales y, en algunos casos, ampliando
el gasto social. Esto último plantea un dilema fundamental para algunos
gobiernos de la región.
Esta
inserción económica internacional latinoamericana de los primeros años del
siglo XXI (que permitió lograr balanzas comerciales positivas y superavit
fiscal) se dio en un contexto mundial de aumento de la demanda de bienes
comunes de la naturaleza, especialmente por haberse transformado China en una
importadora creciente de materias primas.
No es
casual que África y América Latina se hayan transformado en dos áreas
fundamentales de disputa entre las históricas potencias imperiales y China,
succionadora de bienes minerales y agropecuarios en estos dos continentes. La
necesidad de alimentar a millones de personas que se incorporan cada año como
consumidores al sistema capitalista y el creciente consumo energético de bienes
hidrocarburíferos y minerales no renovables impulsó en la última década un
aumento inédito de los precios y demanda de los mismos, impactando en la
inserción económica internacional de los países latinoamericanos. Parece haber
un ciclo en el que se invirtió la histórica tendencia al "deterioro de los
términos de intercambio".
Esta
orientación -el denominado "consenso de las commodities"- no
se circunscribe a los gobiernos neoliberales de la región, ni a los países
tradicionalmente mineros (Chile, Perú, Bolivia). Brasil, por ejemplo, es hoy el
principal productor y exportador de bienes minerales. Según el especialista
Eduardo Gudynas, en ese país se extrajeron 410 millones de toneladas de sus
principales minerales en 2011. El resto de los países sudamericanos, en total,
sumaron 147 millones de toneladas. En el caso de Argentina, según el periodista
Darío Aranda, el monocultivo de soja pasó en la última década de 12 a casi 20
millones de hectáreas (del 38% al 56% de la superficie cultivada). En el caso
de la minería, hace 10 años había 40 proyectos y hoy existen 600. Corporaciones
transnacionales, con la Barrick Gold a la cabeza, hacen grandes negocios en el
país.
Además de
haberse demostrado que la idea del "desacople" (la ilusión de que
América Latina podía evitar las consecuencias de la crisis económica global)
era errada, el modelo extractivista plantea un debate importantísimo: ¿Es
sostenible desde el punto de vista social este modelo agro-minero exportador?
¿Y desde el punto de vista ambiental?
Para
algunos, el tema ambiental es secundario, y la especialización en la producción
y exportaciones de commodities es lo que permitió a los gobiernos
progresistas de la región recuperar la influencia del Estado y ampliar las
políticas sociales. Entre quienes sí advierten sobre las consecuencias
nefastas, existen dos grandes grupos. El primero, integrado por los activistas
que apuestan a un capitalismo verde, es decir plantean que es necesario incrementar
las regulaciones y controles en función de un modelo extractivo sustentable. El
segundo, compuesto por quienes advierten que la destrucción (consumo sin
reposición) exponencial de minerales y bienes agropecuarios llevará en pocas
décadas a una crisis sistémica y civilizatoria. La salida, esgrimen, tiene que
ver con el ecosocialismo, es decir con una perspectiva que denuncie el carácter
irreconciliable del capitalismo con la preservación de un equilibrio ecológico.
Sostienen la necesidad de construir otro tipo de sociedad -que no se base en la
explotación del hombre por el hombre- y otro patrón de producción-consumo que
no aniquile los bienes comunes de la tierra en el mediano plazo.
Esta última
posición se entronca con las luchas y los planteos de diversos movimientos
sociales latinoamericanos (como los que se produjeron la semana pasada, en el
marco de la Marcha Mundial contra Monsanto) que denuncian la minería a cielo
abierto, la sojización, la desforestación, la expropiación de pequeños campesinos
y pueblos originarios, vinculando ambas luchas, social y ambiental, en una
perspectiva anti-imperialista y anti-capitalista. Advertir los peligros de la
profundización de la "acumulación por desposesión" -concepto de David
Harvey- es un paso fundamental para construir una estrategia de resistencia
frente a la ofensiva del gran capital para apropiarse de los bienes comunes de
la naturaleza.
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